

Así, resulta inevitable el desconcierto intrigado por el modo en que la historia de Orwell censurado por T. S. Eliot, que cualquier lector de la edición de bolsillo de Rebelión en la granja conoce, ha llegado a adquirir la categoría de magnífica e inédita revelación. Pero no seré yo quien critique a los periódicos por convertir el viejo suceso en noticia sensacional, sobre todo si sirve para ir al corazón del dilema -hoy y siempre, actual- que el episodio ejemplifica en la historia.
Rebelión en la granja fue considerada una novela decididamente incómoda e inoportuna por su crítica al estalinismo en el momento en que éste se había convertido en un aliado en la guerra contra Hitler. En ese sentido, la posición de T.S. Eliot era la expresión de una corriente de opinión compartida de forma prácticamente unánime por la intelligentsia británica. Los perfiles del debate que Orwell suscitaba fueron trazados con claridad por él mismo en un prólogo, que no llegó a ver publicado, para su libro:

Sustituyamos en esta cita la crítica a Stalin, minoritaria e inoportuna en 1944, por cualquier otra considerada hoy impolítica. Sustituyámosla por cualquier opinión con la que la sociedad esté hoy en radical desacuerdo, con la que no ya la sociedad, sino nosotros mismos discrepemos ferozmente. Y, como recomendaba Orwell, volvamos a preguntar: ¿reconocemos y defendemos el derecho de esa opinión a tener cauces de expresión? Interpelados de este modo, descubrimos que la verdadera defensa de la libertad no puede ser egoísta. No tiene ningún mérito ni valor defender nuestra propia libertad. Lo que hay que decidir es si estamos dispuestos a suscribir las palabras de Voltaire citadas por Orwell: “Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo”.

Por otra parte, es desviar la atención del verdadero problema debatir si Rebelión en la granja es un texto de “trazo grueso y esquemático”, tal y como sostiene Constantino Bértolo en Público, para exculpar a T. S. Eliot, al que sólo critica el error de reconocer valores literarios a la novela. Parecería que Bértolo quiere decir que la equivocación política de Eliot constituyó, en realidad, un acierto literario, si no fuese porque tampoco aprecia nada reprochable en su negativa a publicar una voz política inconveniente. Algo no he debido de entender correctamente y confieso la total confusión que me provoca que el autor de La cena de los notables (Periférica, 2008) califique la decisión editorial de Eliot de “responsable y prudente”. Advierto una discrepancia irreconciliable entre la demoledora crítica expuesta en aquel libro y este último y condescendiente juicio.
Parece imposible declarar inocente de los cargos que se le imputan a T. S. Eliot sin que eso signifique una aquiescencia comprensiva y cómplice con las opiniones acreditadas por la adhesión de la mayoría que niegan la posibilidad de expresión a aquellas minoritarias, molestas e inoportunas. Pero, ya quedó dicho, tampoco parece que tenga mucho sentido dictar una condena contra T. S. Eliot si, al tiempo, no estamos dispuestos a descabalgar de nuestra pretendida superioridad moral para ser igual de implacables con nosotros mismos. Antes de condenar o absolver, quizás tendríamos que arrancar el caso de T. S. Eliot y George Orwell de los libros de Historia, traerlo realmente a las páginas de los periódicos y responder con sinceridad a las preguntas que plantea. No sé si somos capaces, ni siquiera si estamos dispuestos a intentarlo.
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