Los libros de lance llevan siempre consigo la historia secreta de sus anteriores dueños, que juegan con nosotros a mostrarse y a esconderse. Es imposible descifrar la firma estampada con chillona tinta roja en la primera página de Charlas de café de Santiago Ramón y Cajal, una edición de Espasa-Calpe de 1941 que hoy me pertenece. Sin embargo, el antiguo propietario ha guiado mis lecturas ocasionales de este libro a través de los subrayados y marcas que dejó junto a algunos de los aforismos, pensamientos y anécdotas que recogen sus páginas. Abro ahora mismo al azar el libro y no puedo evitar la sensación de leer por encima de su hombro cuando llama mi atención sobre este comentario: “Afirmaba Diógenes ‘que nada hay más miserable que el viejo pobre’. Hay todavía algo peor: el viejo enfermo, desengañado y escéptico”. ¿Qué le decían estas líneas? ¿Se sentía él ese anciano derrotado, como parece sugerir también su atenta lectura de otros pasajes del capítulo dedicado a la vejez y el dolor? ¿Y cómo leeré yo misma esas frases el día que, sintiéndome vieja, reabra el libro casualmente, otra vez, por esta página? ¿Pondré una nueva señal junto a la que él colocó?
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Que la mañana de aquel domingo de junio en el mercado de Sant Antoni de Barcelona fuese luminosa no debió de ser interpretado como un buen augurio sobre las posibilidades de conocer al anterior dueño de los libros que compramos, los cuatro tomos publicados por Casa Editorial Estudio entre 1915 y 1917 con las crónicas que Gaziel escribió sobre la I Guerra Mundial para La Vanguardia. Su identidad es un misterio absoluto. Le reprochamos que no nos ofrezca una pista, ni un minúsculo detalle que desate la imaginación y permita inventarle una identidad, una biografía; pero le agradecemos su decisión de reencuadernar los volúmenes con unas resistentes cubiertas que han protegido eficazmente del paso del tiempo las páginas amarillentas que recibimos en legado. Al librero le reconocimos en secreto la sensibilidad de querer vender los cuatro tomos juntos, evitando la diáspora en distintas bibliotecas de los libros hermanos, sin por ello pretender sablearnos. Sería por eso que la mañana barcelonesa era luminosa o quizás porque entonces comenzó nuestro trato con Gaziel.
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Una no termina de sentirse dueña de los libros de lance que ha ido comprando. Parece que estuviesen aquí de prestado y que, el día menos pensado, fuera a presentarse alguien reclamando su legítima propiedad. Quien aspire a recuperar los nueve volúmenes de la preciosa edición que Aguilar hizo de las obras completas de Wenceslao Fernández Flórez y que están ahora mismo ante mí, tendrá que acreditar que un nieto travieso e irreverente garabateó en sus páginas, aquí y allá, permitiéndose incluso “corregir” los trazos de la caricatura del escritor coruñés que hizo Fresno y que se incluye en uno de los tomos. Siempre he bendecido el imaginario descuido del abuelo y la vocación pintarrajeadora del nieto, porque gracias a los desperfectos causados me vendieron los libros a un precio módico, desde luego muy lejos de la fabulosa cotización que suelen alcanzar en el mercado. De este modo he llegado a creer que sólo pagué el precio de un alquiler que expirará en cualquier momento, que, en efecto, no me puede garantizar la propiedad indefinida de estos libros.
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