Otro periódico de papel ha muerto en EEUU, el Seattle Post-Intelligencer. Quedan clausurados 146 años de historia de una artesanía que trabajaba con tinta, papel y rotativas. Desde hace unos pocos días, la cabecera se fabrica sólo para internet. Y menos mal, porque no seríamos capaces de encontrar en el dolor que causaría la expiración definitiva del diario la digna entereza para grabar un RIP en su lápida cuando todavía estamos sumidos en el duelo por el “Goodbye, Colorado” del Rocky Mountain News. Por otra parte, empezamos a sospechar que, a este paso, las defunciones periodísticas van a dejar de ser noticia al perder, por pura reiteración, la excepcionalidad que requiere el género o bien van a terminar por envolver nuestra sensibilidad en la costra impermeable que genera la costumbre. En tanto no llega ese momento de embotamiento anestésico, sea disculpado este nuevo rapto de romanticismo fetichista de Lieschen.
Con la vista puesta en las dificultades del Seattle Post-Intelligencer y de sus compañeros de gremio, Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes de EEUU, ha solicitado que se exima a la prensa escrita de cumplir “estrictamente” con la ley anti-trust. La demanda nace de la convicción de que el fin justifica los medios. El laudable y noble fin es salvar la vida de decenas de periódicos locales en EEUU que ahora mismo agonizan; los medios, no poner trabas a la insaciable voracidad de los magnates de la comunicación para zamparse esos diarios, por más que de ese modo resulte apuntalado un ominoso monopolio informativo.
Aunque los periodistas no acostumbramos a derrochar muestras de solidaridad corporativa, pienso por un momento en el negro futuro laboral de mis compañeros de profesión. Más que por un sentimiento de fraternidad, es porque en su destino veo el mío propio y, entonces, aparco mis escrúpulos y me digo: hágase el milagro, aunque lo haga el diablo. Eso pienso como periodista amenazada por el desempleo. Como lectora de periódicos, me inquieta la impostura –que parece haber emprendido el camino de la perfección– de tener un único periódico que se vende en los kioscos bajo distintos nombres, creando la ilusión de una pluralidad que, en realidad, no existe. Mientras los lectores nos entretenemos pensando si podemos vivir de ilusiones, un Yahvé, furioso, inclemente y castigador como el del Antiguo Testamento, ya ha comenzado a reescribir el relato bíblico. Advertido de que la confusión de lenguas no ha hecho cejar a algunos periodistas en su empeño de levantar la torre de Babel, ha rectificado su sentencia y los condena ahora a hablar con el mismo lenguaje e idénticas palabras. Ésa es la divina providencia, no nos engañemos, aunque, por el momento, la hipocresía de Yahvé le haga guardar las apariencias y se presente como el ángel salvador de los nombres de algunos periódicos en lugar de mostrarse como el espíritu que, implacable, los fulminará.
Con la vista puesta en las dificultades del Seattle Post-Intelligencer y de sus compañeros de gremio, Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes de EEUU, ha solicitado que se exima a la prensa escrita de cumplir “estrictamente” con la ley anti-trust. La demanda nace de la convicción de que el fin justifica los medios. El laudable y noble fin es salvar la vida de decenas de periódicos locales en EEUU que ahora mismo agonizan; los medios, no poner trabas a la insaciable voracidad de los magnates de la comunicación para zamparse esos diarios, por más que de ese modo resulte apuntalado un ominoso monopolio informativo.
Aunque los periodistas no acostumbramos a derrochar muestras de solidaridad corporativa, pienso por un momento en el negro futuro laboral de mis compañeros de profesión. Más que por un sentimiento de fraternidad, es porque en su destino veo el mío propio y, entonces, aparco mis escrúpulos y me digo: hágase el milagro, aunque lo haga el diablo. Eso pienso como periodista amenazada por el desempleo. Como lectora de periódicos, me inquieta la impostura –que parece haber emprendido el camino de la perfección– de tener un único periódico que se vende en los kioscos bajo distintos nombres, creando la ilusión de una pluralidad que, en realidad, no existe. Mientras los lectores nos entretenemos pensando si podemos vivir de ilusiones, un Yahvé, furioso, inclemente y castigador como el del Antiguo Testamento, ya ha comenzado a reescribir el relato bíblico. Advertido de que la confusión de lenguas no ha hecho cejar a algunos periodistas en su empeño de levantar la torre de Babel, ha rectificado su sentencia y los condena ahora a hablar con el mismo lenguaje e idénticas palabras. Ésa es la divina providencia, no nos engañemos, aunque, por el momento, la hipocresía de Yahvé le haga guardar las apariencias y se presente como el ángel salvador de los nombres de algunos periódicos en lugar de mostrarse como el espíritu que, implacable, los fulminará.
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