Con regular periodicidad, me veo obligada a poner un poco de orden en la biblioteca. Por las mesas y por el suelo, se terminan apilando montones periódicos, papeles varios y libros. Las torres alcanzan tal prodigiosa e inestable altura que amenazan con desmoronarse y, ¡oh, catástrofe!, en ocasiones lo hacen. Cuando resulta imposible, incluso con pértiga, saltar por encima del caos, sé que ha llegado el momento, aplazado una y otra vez, de intervenir. Soy capaz de ser inclemente con los periódicos y hasta con los recortes que les amputé en su día con el bienintencionado propósito de archivar. Sin concederme tiempo para muchas contemplaciones, arramplo con ellos y los llevo al contenedor del reciclaje de papel para que les sea dada una nueva vida. Lo hago tanto por un prurito ecologista, como por estropear un poco el tópico de la caducidad de las hojas del periódico. Pero con los libros… con los libros me puede la conciencia infantil y adolescente que fue educada en el sacrosanto respeto por las páginas encuadernadas, en la terminante prohibición de garabatear en ellas y en el indeclinable deber de forrar con mimo sus cubiertas. Nunca he sido capaz de creerme lo de la reencarnación del papel a través del reciclaje en el caso de los libros y no podría jamás dar sepultura en el contenedor al viejo compañero de unas horas, ni al que me aguarda pacientemente con la promesa de una futura camaradería. Descartado por aberrante el procedimiento expeditivo aplicado a los periódicos, sólo queda ponerme a colocar morosamente los libros en los estantes. Parece fácil restituir a su sitio los libros que lo abandonaron con cualquier motivo y que no regresaron una vez cumplida su misión. Pero no, porque con ellos han establecido una feroz competencia las nuevas adquisiciones que buscan también su hueco en unas baldas baldadas por el peso de una doble o triple fila de volúmenes apretujados. Los que permanecen en el mueble ven súbitamente alterado su plácido reposo: asisten a la encarnizada lucha con creciente inquietud, porque saben que se aproxima la hora en que serán llamados a participar en ella y, en efecto, terminan por sumarse violentamente, haciendo valer los derechos adquiridos por el largo inquilinato.
He aquí la guerra que estos días se libra en mi biblioteca. En una tregua, encuentro en uno de los libros recién llegados, Pilotos, caimanes y otras aventuras extraordinarias de Jacinto Antón, un artículo titulado “Cómo desprenderse de esos libros de más”. Porque soy supersticiosa y creo en los providenciales azares, me pongo a leer con la esperanza de dar con una solución conciliadora que traiga la paz a mi casa. Hasta que la ilusión de encontrar la fórmula de la cuadratura del círculo o, lo que viene a ser lo mismo, de la duplicación milagrosa de los centímetros de las estanterías es desbaratada por el sentido común de Enric González, que del paraíso soñado de la utopía nos devuelve bruscamente, a Jacinto Antón y a mí, al feudo de la más elemental lógica aritmética: “Uno entra, uno sale”. Dicho así, la operación parece sencilla, pero quién creerá que el corazón es gobernado por el álgebra. Como si un amor nuevo pudiese jubilar otro antiguo, como si un clavo pudiese sacarse con otro.El caso es que Jacinto Antón –pensará el muy cuco que no me doy cuenta– se ha pasado por el forro que no puse a su libro la Convención de Ginebra. Ha violado la tregua para conquistar un sitio en mi biblioteca. Porque cómo negárselo a quien cataloga de aventura extraordinaria el buscar acomodo para los libros. Es más, lo premio con un espacio, vecino del que ocupa su colega y amigo Enric González, que supongo que será de su agrado. Mientras él celebra la hazaña que lo ha salvado del exilio del trastero (uno entra), yo me voy cabizbaja a decidir cuál es el próximo sacrificio (uno sale).
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Vincent van Gogh: Les Livres jaunes (1887).





Hay que haber leído, con toda la dulzura de que somos capaces, a una niña a la que queremos mucho “Margarita, está linda la mar,/ y el viento/ lleva esencia sutil de azahar;/ yo siento/ en el alma una alondra cantar: tu acento./ Margarita, te voy a contar/ un cuento”. Hay que haber vuelto a nuestra propia infancia para recordar con qué deleite degustábamos la sonoridad fantástica de las palabras tisú y malaquita para recrearlo mientras recitamos despacio, paladeando nuevamente, pero como si fuera la primera vez: “Este era un rey que tenía/ un palacio de diamantes,/ una tienda/ hecha del día/ y un rebaño de elefantes,/ un kiosco de malaquita,/ y un gran manto de tisú,/ y una gentil princesita,/ tan bonita,/ Margarita,/ tan bonita como tú”. Hay que haber utilizado un aliento soñador para contar que “una tarde la princesa/ vio una estrella aparecer;/ la princesa era traviesa/ y la quiso ir a coger./ La quería para hacerla/ decorar un prendedor,/ con un verso y una perla,/ y una pluma y una flor”. Hay haber sentido los nervios de la aventura para acelerar un poco, tampoco mucho, la lectura: “Pues se fue la niña bella,/ bajo el cielo y sobre el mar,/ a cortar la blanca estrella/ que la hacía suspirar./ Y siguió camino arriba,/ por la luna y más allá,/ mas lo malo es que ella iba/ sin permiso del papá”. Hay que haber impostado la voz para hacer gruñir al rey estas palabras: “¿Qué te has hecho?/ Te he buscado y no te hallé;/ y ¿qué tienes en el pecho,/ que encendido se te ve?”. Hay que haber dado un timbre de absoluta inocencia a la respuesta de Margarita: “Fui a cortar la estrella mía/ a la azul inmensidad”. E, inmediatamente, hay que haber conseguido la furia furibunda y la voz grave, gravísima, del rey clamando “¿No te he dicho/ que el azul no hay que tocar?/ ¡Qué locura! ¡Qué capricho!”; a la que replica la sincera candidez de la princesita: “No hubo intento;/ yo me fui no sé por qué;/ por las olas y en el viento/ fui a la estrella y la corté”. Hay que haber enojado la voz del rey dictaminando: “Un castigo has de tener:/ vuelve al cielo, y lo robado/ vas ahora a devolver”. Hay que haber olvidado que no nos gusta mucho el modo en que continúa el relato y haber hecho el esfuerzo de que la niña para la que leemos no lo note para juntas disfrutar de la fastuosa fiesta con la que el rey celebra que Margarita puede quedarse con su estrella: “Viste el rey ropas brillantes,/ y luego hace desfilar/ cuatrocientos elefantes/ a la orilla de la mar./ La princesa está bella,/ pues ya tiene el prendedor/ en que lucen, con la estrella,/ verso, perla, pluma y flor”. Y, al fin, hay que recuperar la ternura del principio: “Margarita, está linda la mar,/ y el viento/ lleva esencia sutil de azahar:/ tu aliento”.

Con la cara bien, pero que bien tiznada, Rita Montaner se transformó en el negro calesero que cantó por vez primera aquello de "¡Ay, Mamá Inés! ¡Ay, Mamá Inés! Todos los negros tomamos café...".






