El periodista anarquista. Delirio filosófico sobre una asonancia





Habíamos terminado de cenar. Frente a mí, el periodista, gran corresponsal que había conseguido una magnífica colección de países antes de darse al sedentarismo del Palace. Mi amigo fumaba, tabaco inglés, como quien fuma una nostalgia londinense; y el smoke comenzaba a sumir el local en una niebla densa con la concienzuda vocación de convertirlo en una sucursal de la City. Las confidencias que realizó en el transcurso de la velada no me permitieron adivinar si había encontrado sucedáneos igualmente satisfactorios para la añoranza de los bulevares parisinos o de las mujeres italianas. No me atreví a preguntar. Pero, deseando reanimar la conversación, que había perdido el camino de un tema y también los rodeos, apunté:

–Por cierto, no hace mucho me contaban que fue usted en otro tiempo anarquista.

–Lo fui y lo soy. No he cambiado a ese respecto. Soy anarquista.

Lo que acababa de afirmar el acreditado humorista no tenía ninguna gracia o si la tenía, era la misma que suscitaría un banquero declarándose discípulo de Bakunin.  

–¡Usted, anarquista! ¿Anarquista? A no ser que le dé a la palabra algún sentido distinto…

–¿Del habitual? No, no… Empleo la palabra en su significado habitual, en su definición más común y ortodoxa.

Que un anarquista dijese respetar escrupulosamente la ortodoxia, aunque fuese semántica, me hizo sospechar que aquello era una charada de sobremesa. Pero, por primera vez en la noche, él parecía tomarse completamente en serio lo que decía y mostraba algo distinto a la voluntad juguetona de epatar. Y yo, que desde luego no había olvidado que estaba ante un periodista que publicaba en la prensa del nihil obstat y que llevaba la vida de un rey en un palacio con vistas a la Carrera de San Jerónimo, sentí la tentación de comprobar hasta dónde estaba dispuesto a llegar.

[El texto completo de El periodista anarquista. Delirio filosófico sobre una asonancia ha sido publicado en el número 5 de Jot Down].

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