Hay que haber leído, con toda la dulzura de que somos capaces, a una niña a la que queremos mucho “Margarita, está linda la mar,/ y el viento/ lleva esencia sutil de azahar;/ yo siento/ en el alma una alondra cantar: tu acento./ Margarita, te voy a contar/ un cuento”. Hay que haber vuelto a nuestra propia infancia para recordar con qué deleite degustábamos la sonoridad fantástica de las palabras tisú y malaquita para recrearlo mientras recitamos despacio, paladeando nuevamente, pero como si fuera la primera vez: “Este era un rey que tenía/ un palacio de diamantes,/ una tienda/ hecha del día/ y un rebaño de elefantes,/ un kiosco de malaquita,/ y un gran manto de tisú,/ y una gentil princesita,/ tan bonita,/ Margarita,/ tan bonita como tú”. Hay que haber utilizado un aliento soñador para contar que “una tarde la princesa/ vio una estrella aparecer;/ la princesa era traviesa/ y la quiso ir a coger./ La quería para hacerla/ decorar un prendedor,/ con un verso y una perla,/ y una pluma y una flor”. Hay haber sentido los nervios de la aventura para acelerar un poco, tampoco mucho, la lectura: “Pues se fue la niña bella,/ bajo el cielo y sobre el mar,/ a cortar la blanca estrella/ que la hacía suspirar./ Y siguió camino arriba,/ por la luna y más allá,/ mas lo malo es que ella iba/ sin permiso del papá”. Hay que haber impostado la voz para hacer gruñir al rey estas palabras: “¿Qué te has hecho?/ Te he buscado y no te hallé;/ y ¿qué tienes en el pecho,/ que encendido se te ve?”. Hay que haber dado un timbre de absoluta inocencia a la respuesta de Margarita: “Fui a cortar la estrella mía/ a la azul inmensidad”. E, inmediatamente, hay que haber conseguido la furia furibunda y la voz grave, gravísima, del rey clamando “¿No te he dicho/ que el azul no hay que tocar?/ ¡Qué locura! ¡Qué capricho!”; a la que replica la sincera candidez de la princesita: “No hubo intento;/ yo me fui no sé por qué;/ por las olas y en el viento/ fui a la estrella y la corté”. Hay que haber enojado la voz del rey dictaminando: “Un castigo has de tener:/ vuelve al cielo, y lo robado/ vas ahora a devolver”. Hay que haber olvidado que no nos gusta mucho el modo en que continúa el relato y haber hecho el esfuerzo de que la niña para la que leemos no lo note para juntas disfrutar de la fastuosa fiesta con la que el rey celebra que Margarita puede quedarse con su estrella: “Viste el rey ropas brillantes,/ y luego hace desfilar/ cuatrocientos elefantes/ a la orilla de la mar./ La princesa está bella,/ pues ya tiene el prendedor/ en que lucen, con la estrella,/ verso, perla, pluma y flor”. Y, al fin, hay que recuperar la ternura del principio: “Margarita, está linda la mar,/ y el viento/ lleva esencia sutil de azahar:/ tu aliento”.
Hay que haber leído a esa misma niña, mientras la espiamos por el rabillo del ojo, los cuentos de Beatrix Potter, las geniales y desvergonzadas ocurrencias de Manolito Gafotas, los tebeos con las trastadas de Zipi y Zape y la vida de Mr. Popper desde el momento en que el servicio de correos le trajo un paquete urgente procedente de la Antártida que contenía el regalo más fantástico que podía imaginar: un pingüino, ¡Ork!
Hay que haber leído al compañero de viaje, a orillas del Duero, en Soria, algunos versos de Machado; en un parque de Lugo, a Luis Pimentel y a Ánxel Fole; ante las ruinas de Madinat al-Zahra, la descripción de la ciudad en su momento más soberbio que hizo Muñoz Molina en Córdoba de los omeyas, y, paseando por Compostela, hay que haber recitado “Chove en Santiago, meu doce amor”. Hay que haber leído a quien con nosotros viajó a Roma, ante el Panteón, aquel fragmento de los paseos romanos de Stendhal.
Hay que haber leído a quien esperas que te acompañe un día a Praga unas páginas de Kafka y también de Jaroslav Seifert, Jan Neruda y Johannes Urzidil; a quien compartirá tus paseos por Londres, las aventuras de Sherlock Holmes; y a quien llegará contigo a Nueva York, a E. B. White y Brendan Behan y El secreto de Joe Gould. Hay que haber leído a quien te llevará a Venecia los pasajes más evocadores de la historia de la ciudad que escribió John Julius Norwich, más que nada, porque no lo podrás hacer allí, a no ser que antes inventen lo imposible: una edición de bolsillo de las más de mil páginas que no lastre la mochila.
Hay que haber leído, como quien pronuncia un sortilegio, las letras de todos los tangos a aquel con quien esperas compartir tus conocimientos de la geografía lunfarda de Buenos Aires.
Hay que haber leído al compañero de todos los viajes los destinos soñados con Las ciudades invisibles de Italo Calvino y la Guía de lugares imaginarios de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi.
Hay que haber leído a quien contigo desayuna la noticia del periódico que te acaba de indignar.
Y hay que haber leído al amado y al amante, en la cama, poco antes de dormir, el párrafo en el que acabas de encontrar expresado un secreto.
Hay que haber hecho todas estas lecturas -y muchas más- para comprender, al fin, por qué siguen resonando en la cabeza las palabras que un día me leyeron:
“Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan. Me parecen hombres gordos sin cabeza, que se balancean colgados de las cuerdas del tendedero. Los chicos corremos entre las hileras de pantalones blancos y repartimos azotazos sobre los traseros hinchados. La señora Encarna corre detrás de nosotros con la pala de madera con que golpea la ropa sucia para que escurra la pringue. Nos refugiamos en el laberinto de calles que forman las cuatrocientas sábanas húmedas. A veces consigue alcanzar a alguno; los demás comenzamos a tirar pellas de barro a los pantalones. Les quedan manchas, como si se hubieran ensuciado en ellos, y pensamos en los azotes que le van a dar por cochino al dueño”.
En efecto, hay que haber hecho todas aquellas lecturas para llegar a comprender que los pantalones se inflaron y las sábanas se agitaron en las cuerdas del tendedero no por el viento, sino por el aliento de la voz que leyó para mí.
Hay que haber leído a esa misma niña, mientras la espiamos por el rabillo del ojo, los cuentos de Beatrix Potter, las geniales y desvergonzadas ocurrencias de Manolito Gafotas, los tebeos con las trastadas de Zipi y Zape y la vida de Mr. Popper desde el momento en que el servicio de correos le trajo un paquete urgente procedente de la Antártida que contenía el regalo más fantástico que podía imaginar: un pingüino, ¡Ork!
Hay que haber leído al compañero de viaje, a orillas del Duero, en Soria, algunos versos de Machado; en un parque de Lugo, a Luis Pimentel y a Ánxel Fole; ante las ruinas de Madinat al-Zahra, la descripción de la ciudad en su momento más soberbio que hizo Muñoz Molina en Córdoba de los omeyas, y, paseando por Compostela, hay que haber recitado “Chove en Santiago, meu doce amor”. Hay que haber leído a quien con nosotros viajó a Roma, ante el Panteón, aquel fragmento de los paseos romanos de Stendhal.
Hay que haber leído a quien esperas que te acompañe un día a Praga unas páginas de Kafka y también de Jaroslav Seifert, Jan Neruda y Johannes Urzidil; a quien compartirá tus paseos por Londres, las aventuras de Sherlock Holmes; y a quien llegará contigo a Nueva York, a E. B. White y Brendan Behan y El secreto de Joe Gould. Hay que haber leído a quien te llevará a Venecia los pasajes más evocadores de la historia de la ciudad que escribió John Julius Norwich, más que nada, porque no lo podrás hacer allí, a no ser que antes inventen lo imposible: una edición de bolsillo de las más de mil páginas que no lastre la mochila.
Hay que haber leído, como quien pronuncia un sortilegio, las letras de todos los tangos a aquel con quien esperas compartir tus conocimientos de la geografía lunfarda de Buenos Aires.
Hay que haber leído al compañero de todos los viajes los destinos soñados con Las ciudades invisibles de Italo Calvino y la Guía de lugares imaginarios de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi.
Hay que haber leído a quien contigo desayuna la noticia del periódico que te acaba de indignar.
Y hay que haber leído al amado y al amante, en la cama, poco antes de dormir, el párrafo en el que acabas de encontrar expresado un secreto.
Hay que haber hecho todas estas lecturas -y muchas más- para comprender, al fin, por qué siguen resonando en la cabeza las palabras que un día me leyeron:
“Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan. Me parecen hombres gordos sin cabeza, que se balancean colgados de las cuerdas del tendedero. Los chicos corremos entre las hileras de pantalones blancos y repartimos azotazos sobre los traseros hinchados. La señora Encarna corre detrás de nosotros con la pala de madera con que golpea la ropa sucia para que escurra la pringue. Nos refugiamos en el laberinto de calles que forman las cuatrocientas sábanas húmedas. A veces consigue alcanzar a alguno; los demás comenzamos a tirar pellas de barro a los pantalones. Les quedan manchas, como si se hubieran ensuciado en ellos, y pensamos en los azotes que le van a dar por cochino al dueño”.
En efecto, hay que haber hecho todas aquellas lecturas para llegar a comprender que los pantalones se inflaron y las sábanas se agitaron en las cuerdas del tendedero no por el viento, sino por el aliento de la voz que leyó para mí.
5 comentarios:
Leyéndote, en silencio, me has hecho llorar.
Sumergido en esta marea de lecturas no pude evitar recordar la visión reciente de una película que te recomiendo: El lector (Der Vorleser) basada en el hermoso libro de Bernhard Schlink.
Un saludo desde Heidelberg
Leí el libro, que me fascinó, y he visto la película, que me decepcionó un poco. Ya ves: no me he resistido a hacer la comparación!!!
Aprovecho para hacerte una pregunta. Creo que he leído en alguna crítica de la película que "vorseler" es la palabra alemana para "lector en voz alta" y que tienen otra para referirse al lector silente. ¿Es así? Si realmente es así, me parece una distinción fantástica!!!
Envío muchos besos con destino a Heidelberg.
Vaya Isabel. Transmites lo más íntimo de nosotros a través de tu amor a la lectura.Son muchas las ciudades y los libros pero me quedo con las invisibles de Italo Calvino y esos lugares imaginarios que siempre podemos construir
"E mi ricordo ancor io che in poco maggior età, era innamorato dei racconti, e del maraviglioso che si percepisce coll´udito, o colla lettura".
28/01/1821. Giacomo Leopardi.
(Y mi recuerdo es de un poco más mayor, estaba enamorado de los relatos, y de lo maravilloso que es percibirlos por el oído, o por la lectura)
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