Dice Arcadi Espada en Periodismo práctico:
“Hay un momento fundamental en la relación entre la política y el periodismo que sería muy interesante precisar. El momento en que el parlamentario ya no se dirige a sus iguales, sino que vuelve la cara y el sentido de su discurso hacia la prensa. Antes de que se instalara, el parlamentario desplegaba sus instrumentos de convicción entre sus colegas, con instinto, incluso, de pavo real. Es el momento de la gran oratoria. Es perceptible el orgullo de las ideas, la confianza en la argumentación. De algún modo, la partida no estaba jugada. Nada que ver con lo de hoy. Las consecuencias son evidentes. El diputado de hoy ensaya un discurso donde la persuasión es secundaria. El diputado sabe que no va a convencer a nadie. Sus palabras van dirigidas a los medios. Para convencer a los medios se precisan menos los argumentos que los fogonazos”.
El momento que Arcadi Espada llama a precisar, aquel en que el parlamentario dejó de hablar para el Parlamento, fue cuando en él entraron la radio y la televisión. Y para decirlo todo, habría que añadir que los políticos tuvieron la lucidez de intuir, incluso antes de que a los medios audiovisuales se les franquease el paso a la sede legislativa, que esa nueva presencia iba a cambiar las reglas del juego.
Es bien conocido el uso que Churchill hizo de la radio durante la II Guerra Mundial. Pues bien, en 1942, el primer ministro británico propuso que el discurso que iba a pronunciar en la Cámara de los Comunes sobre su reciente viaje a EEUU y Canadá fuese grabado en disco y radiado la misma noche para el público. “Ello me evitaría –argumentó– la fatiga que supone pronunciar una segunda peroración”. Es más, sugería que el procedimiento se repitiese durante la guerra, en los futuros casos de mensajes de interés para la nación. La respuesta de los diputados a la propuesta fue contundente: no, de ninguna manera. El proyecto de Churchill fue considerado un “anatema imperdonable”: “Apartarse de los viejos hábitos en un país gobernado por el ‘hábito’ es siempre una apostasía”, escribió, interpretando el sentir de los Comunes, Augusto Assía en una crónica recogida en el libro Cuando yunque, yunque. Pero no se trataba sólo de un simple conservadurismo de las formas consagradas por la tradición, sino también de la sospecha de que el discurso concebido para ser radiado sería necesariamente distinto al que se pronunciaría sin el testigo de aquel medio de comunicación. El periodista gallego registraba en su artículo otro criterio que estaba siendo manejado:
“La misma oratoria de los Comunes resultaría impropia para el público. De dimensiones muy reducidas y de forma cuadrangular en vez de circular, como los Parlamentos de otros países, el escenario de la Cámara de los Comunes no invita a la oratoria de gran estilo. Churchill mismo ha explicado mejor que nadie cómo esta circunstancia arquitectónica ha determinado, en gran parte, la creación de una oratoria sofrenada, entre familiar y erudita, característica de los Comunes, encaminada a impresionar antes los registros de la razón que los de la emoción”.
El argumento era, pues, que el discurso quedaría modificado si, en lugar de estar dirigido al speaker que preside las sesiones de la Cámara, tenía por destinatario el público de la radio. El uso propagandístico que de este nuevo medio se estaba haciendo durante la II Guerra Mundial, tanto por parte de los países aliados como por las potencias del Eje, hacía temer que la razón fuese sustituida por la emoción. Y en ese sentido ha de entenderse lo que se pudo leer entonces en un periódico británico: “Apelar a la emotividad de las masas, en vez de la reflexión de la Cámara de los Comunes, conduciría inexorablemente a la dictadura”. Pues bien, hubo que aguardar más de tres décadas, a 1978, para asistir a las primeras transmisiones regulares por radio de las sesiones de la Cámara de los Comunes.
El mismo Winston Churchill que se había presentado como un adelantado a su tiempo defendiendo la entrada de la radio en los Comunes afirmó, cuando se reanudaron las emisiones televisivas de la BBC tras la II Guerra Mundial: “Sería un escándalo que los debates del Parlamento se dieran antes en ese invento mecánico de la televisión”. El juicio era compartido por todos los políticos, ya fuesen conservadores o laboristas. La unanimidad explica que en cuantas ocasiones se debatió el asunto, los Comunes resolvieron negar la entrada a la televisión. Así, hasta 1988, cuando por undécima vez en veintidós años el asunto fue discutido de nuevo. Margaret Thatcher había fijado su postura poco antes: “Yo no creo que televisar la Cámara de los Comunes vaya a hacer aumentar su reputación. Tampoco creo que la Cámara de los Comunes haya mejorado desde que se transmite por la radio. En realidad, si es que ha servido para algo, ha sido para que el presidente tenga aún más dificultad para imponer el orden”. De esta forma, la primera ministra manifestaba su convencimiento de que la presencia de las cámaras iba a contribuir a que los parlamentarios cobrasen conciencia de participar en una puesta en escena y que la oposición actuase en consecuencia, es decir, sobreactuase, comportándose de un modo todavía más jaranero y alborotador. Lo que callaba era que sabía que ningún gobierno canadiense había sido reelegido para un segundo mandato desde que la televisión entró en su parlamento. Tampoco decía que los expertos habían estudiado la situación del sol en el tiempo de interpelación a la primera ministra: una hermosa luz dorada bañaba los escaños de la oposición, mientras los del gobierno quedaban en penumbra. Además, sus asesores temían que la televisión demostrase que, en realidad, Margaret Thatcher leía sus largas y detalladas respuestas, en lugar de hablar de memoria como podían llegar a creer quienes la escuchasen por la radio. En contra del criterio de la primera ministra, la entrada de la televisión –aquel “medio cruel”, como lo había calificado Harold Wilson en una entrevista concedida a David Frost– fue finalmente aprobada el 12 de junio de 1989 con los votos a favor de los laboristas, los diputados de partidos pequeños y algunos tories disidentes.
Quienes antes y mejor habían advertido que la presencia de la televisión iba a modificar la vida parlamentaria fueron los políticos. Según Arcadi Espada, los que parece que no se han enterado o que, cuando menos, actúan como si no estuviesen avisados, son los periodistas:
“El periodista, así, ya no es el narrador de una acción organizada, en cierto modo, al margen de su presencia. No es un extraño. Todo ha sido preparado para él. La primera obligación, pues, del periodista moderno es denunciar el factoide, aquello que ha sido construido exclusivamente en función de su presencia”.
El “factoide”, dice Arcadi Espada. Está bien. Pero mucho antes y mucho más claro lo explicó Margaret Thatcher: “Yo no creo que la televisión vaya a televisar nunca esta Cámara. Si lo hace, televisará únicamente una Cámara televisada, que será completamente distinta de la Cámara de los Comunes que nosotros conocemos”.
“Hay un momento fundamental en la relación entre la política y el periodismo que sería muy interesante precisar. El momento en que el parlamentario ya no se dirige a sus iguales, sino que vuelve la cara y el sentido de su discurso hacia la prensa. Antes de que se instalara, el parlamentario desplegaba sus instrumentos de convicción entre sus colegas, con instinto, incluso, de pavo real. Es el momento de la gran oratoria. Es perceptible el orgullo de las ideas, la confianza en la argumentación. De algún modo, la partida no estaba jugada. Nada que ver con lo de hoy. Las consecuencias son evidentes. El diputado de hoy ensaya un discurso donde la persuasión es secundaria. El diputado sabe que no va a convencer a nadie. Sus palabras van dirigidas a los medios. Para convencer a los medios se precisan menos los argumentos que los fogonazos”.
El momento que Arcadi Espada llama a precisar, aquel en que el parlamentario dejó de hablar para el Parlamento, fue cuando en él entraron la radio y la televisión. Y para decirlo todo, habría que añadir que los políticos tuvieron la lucidez de intuir, incluso antes de que a los medios audiovisuales se les franquease el paso a la sede legislativa, que esa nueva presencia iba a cambiar las reglas del juego.
Es bien conocido el uso que Churchill hizo de la radio durante la II Guerra Mundial. Pues bien, en 1942, el primer ministro británico propuso que el discurso que iba a pronunciar en la Cámara de los Comunes sobre su reciente viaje a EEUU y Canadá fuese grabado en disco y radiado la misma noche para el público. “Ello me evitaría –argumentó– la fatiga que supone pronunciar una segunda peroración”. Es más, sugería que el procedimiento se repitiese durante la guerra, en los futuros casos de mensajes de interés para la nación. La respuesta de los diputados a la propuesta fue contundente: no, de ninguna manera. El proyecto de Churchill fue considerado un “anatema imperdonable”: “Apartarse de los viejos hábitos en un país gobernado por el ‘hábito’ es siempre una apostasía”, escribió, interpretando el sentir de los Comunes, Augusto Assía en una crónica recogida en el libro Cuando yunque, yunque. Pero no se trataba sólo de un simple conservadurismo de las formas consagradas por la tradición, sino también de la sospecha de que el discurso concebido para ser radiado sería necesariamente distinto al que se pronunciaría sin el testigo de aquel medio de comunicación. El periodista gallego registraba en su artículo otro criterio que estaba siendo manejado:
“La misma oratoria de los Comunes resultaría impropia para el público. De dimensiones muy reducidas y de forma cuadrangular en vez de circular, como los Parlamentos de otros países, el escenario de la Cámara de los Comunes no invita a la oratoria de gran estilo. Churchill mismo ha explicado mejor que nadie cómo esta circunstancia arquitectónica ha determinado, en gran parte, la creación de una oratoria sofrenada, entre familiar y erudita, característica de los Comunes, encaminada a impresionar antes los registros de la razón que los de la emoción”.
El argumento era, pues, que el discurso quedaría modificado si, en lugar de estar dirigido al speaker que preside las sesiones de la Cámara, tenía por destinatario el público de la radio. El uso propagandístico que de este nuevo medio se estaba haciendo durante la II Guerra Mundial, tanto por parte de los países aliados como por las potencias del Eje, hacía temer que la razón fuese sustituida por la emoción. Y en ese sentido ha de entenderse lo que se pudo leer entonces en un periódico británico: “Apelar a la emotividad de las masas, en vez de la reflexión de la Cámara de los Comunes, conduciría inexorablemente a la dictadura”. Pues bien, hubo que aguardar más de tres décadas, a 1978, para asistir a las primeras transmisiones regulares por radio de las sesiones de la Cámara de los Comunes.
El mismo Winston Churchill que se había presentado como un adelantado a su tiempo defendiendo la entrada de la radio en los Comunes afirmó, cuando se reanudaron las emisiones televisivas de la BBC tras la II Guerra Mundial: “Sería un escándalo que los debates del Parlamento se dieran antes en ese invento mecánico de la televisión”. El juicio era compartido por todos los políticos, ya fuesen conservadores o laboristas. La unanimidad explica que en cuantas ocasiones se debatió el asunto, los Comunes resolvieron negar la entrada a la televisión. Así, hasta 1988, cuando por undécima vez en veintidós años el asunto fue discutido de nuevo. Margaret Thatcher había fijado su postura poco antes: “Yo no creo que televisar la Cámara de los Comunes vaya a hacer aumentar su reputación. Tampoco creo que la Cámara de los Comunes haya mejorado desde que se transmite por la radio. En realidad, si es que ha servido para algo, ha sido para que el presidente tenga aún más dificultad para imponer el orden”. De esta forma, la primera ministra manifestaba su convencimiento de que la presencia de las cámaras iba a contribuir a que los parlamentarios cobrasen conciencia de participar en una puesta en escena y que la oposición actuase en consecuencia, es decir, sobreactuase, comportándose de un modo todavía más jaranero y alborotador. Lo que callaba era que sabía que ningún gobierno canadiense había sido reelegido para un segundo mandato desde que la televisión entró en su parlamento. Tampoco decía que los expertos habían estudiado la situación del sol en el tiempo de interpelación a la primera ministra: una hermosa luz dorada bañaba los escaños de la oposición, mientras los del gobierno quedaban en penumbra. Además, sus asesores temían que la televisión demostrase que, en realidad, Margaret Thatcher leía sus largas y detalladas respuestas, en lugar de hablar de memoria como podían llegar a creer quienes la escuchasen por la radio. En contra del criterio de la primera ministra, la entrada de la televisión –aquel “medio cruel”, como lo había calificado Harold Wilson en una entrevista concedida a David Frost– fue finalmente aprobada el 12 de junio de 1989 con los votos a favor de los laboristas, los diputados de partidos pequeños y algunos tories disidentes.
Quienes antes y mejor habían advertido que la presencia de la televisión iba a modificar la vida parlamentaria fueron los políticos. Según Arcadi Espada, los que parece que no se han enterado o que, cuando menos, actúan como si no estuviesen avisados, son los periodistas:
“El periodista, así, ya no es el narrador de una acción organizada, en cierto modo, al margen de su presencia. No es un extraño. Todo ha sido preparado para él. La primera obligación, pues, del periodista moderno es denunciar el factoide, aquello que ha sido construido exclusivamente en función de su presencia”.
El “factoide”, dice Arcadi Espada. Está bien. Pero mucho antes y mucho más claro lo explicó Margaret Thatcher: “Yo no creo que la televisión vaya a televisar nunca esta Cámara. Si lo hace, televisará únicamente una Cámara televisada, que será completamente distinta de la Cámara de los Comunes que nosotros conocemos”.
2 comentarios:
Con la muerte de Margaret Thatcher, lo primero que me vino a la mente fueron todas aquellas historias de la Cámara de los comunes.
Eran los tiempos de la profe de hierro... :P
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