Fueron los bárbaros de Totila quienes, en el siglo VI, iniciaron el sistemático saqueo que sufrió el Coliseo. Destrozaron parte de su arquitectura para apoderarse de las grapas de bronce que unían los bloques de travertino. Hoy siguen siendo visibles, como heridas imposibles de cicatrizar, los agujeros en los que se hendían aquellas piezas. El anfiteatro se convirtió a partir de entonces en una cantera que suministró los preciosos materiales con los que se construyeron muchos de los palacios e iglesias de la ciudad, destino verdaderamente privilegiado, si se tiene en cuenta que otros muchos terminaron en los hornos y reducidos a cal. El expolio sólo se detuvo a mediados del siglo XVIII, cuando Benedicto XIV, recordando que la tradición señalaba que éste había sido el lugar del martirio de los primeros cristianos, lo consagró a la Pasión de Cristo y construyó en torno a la arena las catorce estaciones de un vía crucis.
El emperador Foca cedió en el año 608 el Panteón, que había permanecido abandonado durante los dos últimos siglos, a Bonifacio IV, quien lo convirtió en iglesia cristiana. Los papas no sólo se tomaron la licencia para modificar el templo según criterios que hoy espantan por su falta de respeto a la arquitectura original, sino que también se arrogaron el derecho a despojarlo de muchas de sus riquezas. El emperador bizantino Constante II le arrebató la cubierta de bronce dorado que cubría la cúpula en el 663 y Urbano VIII utilizó esa misma aleación, en este caso, procedente de las vigas del pórtico para construir ochenta cañones para el Castel Sant’Angelo y las cuatro columnas torsas del baldaquino de Bernini en la Basílica de San Pedro. Apreciar la belleza de esta obra no impidió a Stendhal llorar al recordar la procedencia del material con que fue realizada. Lo de los cañones parece más difícilmente disculpable y es como para, todavía hoy, solicitar a todos los dioses romanos, incluido Marte, nuevas lágrimas una vez las hayamos derramado todas en el Vaticano.
Este Urbano VIII era miembro de la familia de los Barberini, la misma que también recurrió a la cantera del Coliseo para levantar el palacio que se encuentra en Via delle Quattro Fontane. Una ingeniosa frase recuerda la inestimable colaboración de aquella saga familiar en el saqueo y la destrucción de los restos que pervivían de la antigua Roma: “Quod non fecerunt barbari, fecerunt Barberini” (“Lo que no hicieron los bárbaros, lo hicieron los Barberini”).
Stendhal invita a la condescendencia: “Si la Roma del clero no hubiera sido construida a expensas de la Roma antigua, tendríamos muchos más monumentos de los romanos; pero la religión cristiana no hubiera hecho una alianza tan íntima con la belleza; no veríamos hoy ni San Pedro, ni tantas iglesias magníficas”. Es más, la Roma del clero, aquella que primero mutiló y devastó el legado de la Roma pagana, terminó en algunos casos por salvar de la destrucción total ciertas construcciones, por asegurar siquiera fuese la pervivencia de sus ruinas al consagrarlas y reconvertidas en lugares para el culto y la liturgia cristiana.

Junto a las huellas visibles de la Roma imperial están las invisibles, no menos determinantes para la ciudad. Cuentan que Miguel Ángel, en los descansos de sus trabajos en el Vaticano, gustaba de pasear por las ruinas del Foro y del Coliseo. “Iba –escribió Stendhal- a elevar su alma al tono necesario para sentir las bellezas y los defectos de su propio dibujo de la cúpula de San Pedro. Tal es el poder de la belleza sublime; un teatro da ideas para una iglesia”. Provoca cierta desazón comprender que nunca alcanzaremos a descubrir todas las ideas que, además de materiales de construcción, suministró la antigua Roma y que palpitan, como un corazón secreto, en la Roma por la que hoy paseamos.
De pronto, recordamos que veníamos advertidos por Goethe del desasosiego que provoca en el espectador la dificultad de penetrar en el misterio de la existencia de la ciudad:
“Cuando percibes una existencia con una antigüedad de dos mil años, transformada de formas tan diversas y de modo tan radical y, no obstante, continúas pisando el mismo suelo, contemplando la misma colina, incluso a menudo la misma columna y la misma muralla que hace tanto tiempo, y cuando descubres en el pueblo vestigios del antiguo carácter, te conviertes en testigo de las grandes decisiones del destino, y así al observador le resulta al principio dificultoso discernir cómo Roma sucede a Roma, no solamente la ciudad nueva a la antigua, sino también cómo se suceden las diferentes épocas de la Roma antigua y moderna”.
Quizás demasiado tarde comprendimos que sólo hay una Roma, que Roma sucede a Roma, haciéndose eterna.
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