Mal de escuela

Mi recuerdo del colegio es horrible. Fui una magnífica estudiante: mis cuadernos eran pulcros, hacía obedientemente los deberes, nunca jamás dije a mis padres que no quería ir a las clases y mis boletines de notas eran excelentes. Y, sin embargo, mis recuerdos escolares son horripilantes.

Enterré durante mucho tiempo la memoria de aquellos años de tareas absurdas –copia cincuenta veces esta frase, cien veces, doscientas veces-; de deberes que eran trabajos forzados que consumían las tardes sin tiempo para jugar; de tediosos e infinitos ejercicios de memorización de listas y temas que no importaba si comprendía; de descansos entre dos clases ocupados con la resolución de una raíz cuadrada –prohibido hablar con la compañera de pupitre-; de tarimas como potros de tormento, donde la maestra me toma la lección y aguarda a que le dé una mínima excusa para humillarme ante mis compañeras; de las clases en las que se estudiaban las consecuencias negativas y también las positivas (sic) de la II Guerra Mundial; de los intentos de inculcarnos un miedo atroz a la vida y de matar cualquier manifestación de nuestra irreprimible vitalidad; de prohibiciones, en especial, la de preguntar por qué; de los miércoles con la frente manchada de ceniza y un sermón admonitorio y tremebundo sobre la muerte retumbando en la cabeza; de profecías apocalípticas, como las de aquel día de 1982 tras unas elecciones cuando se anunció la inminente y sacrílega persecución que comenzaría arrancando el crucifijo de encima de la pizarra; de las últimas horas del domingo en las que el sonido del carrusel deportivo que escuchaba mi padre en el transistor era el negro anuncio de una nueva semana que reconocía que comenzaba ya, en ese mismo instante, por el agujero que se abría en el estómago; del sentimiento perpetuo que la niña que fui tenía de pecado y culpa; de remordimientos porque nunca había estudiado lo suficiente; de maestras que no conocían otro método pedagógico que el castigo y que supieron convencerme de que siempre era merecedora de él, incluso cuando el castigo no llegaba; años de crueldad y violencia, de ininterrumpidas y sofisticadas torturas; de disciplina, que era el nombre que se le daba a la sumisión; de respeto, que era como llamaban a mi miedo; de los esfuerzos por hacer lo que se esperaba de mí, pero que nunca resultaban suficientes para lograr una palabra, no ya de celebración o enhorabuena, ni siquiera de aliento.

Durante mucho tiempo permanecieron en el olvido aquellos años de lectura de las páginas en papel biblia de los documentos del Concilio Vaticano II y de sometimiento a una educación cuyos criterios pedagógicos parecían dictados por el Concilio de Trento. Aquella memoria, que podría ocupar la vida profesional entera de un psicoanalista, terminó por regresar viva, tan dolorosamente viva que me impide bromear con los recuerdos escolares y perdonar a aquellas monjas y profesoras, sádicas y satánicas, que nos odiaban y a las que todavía guardo un profundo y violento rencor.

Mondadori acaba de publicar el libro Mal de escuela. En él Daniel Pennac habla del mal estudiante que fue y de los malos estudiantes que son, esos que representan un reto para el profesor y que justifican plenamente su dedicación. La pedagogía ha dado prestigio y atención al mal estudiante; ha dejado desamparado al buen estudiante. Él no plantea problemas: es disciplinado en las clases y sus calificaciones hablan de la excelencia de su rendimiento académico. No parece haber motivo de preocupación. ¿Quién sospecha que el buen alumno puede sentirse desatendido, excluido por la escuela? ¿Quién imagina que el buen estudiante puede padecer una crónica insatisfacción, sufrir la vacuidad de sus tareas, el desaliento de una búsqueda de no sabe qué o el cansancio de mendigar respuestas a preguntas que no le permiten formular? ¿Quién entiende que para ese alumno el estudio es sólo un refugio que no lo refugia de nada? ¿Quién es capaz de detectar la tristeza de ese estudiante inadaptado cuyas calificaciones dicen que está perfectamente adaptado?

Dice Pennac: “Basta un profesor -¡uno solo!- para salvarnos de nosotros mismos”. Cierto, un solo profesor también puede salvar al que formalmente pasa por ser un buen estudiante. Siento que fui muy afortunada: aunque tuve que aguardar al bachillerato, encontré a más de un profesor que me redimió (ya sé, el verbo me delata). Cómo lo lograron es una hermosa historia protagonizada por unos profesores con una exquisita sensibilidad y una infinita generosidad.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

"Cómo lo lograron es una hermosa historia protagonizada por unos profesores con una exquisita sensibilidad y una infinita generosidad."

Que es en lo que usted, sin duda, se ha convertido.

Un alumno.

Anónimo dijo...

Sin duda, son mejores los profesores de ahora, que sin saber quién descubrió la penicilina te hacen pasar de curso... Nos quejamos de vicio.

Lieschen dijo...

Tengo contraída una deuda que nunca podré pagar con aquellos profesores y aquellos alumnos que han derrochado y derrochan su generosidad conmigo.