Los periódicos traían el otro día la noticia de que T.S. Eliot rechazó en 1944, en nombre de la editorial Faber & Faber, la publicación de Rebelión en la granja de George Orwell. ABC dedicaba toda una página al asunto y Público, nada menos que dos. Causa sorpresa el alarde tipográfico y de espacio concedido a la supuesta revelación proporcionada por una carta manuscrita del poeta que, según estas informaciones, acaba de hacerse pública. Asombra porque, en primer lugar, son bien conocidas las dificultades que encontró la novela de Orwell. Rechazada por más de un editor, Rebelión en la granja tuvo que aguardar un año a ser publicada. Por otra parte, también era sabido que T. S. Eliot fue uno de los que dijo no. Es más, The Times sacó a la luz el 6 de enero de 1969 la carta de la negativa. En ella, Eliot se cuidaba de piropear el talento literario de Orwell: “Estamos de acuerdo en que la novela es una destacada obra literaria y que la fábula está muy inteligentemente llevada gracias a una habilidad narrativa que descansa en su propia sencillez, cosa que muy pocos autores habían logrado después de Gulliver”. Tras los parabienes, expresaba sus dudas respecto a que “el punto de vista que ofrece sea el más apto para criticar, en el momento presente, la situación política”. Incluso está documentada la reacción de Orwell ante la sugerencia de que “cualquier animal que no fuera el cerdo podía haber sido elegido para representar a los bolcheviques”: la tachó de estúpida.
Caben serias sospechas de que la carta a la que se refieren las crónicas publicadas ahora sobre este viejo episodio sea la misma que se conoce desde 1969 y que, sin necesidad de sabihondas erudiciones ni de rebuscar en secretas bibliografías, se encuentra citada por Bernard Crick en el prólogo a la edición de Destino de Rebelión en la granja. Los extractos recuperados estos días por la prensa parecen calcos, salvo por los inevitables matices debidos a la mano de distintos traductores, de los reproducidos por el profesor Crick.
Así, resulta inevitable el desconcierto intrigado por el modo en que la historia de Orwell censurado por T. S. Eliot, que cualquier lector de la edición de bolsillo de Rebelión en la granja conoce, ha llegado a adquirir la categoría de magnífica e inédita revelación. Pero no seré yo quien critique a los periódicos por convertir el viejo suceso en noticia sensacional, sobre todo si sirve para ir al corazón del dilema -hoy y siempre, actual- que el episodio ejemplifica en la historia.
Rebelión en la granja fue considerada una novela decididamente incómoda e inoportuna por su crítica al estalinismo en el momento en que éste se había convertido en un aliado en la guerra contra Hitler. En ese sentido, la posición de T.S. Eliot era la expresión de una corriente de opinión compartida de forma prácticamente unánime por la intelligentsia británica. Los perfiles del debate que Orwell suscitaba fueron trazados con claridad por él mismo en un prólogo, que no llegó a ver publicado, para su libro:
“El tema que se debate aquí es muy sencillo: ¿Merece ser escuchado todo tipo de opinión, por impopular que sea? Plantead esta pregunta en estos términos y casi todos los ingleses sentirán que su deber es responder: ‘Sí’. Pero dadle una forma concreta y preguntad: ¿Qué os parece si atacamos a Stalin? ¿Tenemos derecho a ser oídos? Y la respuesta más natural será: ‘No’. En este caso, la pregunta representa un desafío a la opinión ortodoxa reinante y, en consecuencia, el principio de libertad de expresión entra en crisis”.
Sustituyamos en esta cita la crítica a Stalin, minoritaria e inoportuna en 1944, por cualquier otra considerada hoy impolítica. Sustituyámosla por cualquier opinión con la que la sociedad esté hoy en radical desacuerdo, con la que no ya la sociedad, sino nosotros mismos discrepemos ferozmente. Y, como recomendaba Orwell, volvamos a preguntar: ¿reconocemos y defendemos el derecho de esa opinión a tener cauces de expresión? Interpelados de este modo, descubrimos que la verdadera defensa de la libertad no puede ser egoísta. No tiene ningún mérito ni valor defender nuestra propia libertad. Lo que hay que decidir es si estamos dispuestos a suscribir las palabras de Voltaire citadas por Orwell: “Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo”.
En el marco definido por la Guerra Fría resultaba muy fácil defender la libertad de Orwell a decir lo que decía en Rebelión en la granja. Lo difícil había sido hacerlo sólo un poco antes, en el preciso momento en que su discurso era objeto de censuras. Cómodamente instalados en el presente, donde todavía queda más lejos el año 1944 con su ganga histórica, también resulta muy sencillo condenar a T. S. Eliot, como hace Sergi Doria en ABC. Lo difícil es saber si el juez está dispuesto a pronunciarse con semejante severidad contra los “hormigueos conservadores” actuales.
Por otra parte, es desviar la atención del verdadero problema debatir si Rebelión en la granja es un texto de “trazo grueso y esquemático”, tal y como sostiene Constantino Bértolo en Público, para exculpar a T. S. Eliot, al que sólo critica el error de reconocer valores literarios a la novela. Parecería que Bértolo quiere decir que la equivocación política de Eliot constituyó, en realidad, un acierto literario, si no fuese porque tampoco aprecia nada reprochable en su negativa a publicar una voz política inconveniente. Algo no he debido de entender correctamente y confieso la total confusión que me provoca que el autor de La cena de los notables (Periférica, 2008) califique la decisión editorial de Eliot de “responsable y prudente”. Advierto una discrepancia irreconciliable entre la demoledora crítica expuesta en aquel libro y este último y condescendiente juicio.
Parece imposible declarar inocente de los cargos que se le imputan a T. S. Eliot sin que eso signifique una aquiescencia comprensiva y cómplice con las opiniones acreditadas por la adhesión de la mayoría que niegan la posibilidad de expresión a aquellas minoritarias, molestas e inoportunas. Pero, ya quedó dicho, tampoco parece que tenga mucho sentido dictar una condena contra T. S. Eliot si, al tiempo, no estamos dispuestos a descabalgar de nuestra pretendida superioridad moral para ser igual de implacables con nosotros mismos. Antes de condenar o absolver, quizás tendríamos que arrancar el caso de T. S. Eliot y George Orwell de los libros de Historia, traerlo realmente a las páginas de los periódicos y responder con sinceridad a las preguntas que plantea. No sé si somos capaces, ni siquiera si estamos dispuestos a intentarlo.
Caben serias sospechas de que la carta a la que se refieren las crónicas publicadas ahora sobre este viejo episodio sea la misma que se conoce desde 1969 y que, sin necesidad de sabihondas erudiciones ni de rebuscar en secretas bibliografías, se encuentra citada por Bernard Crick en el prólogo a la edición de Destino de Rebelión en la granja. Los extractos recuperados estos días por la prensa parecen calcos, salvo por los inevitables matices debidos a la mano de distintos traductores, de los reproducidos por el profesor Crick.
Así, resulta inevitable el desconcierto intrigado por el modo en que la historia de Orwell censurado por T. S. Eliot, que cualquier lector de la edición de bolsillo de Rebelión en la granja conoce, ha llegado a adquirir la categoría de magnífica e inédita revelación. Pero no seré yo quien critique a los periódicos por convertir el viejo suceso en noticia sensacional, sobre todo si sirve para ir al corazón del dilema -hoy y siempre, actual- que el episodio ejemplifica en la historia.
Rebelión en la granja fue considerada una novela decididamente incómoda e inoportuna por su crítica al estalinismo en el momento en que éste se había convertido en un aliado en la guerra contra Hitler. En ese sentido, la posición de T.S. Eliot era la expresión de una corriente de opinión compartida de forma prácticamente unánime por la intelligentsia británica. Los perfiles del debate que Orwell suscitaba fueron trazados con claridad por él mismo en un prólogo, que no llegó a ver publicado, para su libro:
“El tema que se debate aquí es muy sencillo: ¿Merece ser escuchado todo tipo de opinión, por impopular que sea? Plantead esta pregunta en estos términos y casi todos los ingleses sentirán que su deber es responder: ‘Sí’. Pero dadle una forma concreta y preguntad: ¿Qué os parece si atacamos a Stalin? ¿Tenemos derecho a ser oídos? Y la respuesta más natural será: ‘No’. En este caso, la pregunta representa un desafío a la opinión ortodoxa reinante y, en consecuencia, el principio de libertad de expresión entra en crisis”.
Sustituyamos en esta cita la crítica a Stalin, minoritaria e inoportuna en 1944, por cualquier otra considerada hoy impolítica. Sustituyámosla por cualquier opinión con la que la sociedad esté hoy en radical desacuerdo, con la que no ya la sociedad, sino nosotros mismos discrepemos ferozmente. Y, como recomendaba Orwell, volvamos a preguntar: ¿reconocemos y defendemos el derecho de esa opinión a tener cauces de expresión? Interpelados de este modo, descubrimos que la verdadera defensa de la libertad no puede ser egoísta. No tiene ningún mérito ni valor defender nuestra propia libertad. Lo que hay que decidir es si estamos dispuestos a suscribir las palabras de Voltaire citadas por Orwell: “Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo”.
En el marco definido por la Guerra Fría resultaba muy fácil defender la libertad de Orwell a decir lo que decía en Rebelión en la granja. Lo difícil había sido hacerlo sólo un poco antes, en el preciso momento en que su discurso era objeto de censuras. Cómodamente instalados en el presente, donde todavía queda más lejos el año 1944 con su ganga histórica, también resulta muy sencillo condenar a T. S. Eliot, como hace Sergi Doria en ABC. Lo difícil es saber si el juez está dispuesto a pronunciarse con semejante severidad contra los “hormigueos conservadores” actuales.
Por otra parte, es desviar la atención del verdadero problema debatir si Rebelión en la granja es un texto de “trazo grueso y esquemático”, tal y como sostiene Constantino Bértolo en Público, para exculpar a T. S. Eliot, al que sólo critica el error de reconocer valores literarios a la novela. Parecería que Bértolo quiere decir que la equivocación política de Eliot constituyó, en realidad, un acierto literario, si no fuese porque tampoco aprecia nada reprochable en su negativa a publicar una voz política inconveniente. Algo no he debido de entender correctamente y confieso la total confusión que me provoca que el autor de La cena de los notables (Periférica, 2008) califique la decisión editorial de Eliot de “responsable y prudente”. Advierto una discrepancia irreconciliable entre la demoledora crítica expuesta en aquel libro y este último y condescendiente juicio.
Parece imposible declarar inocente de los cargos que se le imputan a T. S. Eliot sin que eso signifique una aquiescencia comprensiva y cómplice con las opiniones acreditadas por la adhesión de la mayoría que niegan la posibilidad de expresión a aquellas minoritarias, molestas e inoportunas. Pero, ya quedó dicho, tampoco parece que tenga mucho sentido dictar una condena contra T. S. Eliot si, al tiempo, no estamos dispuestos a descabalgar de nuestra pretendida superioridad moral para ser igual de implacables con nosotros mismos. Antes de condenar o absolver, quizás tendríamos que arrancar el caso de T. S. Eliot y George Orwell de los libros de Historia, traerlo realmente a las páginas de los periódicos y responder con sinceridad a las preguntas que plantea. No sé si somos capaces, ni siquiera si estamos dispuestos a intentarlo.
0 comentarios:
Publicar un comentario