Joseph Roth vino al mundo en los cafés, en los cafés vieneses, aquellos locales que, sin dejar de ser espacios domésticos, fueron también una atalaya desde la que otear el mundo. El café ponía a disposición de sus clientes una riqueza hoy inimaginable de periódicos locales y extranjeros. Sentado a la mesa de un café vienés, Roth leyó la prensa del día y se descubrió a sí mismo como el espectador y el ciudadano del tiempo del que hablaban aquellas hojas. Las noticias de la Gran Guerra desplazaron otros temas de conversación e intereses, convertidos, de repente, en triviales y frívolos pasatiempos propios de un diletante de la vida que Roth ya no podía ser. Soma Morgenstern, en Huida y fin de Joseph Roth, llegó a decir más: allí se incubó y manifestó “ese rasgo de su carácter que lo atrajo hacia el periodismo”.
Fue precisamente el periodismo el que llevó a Roth de Viena a Berlín, pero el viaje no supuso una deserción del café. Fue asiduo del Café des Westens, refugio de tantos otros escritores, periodistas, editores y pintores desde finales del siglo XIX y bautizado por el que suponemos el sentido del humor alemán como Café Grössenwahn, es decir, café de la megalomanía. Por allí pasó Julio Camba y, genuino hombre de café donde los hubiera, advirtió con claridad la transformación del café “bohemio y barriolatinesco” que había sido, en el local burgués, “elegante y fino, con paredes de mármol y servicios de plata”, que era en 1913. Aquella mudanza de su espíritu constituía, en realidad, el presagio de su desaparición. El Café des Westerns cerró, efectivamente, pocos años después, en 1921. Camba tituló “El café de las locuras de grandezas” la necrológica anticipada; Roth, “Richard sin reino” la necrológica más hermosa. ¿Quién era Richard?:
“¿Cómo? ¿Qué el mundo ya no recuerda quién es Richard? ¿Richard, el camarero encargado de los periódicos en el Café des Westens? Richard, que llevaba su joroba como un signo corporal de la nobleza de su espíritu; la joroba como símbolo de sabiduría y romanticismo. Su defecto físico compensaba las diferencias de rango y colocaba al camarero entre las filas, por los menos, de los periodistas de espalda recta. […] Fue concebido expresamente por el consejo literario de Dios Nuestro Señor y elegido por el jefe de prensa del cielo para ser el camarero encargado de los periódicos. Asistió a las idas y venidas de generaciones de literatos. Los vio desparecer en las cárceles u ocupar sillones de ministro, convertirse en revolucionarios y en agregados culturales. Y todos le dejaron a deber algún dinero. Él sabía qué camino tomarían, conocía su estilo. Sabía dónde se reimprimían sus escritos y les mantenía al corriente. Les lanzaba el periódico con la noticia como quien entrega un mensaje en una bandeja. […] Richard era un mecenas”.
Richard era el rey del Café des Westens y cuando el establecimiento cerró, él se convirtió en un “rey destronado”, en “personaje de drama sin dramaturgo”. Se trasladó, como la bohemia desalojada del Café des Westens, al Romanisches Café:
“Se sienta en cafés extraños y aguarda -¡cuánta miseria!- a que le pasen el periódico. Richard, en su día señor absoluto de la prensa nacional y extranjera, espera a que los camareros le traigan los periódicos. Él, que por así decirlo tenía el ius primae noctis, el derecho de pernada sobre las ediciones acabadas de imprimir, recibe ahora periódicos de segunda mano…”.
Joseph Roth colocó entre exclamaciones la intuición del insondable drama íntimo de Richard: “¡Quién sabe cuánto dolor no sintió al llegar a su patria en calidad de cliente y forastero, reclamando periódicos en lugar de repartirlos!”. Leyendo aquella prensa de segunda mano, “su alma pasea por los campos del pasado”, los campos que le pertenecieron y a los que él pertenece. Y así fue como Richard “fue olvidado por motivos históricos, como un escritor pasa de moda”. Roth firmó en 1923 esta evocación nostálgica.
Ha sido la lectura de Mendel, el de los libros, de Stefan Zweig, la que me ha recordado al Richard que Joseph Roth retrató en una de sus crónicas berlinesas. Jakob Mendel, personaje de la ficción concebida en 1929 por Zweig, había convertido el Café Gluck de Viena en “su taller, en su cuartel general, en su puesto de trabajo, en su mundo”. Así fue durante más de treinta años para aquel librero de viejo, absorto en sus catálogos, ajeno e indiferente a su tiempo:
“Jamás se había asomado a un periódico, ni había hablado nunca con otra persona. Pero, incluso cuando los vendedores ambulantes de periódicos armaban aquel escándalo para anunciar las ediciones extra y todos los demás se arremolinaban a su alrededor, él nunca se levantó ni prestó atención”.
Su aislamiento no lo salvó. Mendel había rehuido de su tiempo, pero el tiempo fue a buscarlo al café. Su inocencia o su ingenuidad no impidieron que la Gran Guerra lo arrancase del café, al que ya no pudo volver: “Mendel ya no era Mendel, como el mundo ya no era el mundo”. De igual modo que el café Gluck, ya no era el café Gluck.
Stefan Zweig se sirvió de Mendel para hacer el retrato y la crítica de sí mismo y de una parte de su generación, a la vista de lo que escribió en sus memorias:
“[…] nosotros, los jóvenes enteramente encapullados en nuestras ambiciones literarias, reparábamos poco en aquellas mutaciones peligrosas que se apoderaban de nuestra patria; sólo mirábamos cuadros y libros. No teníamos ni el más remoto interés en los problemas políticos y sociales. ¿Qué significaban aquellas contiendas aguadas en nuestra existencia? […] No vimos los signos de fuego escritos en la pared […]. Y sólo cuando, decenios después, los techos y las paredes se desplomaban sobre nuestras cabezas, reconocimos que, desde mucho tiempo atrás, los fundamentos estaban ya socavados y que, con el nuevo siglo, había comenzado simultáneamente en Europa el ocaso de la libertad individual”.
Los hombres nacidos en el café conocían perfectamente el espíritu de la institución. Por eso supieron advertir tan certeramente cómo algunas transformaciones eran heridas mortales. Los hombres nacidos en el café, siempre fueron del café, incluso cuando éste dejó de existir. Desterrados de una patria extinta, de un mundo derrumbado, de un tiempo periclitado, intuyeron la formidable potencia metafórica de la desaparición del café, sobre la que se sintieron impelidos a escribir, quizás en un ejercicio necesario para comenzar a comprender hasta qué punto el ocaso y muerte del café, como síntoma de tantos otros cambios, iba a afectar a su biografía. Es seguro que Zweig concibió a Mendel, el de los libros, para hablar de sí mismo. Quizás Roth también se sabía escribiendo sobre sí mismo cuando esbozó el retrato de Richard, el de los periódicos. Mendel, en el cenobio ensimismado del Café Gluck, ajeno a su tiempo y a los periódicos, y Richard, en la atalaya sobre el mundo del Café des Westens, viviendo su tiempo y dueño de los periódicos; Mendel y Richard, tan distintos, y, sin embargo, compartiendo destino: el exilio de una patria y de una época que dejó de existir, la que se resumía para ellos en el cálido refugio del café.
Fue precisamente el periodismo el que llevó a Roth de Viena a Berlín, pero el viaje no supuso una deserción del café. Fue asiduo del Café des Westens, refugio de tantos otros escritores, periodistas, editores y pintores desde finales del siglo XIX y bautizado por el que suponemos el sentido del humor alemán como Café Grössenwahn, es decir, café de la megalomanía. Por allí pasó Julio Camba y, genuino hombre de café donde los hubiera, advirtió con claridad la transformación del café “bohemio y barriolatinesco” que había sido, en el local burgués, “elegante y fino, con paredes de mármol y servicios de plata”, que era en 1913. Aquella mudanza de su espíritu constituía, en realidad, el presagio de su desaparición. El Café des Westerns cerró, efectivamente, pocos años después, en 1921. Camba tituló “El café de las locuras de grandezas” la necrológica anticipada; Roth, “Richard sin reino” la necrológica más hermosa. ¿Quién era Richard?:
“¿Cómo? ¿Qué el mundo ya no recuerda quién es Richard? ¿Richard, el camarero encargado de los periódicos en el Café des Westens? Richard, que llevaba su joroba como un signo corporal de la nobleza de su espíritu; la joroba como símbolo de sabiduría y romanticismo. Su defecto físico compensaba las diferencias de rango y colocaba al camarero entre las filas, por los menos, de los periodistas de espalda recta. […] Fue concebido expresamente por el consejo literario de Dios Nuestro Señor y elegido por el jefe de prensa del cielo para ser el camarero encargado de los periódicos. Asistió a las idas y venidas de generaciones de literatos. Los vio desparecer en las cárceles u ocupar sillones de ministro, convertirse en revolucionarios y en agregados culturales. Y todos le dejaron a deber algún dinero. Él sabía qué camino tomarían, conocía su estilo. Sabía dónde se reimprimían sus escritos y les mantenía al corriente. Les lanzaba el periódico con la noticia como quien entrega un mensaje en una bandeja. […] Richard era un mecenas”.
Richard era el rey del Café des Westens y cuando el establecimiento cerró, él se convirtió en un “rey destronado”, en “personaje de drama sin dramaturgo”. Se trasladó, como la bohemia desalojada del Café des Westens, al Romanisches Café:
“Se sienta en cafés extraños y aguarda -¡cuánta miseria!- a que le pasen el periódico. Richard, en su día señor absoluto de la prensa nacional y extranjera, espera a que los camareros le traigan los periódicos. Él, que por así decirlo tenía el ius primae noctis, el derecho de pernada sobre las ediciones acabadas de imprimir, recibe ahora periódicos de segunda mano…”.
Joseph Roth colocó entre exclamaciones la intuición del insondable drama íntimo de Richard: “¡Quién sabe cuánto dolor no sintió al llegar a su patria en calidad de cliente y forastero, reclamando periódicos en lugar de repartirlos!”. Leyendo aquella prensa de segunda mano, “su alma pasea por los campos del pasado”, los campos que le pertenecieron y a los que él pertenece. Y así fue como Richard “fue olvidado por motivos históricos, como un escritor pasa de moda”. Roth firmó en 1923 esta evocación nostálgica.
Ha sido la lectura de Mendel, el de los libros, de Stefan Zweig, la que me ha recordado al Richard que Joseph Roth retrató en una de sus crónicas berlinesas. Jakob Mendel, personaje de la ficción concebida en 1929 por Zweig, había convertido el Café Gluck de Viena en “su taller, en su cuartel general, en su puesto de trabajo, en su mundo”. Así fue durante más de treinta años para aquel librero de viejo, absorto en sus catálogos, ajeno e indiferente a su tiempo:
“Jamás se había asomado a un periódico, ni había hablado nunca con otra persona. Pero, incluso cuando los vendedores ambulantes de periódicos armaban aquel escándalo para anunciar las ediciones extra y todos los demás se arremolinaban a su alrededor, él nunca se levantó ni prestó atención”.
Su aislamiento no lo salvó. Mendel había rehuido de su tiempo, pero el tiempo fue a buscarlo al café. Su inocencia o su ingenuidad no impidieron que la Gran Guerra lo arrancase del café, al que ya no pudo volver: “Mendel ya no era Mendel, como el mundo ya no era el mundo”. De igual modo que el café Gluck, ya no era el café Gluck.
Stefan Zweig se sirvió de Mendel para hacer el retrato y la crítica de sí mismo y de una parte de su generación, a la vista de lo que escribió en sus memorias:
“[…] nosotros, los jóvenes enteramente encapullados en nuestras ambiciones literarias, reparábamos poco en aquellas mutaciones peligrosas que se apoderaban de nuestra patria; sólo mirábamos cuadros y libros. No teníamos ni el más remoto interés en los problemas políticos y sociales. ¿Qué significaban aquellas contiendas aguadas en nuestra existencia? […] No vimos los signos de fuego escritos en la pared […]. Y sólo cuando, decenios después, los techos y las paredes se desplomaban sobre nuestras cabezas, reconocimos que, desde mucho tiempo atrás, los fundamentos estaban ya socavados y que, con el nuevo siglo, había comenzado simultáneamente en Europa el ocaso de la libertad individual”.
Los hombres nacidos en el café conocían perfectamente el espíritu de la institución. Por eso supieron advertir tan certeramente cómo algunas transformaciones eran heridas mortales. Los hombres nacidos en el café, siempre fueron del café, incluso cuando éste dejó de existir. Desterrados de una patria extinta, de un mundo derrumbado, de un tiempo periclitado, intuyeron la formidable potencia metafórica de la desaparición del café, sobre la que se sintieron impelidos a escribir, quizás en un ejercicio necesario para comenzar a comprender hasta qué punto el ocaso y muerte del café, como síntoma de tantos otros cambios, iba a afectar a su biografía. Es seguro que Zweig concibió a Mendel, el de los libros, para hablar de sí mismo. Quizás Roth también se sabía escribiendo sobre sí mismo cuando esbozó el retrato de Richard, el de los periódicos. Mendel, en el cenobio ensimismado del Café Gluck, ajeno a su tiempo y a los periódicos, y Richard, en la atalaya sobre el mundo del Café des Westens, viviendo su tiempo y dueño de los periódicos; Mendel y Richard, tan distintos, y, sin embargo, compartiendo destino: el exilio de una patria y de una época que dejó de existir, la que se resumía para ellos en el cálido refugio del café.
2 comentarios:
El otro día estuve a punto de comprarme el Mendel de Zweig pero me pareció un poco caro para lo corto que era. Y eso que los libros de Zweig suelen ser baratos. Viéndolo aquí (recién estrenado café y maravilloso, por cierto), veo que hice mal.
Bueno, me quedo en un sofá de estos hasta el próximo encuentro :-)
Efectivamente, Acantilado se ha lanzado sin miramientos a explotar el negocio que ha encontrado en Zweig. Cabe suponer que le resulta más rentable hacer estas minúsculas ediciones de Zweig que reunir varios de sus textos en un único volumen.
En nuestro próximo encuentro no virtual (¡que sea pronto!), te paso el libro.
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