

En efecto, el periodismo es reputado como una dedicación pequeña y, lo que es peor, castradora de algunas biografías llamadas a más altas tareas, por el sobado tópico que maneja la crítica. En el mejor de los casos, pretende el halago, aunque parezca errar el tiro dirigiéndolo a una hipotética potencialidad; y casi siempre, no logra esconder un cierto desdén, más o menos virulento, más o menos evidente, por la obra que realmente fue. El tópico constituye una de las más persistentes manifestaciones del desprestigio del periodismo al que, por otra parte, no han dejado de contribuir con sus declaraciones los mismos que lo ejercieron.
El propio Gaziel, por ejemplo. En reiteradas ocasiones, aludió a su primera vocación: “Jo pretenia arribar a ser un escriptor català famós”. El día de su sexagésimo segundo cumpleaños, encabezó un repaso a su trayectoria profesional con una referencia a aquel destino soñado y desviado por el periodismo: “Yo creo que nací siendo escritor. Si la suerte me hubiese sido favorable pienso que habría podido escribir obras importantes, quizá alguna gran obra –novela, ensayo, teatro, historia”. No cabe atribuir esta declaración a un sombrío sentimiento de frustración o derrota motivado por las circunstancias en las que escribió aquellas líneas -1949, cuando la guerra y la dictadura lo habían dejado “sense diari i sense professió”-, tampoco a un pesimismo surgido con la edad, cuando los años pesan y tientan a considerar precario cualquier balance. No, porque apreciaciones semejantes se pueden espigar en escritos suyos muy anteriores.

Es imposible saber si en 1923, cuando Gaziel publicó su semblanza de Miquel dels Sants Oliver, ya sentía reencarnando en sí mismo el conflicto entre literatura y periodismo que le atribuía a aquel. De ser así, lo que pareciera comprensión imaginativa del dilema biográfico de Oliver no sería más que conocimiento de primera mano de los sentimientos que él mismo albergaba al contemplar la encrucijada en la que abandonó el estudio de la filosofía y la historia por el periodismo. Cabe sospechar que, en efecto, cuando hablaba de Oliver también lo hacía, de algún modo, de sí mismo. Lo que es seguro es que los términos en los que en aquella ocasión se refirió a Oliver –la frustración de la íntima vocación literaria, no obstante, siempre viva, el periodismo como fatalidad o la renuncia al catalán impuesta por la dedicación periodística– fueron exactamente los mismos que emplearía tiempo después al comentar su propia trayectoria, eso sí, con las cautelas que aconsejaba el no parecer que pecaba de inmodestia. Gaziel siempre se reconoció discípulo de Oliver, incluso mucho más, su “hereu”. A ello contribuyeron algunos elementos externos de su biografía, como el haber entrado de su mano en el periodismo o el haberle sucedido en la dirección de La Vanguardia. Pero tanto o más influyeron otros elementos menos visibles en generar el sentimiento de que en él se reeditaba el destino de Oliver, por ejemplo, que también en su caso las “honrosas, pero durísimas galeras del periodismo” habían malogrado una carrera literaria.

Por mucho que su imaginación jugase con lo que pudo ser y no fue, Gaziel no se engañaba: “Estoy llegando al final de mi vida y no he sido más que un periodista. […] Y no me arrepiento en absoluto”. Para recordatorio de quienes denuncian que Gaziel no adoptó las convenientes medidas profilácticas contra el virus del periodismo, ahí tienen la declaración sin rastro de contrición y también las que realizó en otras ocasiones enorgulleciéndose públicamente de su carrera. Así lo hizo en 1934, cuando se cumplían veinte años de la publicación de su primer artículo en la prensa:

¿Cuál ha sido mi labor en esos veinte años? Una labor muy simple: publicista libre, desligado de todo partidismo, procuré decir siempre a mis lectores lo que me pareció más conveniente en cada caso, ante cada problema. Bien: lo más conveniente ¿a quién? ¿A mí…?
[…] A mí, periodista ingenuo, no sé por qué extraña ilusión u oscuro instinto, se me ocurrió preocuparme por el bien público. Naturalmente: lo mismo en veinte años, que en veinte mil, es ésta un peregrina preocupación que, sentida con candor y a secas, prácticamente no conduce a nada.
Yo no recuerdo haber escrito, entre tantos millones de palabras, ni una sola línea dictada por el interés personal. Millares de artículos ha ido labrando sobre el papel mi pluma, como en el campo los surcos que con su arado abre el labrador; enjambres de ideas lancé a manos llenas, como el sembrador las semillas; y nunca, ni una sola vez, lo hice movido por un afán de beneficio propio. Me habré podido equivocar mil veces, otras, algunas, habré dado en el clavo. Pero siempre mis aciertos han sido tan gratuitos, tan desinteresados como mis errores”.
Gaziel bien podía preciarse de su independencia y de haber ejercido el periodismo como un fin en sí mismo y no “a manera de trampolín, como tantos, sólo el tiempo necesario para escalar otros planos más altos y otras situaciones más pingües”. Lo que no obstaba para que supiera lo que aquellos veinte años de periodismo podrían haber rendido en otra ocupación:
“En veinte años, con un poco de inteligencia y con la actividad, sin duda considerable, desplegada por mí, hoy yo podría haber sido un comerciante, un industrial, un financiero, un abogado, un político, no diré de primera ni de segunda fila, pero sí, tal vez, de cuarta o quinta, de ésos que tienen sólidamente remachada ya, contra viento y marea, una fuerte posición social, que se sustenta en copiosos bienes muebles e inmuebles, cuentas corrientes, hipotecas, valores bursátiles o altas consejerías remuneradoras. No he de hacer más que mirar a un lado y otro, desde mi polvoriento camino, y ahí los veo, a esos hombres admirables, con sus haciendas, sus fábricas, sus almacenes, sus villas y sus palacetes. […] Y lo curioso es que incluso algunos pretenden modestamente que yo valgo más que ellos. ¿A qué valor se referirán?...”
El periodismo había sido un oficio menudo, uno de los modos de vivir que difícilmente dan para vivir, “no un negocio malo, sino pésimo” que, además, no le había reportado ningún honor.
“¿Honores? ¡Santo Dios! Creo, sinceramente, ser el único español a quien todavía no se le ha hecho un homenaje. […] De suerte que cuando veo, en días de gala, a esos señores con el pecho acribillado de condecoraciones, o simplemente, cuando en el despacho de cualquier abogado, médico, industrial, o en la rebotica de un tendero o en el camerino de una cupletista contemplo tantas placas, medallas, diplomas, dedicatorias y otros afectuosos ex votos; cuando diviso por el mundo tanto botarate encumbrado, tanto granuja enriquecido, los ojos se me pasman, la boca se me entreabre largamente, y yo me digo con razón: ‘¡Qué poco debes de ser tú, cuando jamás has merecido nada de eso!’. Pero lo más extraño de todo es que esta reflexión no me apesadumbra en lo más mínimo, sino que -¡seré yo loco!- al hacérmela siento brotar en la soledad de mi alma el calorcillo de un orgullo casi irreprimible”.

En definitiva, Gaziel llegó al periodismo sin habérselo propuesto y hasta abandonando una vocación anterior, que siempre contempló con esa nostalgia tramposa que se dirige a lo que pudo ser y no fue. Pero estaba orgulloso de su carrera y hondamente convencido de la dignidad e importancia de la prensa, que permitía llegar “al fons de les consciències”, que era “l’educadora per excel.lència de la gran massa popular”. Quizás fue eso, la posibilidad que le ofrecía el periodismo de convertirse en un espectador privilegiado de su tiempo y de modelar las conciencias de sus lectores, lo que encontró sumamente tentador el joven Agustí Calvet y lo que lo mudó en Gaziel.

“Debo señalar, aún, otra variante de disidencia condicional: los que pretenden que dadas mis –dicen ellos- facultades podría dedicarme perfectamente a un género de trabajos más elevado. Estos honorables señores piden una novela. […] El paternalismo difuso que hay detrás de esas insinuaciones es, sin duda, de agradecer; aunque, puestos a ser francos, diré que este retintín se ha vuelto, a mis oídos, algo fastidioso”.
A quienes andan hoy pidiendo a Gaziel, dadas sus facultades, un ensayo, quizás el periodista les respondiese, más o menos, con las palabras del solitario de Llofriu que son citadas por Xavier Pericay en Josep Pla y el viejo periodismo:
“Me habría gustado enormemente poderme dedicar a la literatura narrativa de una manera sistemática. […] Las necesidades de la vida me introdujeron en el engranaje periodístico y en la dispersión ineluctable. Con todo, no querría pasar por un hombre de ‘posibilidades fallidas’. En los trabajos desprovistos de opción, he puesto toda mi buena voluntad”.
No, Gaziel no fue un hombre de posibilidades fallidas. Pertenece a una estirpe, quizás ninguneada, pero que en él y en algunos otros alcanzó la excelencia. En ella se pueden mirar los profesionales de hoy para enorgullecerse de ser lo que son, periodistas. Algunos de ellos, a veces y aunque sólo sea por epatar al personal, sienten hormiguear la tentación de decir en voz alta qué gran periodista se perdió en tal o cual escritor, congelado fatalmente por el virus de la literatura. La respuesta que obtuve, en cierta ocasión en que me rendí al impulso, fue una sonrisa que pretendía ser indulgente y que, en realidad, resultó sarcástica.
1 comentarios:
Por artículos como éste casi perdono tu silencio epistolar.
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