A principios de mayo, los sabugos de la Via Appia Antica ya habían florecido, para sorpresa de una gallega que siempre aguardó las modestas flores de este arbusto para el mes de junio. Parecían el anticipado tributo silvestre que la naturaleza coloca en los restos de los monumentos sepulcrales que flanquearon la más famosa de las carreteras consulares, la Regina viarum. Hace falta un gran esfuerzo de imaginación o repasar los grabados de Piranesi para hacerse una idea de la estampa que ofrecía esta salida de Roma en la que, junto a las fastuosas villas de los patricios, se levantaron humildes sepulturas y también grandiosos edificios funerarios, como el de Cecilia Metella. En la zona también se encuentran las catacumbas de San Sebastiano, Santa Domitilla y San Callisto. Estas últimas son el lugar más frecuentado de la vía, quizás porque allí los autobuses fletados por las agencias de turismo disponen de amplios aparcamientos donde aguardar a que sus pasajeros hagan la visita de rigor antes de conducirlos a otro de los destinos de la Roma imprescindible que enumeran las guías de la ciudad.
Son muy pocos los que se toman el par de minutos que separan estos enterramientos cristianos de las Fosas Ardeatinas, en realidad, otras catacumbas. Fueron el escenario de la masacre cometida el 24 de marzo de 1944 por las fuerzas de ocupación alemanas, bajo la dirección de Herbert Keppler, jefe la Gestapo en Roma. 335 personas fueron asesinadas en represalia por el atentado de un grupo de partisanos contra soldados de las SS, en Via Rasella, el día anterior. Los alemanes colocaron explosivos para enterrar los cadáveres y la memoria de la ignominia. Hoy siguen abiertos dos grandes boquetes, resultado de la detonación, pero las víctimas han sido exhumadas y reposan en un mausoleo en tumbas identificadas con sus nombres. El silencio aquí es mineral y no precisamente porque el lugar recuerde haber sido una mina de puzolana.
Otro rastro de la memoria de la ocupación alemana de Roma se encuentra en el rione XI, el de Sant’Angelo, más conocido como la città degli Ebrei o el guetto. Se trata de un pequeño rincón, el Largo 16 ottobre 1943. Éste fue el día de la grande razzia que supuso la detención de un millar de judíos, luego deportados a campos de concentración nazis. Así se explica que, más o menos aquí, una anciana de la película Gente di Roma, de Ettore Scola, se desvanezca absolutamente conmocionada al ver, seis décadas después de aquella fecha, a soldados nazis idénticos a los de entonces deteniendo de nuevo a los judíos. Nadie le ha advertido que es el rodaje de una película, a ella, que lleva tatuado en su brazo el número que la marca como superviviente de un Lager.
De Roma a Florencia; de Termini a la estación de Santa Maria Novella. El tren que nos trae quizás se detenga junto al andén donde una placa –que, de no llegar guiados por un azar con veleidades de historiador, pasaría completamente inadvertida– recoge el sobrio y emocionado recuerdo de que ésta fue la última vista de la ciudad que tuvieron quienes partieron de aquí el 8 de marzo de 1944 con destino a los campos de exterminio del Reich.
Sería muy fácil afirmar que estos lugares –una mina abandonada, un rincón de la ciudad o una estación ferroviaria- son espacios arqueológicos, catacumbas sin ni siquiera interés turístico, en el país en el que acaban de ser atacados e incendiados cinco campamentos de gitanos de origen rumano y que prepara disposiciones legales que convertirán en delincuentes a los inmigrantes sin papeles, que requerirán a quienes soliciten la residencia acreditar un determinado nivel de renta mínima, y que obligarán a someterse a pruebas de ADN que demuestren el vínculo de parentesco a los familiares de un inmigrante que aspiren a establecerse junto a él. En realidad, el ordenamiento jurídico se apresura a apuntalar una política social que ha permitido la existencia de los guetos en los que se ha recluido a los rumanos, muchos establecidos en el país desde hace décadas o que han nacido ya en él.
El holocausto judío no concierne únicamente a la historia alemana, porque sólo fue posible en el semillero del odio antisemita que secularmente compartió toda Europa, en donde se tomó prestada la palabra italiana ghetto porque servía para designar una realidad próxima y propia. Auschwitz –el último estadio de una burocracia y un aparato legal que comenzó decretando la muerte cívica, política y económica de quienes fueron señalados como extraños y enemigos– no es un relato periclitado, sino una pregunta abierta sobre los abismos del alma humana. Y la “caza de los sin papeles” que se está viviendo en Italia no es sólo, como nos la presentan, un nuevo exceso del excesivo Berlusconi: es la proclamación en voz alta, sin rebozo, complejos, ni hipocresías, de un sentimiento y una política que comparte Europa, esa que hace exámenes de lengua y cultura a los inmigrantes que solicitan la reagrupación familiar; la que utiliza el eufemismo de centros de estancia temporal de inmigrantes para referirse a las cárceles en las que se retiene durante meses o años a quienes se dispensa el tratamiento de delincuentes, aunque, de acuerdo con la letra de la ley, sólo han cometido una irregularidad administrativa, y la que crea guetos de inmigrantes en las ciudades y en el sistema educativo. Ni siquiera la insolente desfachatez de las proclamas xenófobas puede considerarse una peculiaridad italiana, porque, sin ir más lejos, hace pocos días la Federación de Asociaciones de Vecinos de Lugo no tuvo reparo alguno en solicitar la creación de un censo de los gitanos e inmigrantes que viven en la ciudad.
Son muy pocos los que se toman el par de minutos que separan estos enterramientos cristianos de las Fosas Ardeatinas, en realidad, otras catacumbas. Fueron el escenario de la masacre cometida el 24 de marzo de 1944 por las fuerzas de ocupación alemanas, bajo la dirección de Herbert Keppler, jefe la Gestapo en Roma. 335 personas fueron asesinadas en represalia por el atentado de un grupo de partisanos contra soldados de las SS, en Via Rasella, el día anterior. Los alemanes colocaron explosivos para enterrar los cadáveres y la memoria de la ignominia. Hoy siguen abiertos dos grandes boquetes, resultado de la detonación, pero las víctimas han sido exhumadas y reposan en un mausoleo en tumbas identificadas con sus nombres. El silencio aquí es mineral y no precisamente porque el lugar recuerde haber sido una mina de puzolana.
Otro rastro de la memoria de la ocupación alemana de Roma se encuentra en el rione XI, el de Sant’Angelo, más conocido como la città degli Ebrei o el guetto. Se trata de un pequeño rincón, el Largo 16 ottobre 1943. Éste fue el día de la grande razzia que supuso la detención de un millar de judíos, luego deportados a campos de concentración nazis. Así se explica que, más o menos aquí, una anciana de la película Gente di Roma, de Ettore Scola, se desvanezca absolutamente conmocionada al ver, seis décadas después de aquella fecha, a soldados nazis idénticos a los de entonces deteniendo de nuevo a los judíos. Nadie le ha advertido que es el rodaje de una película, a ella, que lleva tatuado en su brazo el número que la marca como superviviente de un Lager.
De Roma a Florencia; de Termini a la estación de Santa Maria Novella. El tren que nos trae quizás se detenga junto al andén donde una placa –que, de no llegar guiados por un azar con veleidades de historiador, pasaría completamente inadvertida– recoge el sobrio y emocionado recuerdo de que ésta fue la última vista de la ciudad que tuvieron quienes partieron de aquí el 8 de marzo de 1944 con destino a los campos de exterminio del Reich.
Sería muy fácil afirmar que estos lugares –una mina abandonada, un rincón de la ciudad o una estación ferroviaria- son espacios arqueológicos, catacumbas sin ni siquiera interés turístico, en el país en el que acaban de ser atacados e incendiados cinco campamentos de gitanos de origen rumano y que prepara disposiciones legales que convertirán en delincuentes a los inmigrantes sin papeles, que requerirán a quienes soliciten la residencia acreditar un determinado nivel de renta mínima, y que obligarán a someterse a pruebas de ADN que demuestren el vínculo de parentesco a los familiares de un inmigrante que aspiren a establecerse junto a él. En realidad, el ordenamiento jurídico se apresura a apuntalar una política social que ha permitido la existencia de los guetos en los que se ha recluido a los rumanos, muchos establecidos en el país desde hace décadas o que han nacido ya en él.
El holocausto judío no concierne únicamente a la historia alemana, porque sólo fue posible en el semillero del odio antisemita que secularmente compartió toda Europa, en donde se tomó prestada la palabra italiana ghetto porque servía para designar una realidad próxima y propia. Auschwitz –el último estadio de una burocracia y un aparato legal que comenzó decretando la muerte cívica, política y económica de quienes fueron señalados como extraños y enemigos– no es un relato periclitado, sino una pregunta abierta sobre los abismos del alma humana. Y la “caza de los sin papeles” que se está viviendo en Italia no es sólo, como nos la presentan, un nuevo exceso del excesivo Berlusconi: es la proclamación en voz alta, sin rebozo, complejos, ni hipocresías, de un sentimiento y una política que comparte Europa, esa que hace exámenes de lengua y cultura a los inmigrantes que solicitan la reagrupación familiar; la que utiliza el eufemismo de centros de estancia temporal de inmigrantes para referirse a las cárceles en las que se retiene durante meses o años a quienes se dispensa el tratamiento de delincuentes, aunque, de acuerdo con la letra de la ley, sólo han cometido una irregularidad administrativa, y la que crea guetos de inmigrantes en las ciudades y en el sistema educativo. Ni siquiera la insolente desfachatez de las proclamas xenófobas puede considerarse una peculiaridad italiana, porque, sin ir más lejos, hace pocos días la Federación de Asociaciones de Vecinos de Lugo no tuvo reparo alguno en solicitar la creación de un censo de los gitanos e inmigrantes que viven en la ciudad.
A la sombra de los sabugos que crecen junto a las Fosas Ardeatinas leemos lo que dejó escrito, a modo de advertencia, Primo Levi en Si esto es un hombre:
“Habrá muchos, individuos o pueblos, que piensan, más o menos conscientemente, que ‘todo extranjero es un enemigo’. En la mayoría de los casos esta convicción yace en el fondo de las almas como una infección latente; se manifiesta sólo en actos intermitentes e incoordinados, y no está en el origen de un sistema de pensamiento. Pero cuando éste llega, cuando el dogma inexpresado se convierte en la premisa mayor de un silogismo, entonces, al final de la cadena está el Lager. Él es producto de un concepto del mundo llevado a sus últimas consecuencias con una coherencia rigurosa: mientras el concepto subsiste las consecuencias nos amenazan. La historia de los campos de destrucción debería ser entendida por todos como una siniestra señal de peligro”.
Claro que la Europa escandalizada por los desafueros demagógicos de Berlusconi considerará, al mismo tiempo, de un alarmismo injustificado las palabras del escritor. Quizás sea porque ha desactivado su testimonio, al creerlo alusivo a un pasado carente de significado para el presente; quizás sea porque ha reducido su experiencia del horror a mera arqueología.
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