Estatuaria



Una estatua de panteón: la de José Francos Rodríguez, maestro excelso de periodistas.

http://hemerotecadigital.bne.es/issue.vm?id=0003276333&page=6


Una estatua imaginaria: la de Julio Camba, dibujada por Ramón Gómez de la Serna.

http://hemerotecadigital.bne.es/issue.vm?id=0004855584&page=20


«Vemos estatuas que no hubo, estatuas que no hay y estatuas que no habrá nunca. Como proyectos ideales las hemos dibujado en la esquina de los papeles inservibles por haberles caído un gran borrón. Resultaban estatuas demasiado sinceras, y casi siempre las hemos roto. Las estatuas que se elevan en las plazuelas de Madrid tienen demasiado empaque y resultan poco pintorescas. Necesitamos estatuas que revelen de un modo expresivo, desde lejos, quién es el que representan. Nadie dudará, al ver a ese genio acostado y que parece que hace juegos icarios con una zapatilla, que se trata de Julio Camba, que tiene fama de tumbón».


Una estatua amordazada: la de Larra, tal y como la vio en abril de 1930 Juan González Olmedilla.

http://hemerotecadigital.bne.es/issue.vm?id=0003262182&page=3


«El busto de Fígaro padecía aún sus esposas de cuerdas, su coraza de arpillera, su dogal de alambres, su mordaza de trapos. Al cabo de un siglo, en la piedra del monumento, Mariano José de Larra vivía mucho más incómodamente que en los tiempos fernandinos. No pudimos –ni quisimos– resistir a la tentación. El guarda, atento al riego de los jardinillos, no nos veía. Trepamos por un borde del pedestal y, no sin trabajo, pusimos en libertad la testa amordazada del compañero. Fue un momento inolvidable. Bajo el sol y el aire de la primavera, diríase que la piedra alentaba, gozosa, en la leticia civil de verse al fin libre. Pero llegó el guarda, y, cumplidor de su deber, volvió a entrapillar a Fígaro». Y entrapillado sigue. 


El escalafón






«En el periodismo madrileño pasan a la categoría de maestros todos los periodistas que llegan a firmar nómina burocrática de más de 12.000 reales.

El escalafón es: El periodista a secas, un compañero. El redactor de un diario del trust, el querido compañero; el periodista diputado, ilustre compañero; el periodista subsecretario, director general, jefe de negociado, el maestro. Si se trata de un ministro, se podrá anteponer el adjetivo excelso al dictado de maestro. ¡Esta es la costumbre! ».

Año XIII. Disparo 628
17 de septiembre de 1910

Apisonadoras



http://hemerotecadigital.bne.es/issue.vm?id=0004887559&page=17


El dibujo es de Ramón Gómez de la Serna y también el texto: «¡Lamentable máquina, que parece una rotativa que anduviera sobre bobinas de piedra sin acabar de imprimir ni tirar nunca el periódico de piedra que se podría esperar de ella!».

Este ramonismo ha sido aplastado por las metáforas periodísticas que hoy sugiere la apisonadora. 


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Entra la curiosidad repentina por saber cuándo y cómo comenzó a gestarse el tropo de la apisonadora, por si los detalles proporcionasen alguna información sobre la historia del periodismo o, no menos interesante, sobre la historia del mito romántico del periodismo. Aunque, bien pensado, la cuestión ya habrá dado lugar a una copiosa bibliografía, no en vano somos la tercera potencia mundial en estudios de comunicación. Si lo dice el SCImago…



El aliento épico de una falsificación



http://www.triunfodigital.com/mostradorn.php?a%F1o=XXVII&num=504&imagen=57&fecha=1972-05-27


En abril del año pasado el Laboratorio Rivas Cherif de investigación teatral puso en escena durante unos pocos días una adaptación de El laberinto mágico. Como no podía ser de otra forma, el montaje estaba obligado a condensar los seis volúmenes de Max Aub en unas pocas escenas. Una de ellas se correspondía con el primer capítulo de Campo de sangre, aquel en que el juez José Rivadavia y el médico Julián Templado acaban de presenciar el fusilamiento de tres hombres en el castillo de Montjuïc. «Un fusilamiento es algo muy desagradable; tres, todavía se pueden aguantar»: Max Aub introduce así al lector en la conversación entre ambos personajes. El montaje teatral prescindía de la frase o de cualquier otro recurso escénico que provocase nada más comenzar, a bocajarro, un malestar similar. La estrategia se repetía una y otra vez. Bien fuese por los pasajes seleccionados o por el tratamiento que recibían, en muy pocos momentos la obra conseguía transmitir al espectador esa hiriente sensación de fatiga, agobio y angustia que acompaña al lector de los libros.  

Aquella representación, un ensayo abierto al público, que al parecer aplaudió el resultado al concluir la función en unas encuestas escritas, ha pasado a formar parte de la programación regular del Centro Dramático Nacional y se puede ver estos días en el Teatro Valle-Inclán. De hacer caso a las declaraciones de Ernesto Caballero, su director, el montaje no ha cambiado sustancialmente: “No queríamos en absoluto hacer una suerte de escenas yuxtapuestas, sino lograr una coherencia interna, que le otorgase el carácter de odisea de la Guerra Civil, el aliento épico que el propio Max Aub quiso proporcionar a sus seis novelas”. También en su día Antonio Muñoz Molina defendió que las obras estaban “llena[s] de empuje épico y de melancolía”.

Es muy fácil provocar la emoción del espectador a través la épica y la melancolía, pero ellas solo se encuentran en la versión, peor que edulcorada, falsificada del original. La epopeya requiere héroes y, como sostuvo Octavio Paz, «la tragedia de Max Aub no tiene héroes». Lo dijo a propósito de San Juan, pero sirve también para El laberinto mágico, donde cualquier atisbo épico queda nublado de inmediato, porque los personajes tienen sombras y viven y mueren en lo oscuro que todo lo tizna. Por eso mismo, no hay melancolía. Toda la obra de Max Aub, absolutamente toda, está exenta de ese sentimiento blando y dócil. En los Campos hay dolor, angustia, el aullido de las blasfemias, la impotencia de saber cumplido un designio que no era ineluctable, traición; no comparecen unos y otros, porque todos son unos, los mismos, renegridos y sucios, entrematándose; está la vida en vilo y los personajes desaparecen para reaparecer en otro libro del ciclo, o no, nunca hay certeza; está la muerte que llega de repente, sin anunciarse, con una frase seca, sin epílogo; todo está dislocado, descoyuntado, desquiciado, también la estructura de la narración. Siendo así, la decisión formal de evitar «una suerte de escenas yuxtapuestas», de procurar al relato una «coherencia interna», debió ser el paso imprescindible para burlar a Max Aub y hacer de él un escritor templado de panfletos épicos y suavemente melancólicos. Un laberinto ordenado y coherente no es un laberinto. Los responsables sabrán cuál era la necesidad, más cuando Aub no precisa mediadores ni adaptaciones, porque es el dramaturgo de, entre otras, la tragedia San Juan, que llegó al María Guerrero en 1998 en un espectacular e inolvidable montaje, o De algún tiempo a esta parte, que solo requirió a una actriz formidable como Carmen Conesa en la puesta en escena que, a principios de este mismo año, se pudo ver en la Sala Margarita Xirgu del Teatro Español.

Deogracias Gratis et Amore (IX)





Decía un artículo de 1926 que existen “escritores probos y escritores vanales y cleptómanos”. De la segunda calaña ofrecía un par de ejemplos:

«Ha habido quien intentó cobrar dos veces un artículo publicado. ¿Y qué no decir en cuanto a los llamados refritos? Dos poetas hay actualmente en Madrid, que son los maestros en esto. El uno sorprendió la buena fe de dos importantes publicaciones de la corte, y con ello consiguió que apareciese el mismo verso en ambas, con sólo una semana de intervalo. Y el otro, tras haber publicado una poesía en una de esas importantes revistas gráficas, se presentó un día, a los pocos meses, y la entregó, como si fuera nueva, al Director. Este le dijo: “Pero, hombre, C., si esto lo publicamos ya”. Y el vate le contestó: “Sí, es verdad; pero sabe usted que, por lo general, en España hace falta insertar tres veces la misma composición, porque la primera, el lector no la mira siquiera; la segunda, suele leer el título, y la tercera, es cuando se decide llegar desde éste a la firma”».

El vate vistió con ingenio el prosaico argumento que podría dar cualquier fulanito: que sólo a partir de la tercera publicación –y del tercer cobro– empezaba a rendirle algún beneficio menear la pluma. Habría que emprender una campaña contra la mala prensa que acarrean los autores de refritos si no fuese porque, como ya era público y notorio en 1926, «no podemos creer que haya hoy editor émulo de Harpagón». Ni de Harpagón, ni de Caco, que no se sabe de ningún director que en 2016 publique tres veces un mismo artículo pagándolo sólo la primera… con calderilla y deo gracias.