De todos los domicilios que ocupó María Zambrano durante su exilio romano, entre 1953 y 1964, el más presente en sus evocaciones fue el que se encontraba en el número 3 de la Piazza del Popolo, justo encima del Caffè Rosati. Compartió aquel piso, vecino de las iglesias gemelas de Santa Maria dei Miracoli y Santa Maria di Montesanto, con su hermana Araceli y sus gatos. Cuentan que uno de los motivos que decidió a María Zambrano a abandonar Roma fueron las repetidas denuncias anónimas contra ella y sus gatos. Al parecer, la familia gatuna llegó a sumar, según el testimonio de Jaime Salinas, más de treinta miembros, pero no deja de sorprender que los felinos, incluso en ese número, fuesen considerados molestos en una ciudad que bien podría decirse que tiene como animal sagrado al gato.
Pocos de los que llegan a Roma están avisados de esta circunstancia. Todavía en su ignorancia y rindiendo gustosos culto al relato mitológico, acuden sin pérdida de tiempo al Campidoglio para buscar en una de las salas de los Museos Capitolinos la representación de la loba que amamantó a Rómulo y Remo. Llegan allí a venerarla, para lo que olvidan deliberadamente que es una obra del siglo V a. C. realizada en talleres etruscos o quizás de la Magna Grecia y, en cualquier caso, muy anterior a la leyenda sobre los orígenes de la ciudad. También borran de su memoria que los gemelos que buscan con sus bocas las hinchadas ubres de la lupa capitolina son una trampa, un añadido del siglo XV. Los peregrinos recién llegados a Roma no tienen el ánimo para discutir el símbolo de la Mater Romanorum, puesto que no quieren pasar por unos descreídos. Será cuestión de poco tiempo que descubran que esas pequeñas mentiras no dañan el mito, del mismo modo que no va en su perjuicio el que los romanos idolatren hoy a otros mamíferos, los gatos.
Pocos de los que llegan a Roma están avisados de esta circunstancia. Todavía en su ignorancia y rindiendo gustosos culto al relato mitológico, acuden sin pérdida de tiempo al Campidoglio para buscar en una de las salas de los Museos Capitolinos la representación de la loba que amamantó a Rómulo y Remo. Llegan allí a venerarla, para lo que olvidan deliberadamente que es una obra del siglo V a. C. realizada en talleres etruscos o quizás de la Magna Grecia y, en cualquier caso, muy anterior a la leyenda sobre los orígenes de la ciudad. También borran de su memoria que los gemelos que buscan con sus bocas las hinchadas ubres de la lupa capitolina son una trampa, un añadido del siglo XV. Los peregrinos recién llegados a Roma no tienen el ánimo para discutir el símbolo de la Mater Romanorum, puesto que no quieren pasar por unos descreídos. Será cuestión de poco tiempo que descubran que esas pequeñas mentiras no dañan el mito, del mismo modo que no va en su perjuicio el que los romanos idolatren hoy a otros mamíferos, los gatos.
Los gatos forman parte del paisaje urbano. Igual se asoman a una ventana del Trastévere para mirar displicentes a los transeúntes, que pasean entre las ruinas del área sacra del Largo Argentina y sestean en el mismo lugar que ocupó la Curia de Pompeyo, donde en los Idus de marzo del año 44 a. C. –desdiciendo los buenos augurios que se atribuían a esa fecha- Julio César fue asesinado. Y no se sabe muy bien si han elegido este lugar sagrado de la Roma republicana porque poseen un reverencial sentido de la Historia o porque les resulta absolutamente indiferente -a ellos que disfrutan de siete vidas- el magnicidio en el que colaboró –sí, también él- Bruto.
Los gatos más hermosos y, cabe sospechar, más felices de Roma son los que viven en el cimitero acattolico, muy cerca de la Porta San Paolo y a la sombra de la pirámide que fue construida como monumento sepulcral del pretor y tribuno Caio Cestio Epulión en el año II a. C. Ni siquiera el rumor del tráfico de las calles adyacentes puede estropear el encanto del que más parece un jardín romántico. Aquí fueron enterrados John Keats y Percy Bysshe Shelley y, por esa razón, el lugar se ha convertido en ineludible destino de una peregrinación literaria y laica que, antes o después, también conduce a la Casina Rossa de Piazza di Spagna. Los mismos gatos parecen llegados hasta aquí para rendir tributo a ambos poetas. A partir de mi reciente visita, estoy incluso dispuesta a admitir que quizás hayan leído sus obras. Al menos de la capacidad lectora de uno de ellos no me cabe la menor duda. Allí lo encontré, detenido durante minutos y minutos ante una lápida en memoria de Axel Munthe, torciendo la cabeza para evitar el sol que amenazaba con deslumbrarlo e impedirle la lectura de la larga inscripción, ajeno por completo a la presencia de quienes curioseábamos a su alrededor, absolutamente atónitos ante la escena. Supuse que a mis amigos gatófilos les encantaría recibir las fotos que atestiguaban las capacidades de aquel animal ilustrado. Así fue, si bien una de mis corresponsales, que, además de sentir reverencial amor por los gatos, está investida de la autoridad que le confiere un doctorado en Biología, no tuvo reparos en desmontar la leyenda que yo había construido sobre el gato lector al que ya idolatraba: es un hecho científico incontestable –me hizo notar- que un gato con el pelaje de ese color no es gato, sino gata. Tenía que haberlo sospechado; al fin y al cabo, las encuestas atribuyen al sexo femenino mayor gusto por la lectura. Por otra parte, sólo una gata podría compartir con la loba la representación simbólica de Roma.
2 comentarios:
Dicen que las mujeres y los gatos hacen lo que les place y que los hombres y los perros deberían relajarse y acostumbrarse a esa idea… Si además de gato, es gata, no es de extrañar que lea mejor y más interesadamente que mucho varón humano. Algunos gatos no llegan a las siete vidas porque la curiosidad les mata. El hombre se cree más listo que el gato y organiza cacerías como las de Talavera. Pobre de ellos, y no digo de esos gatos asesinados, sino de los hombres, que ignoran que ya los egipcios dieron en el clavo asignándoles sabiduría máxima. La curiosidad es el impulso de los gatos… ¡¡y de los periodistas!! Desconocía que María Zambrano fuese amante de los gatos… pero siempre aprendo algo leyéndote. Y tus palabras te llevan a esa Roma de antaño y de ahora rodeada de gatos.
A veces me quedo mirando a mi gato fascinada, él pasea libre de la cama al ordenador y sube por todos los rincones de la casa. Incluso cuando no hace nada, me enseña algo. Dicen que los gatos son ariscos y traicioneros pero es mentira. Son precavidos y son inteligentes, son independientes y cariñosos. La primera foto de tu entrada, ese gato despierto y alerta, es muestra de ello. Aunque desconciertes, ya no vas a poder desligarte de tus palabras, y los gatos también te atraen. Será porque, en verdad, tienes mucho que ver con ellos: de los gatos se aprende mucho, muchísimo. Te contagian la pasión y la curiosidad. Te pillan desprevenidos y te sorprenden. Y también sacan las uñas y no los entiendes. Y al final, acabas queriéndolos mucho.
No me reconozco gata -y no sólo porque no acostumbre a sacar las uñas. De todas formas, muchísimas gracias por el comentario, anónima lectora.
Publicar un comentario