Las lenguas del exilio

El fotógrafo Agustí Centelles fue uno de los exiliados que, en penosas condiciones, se vieron forzados a cruzar los Pirineos en febrero de 1939 ante la inminencia de la entrada de las tropas franquistas en Barcelona. Fue uno de aquellos republicanos que escucharon los gritos de “allez, allez!” de los gendarmes franceses apremiándolos a entrar en la playa de Argelès-sur-Mer, donde con alambradas se había cercado un campo de concentración. Por las anotaciones del diario que Centelles comenzó a llevar poco antes de su salida de España y que acaba de editar Península, podemos seguir su peripecia en aquellos días. En sus páginas queda constancia del dolor por dejar atrás a su familia; del hambre que no podían saciar los mendrugos de pan que fueron el único y escaso alimento probado durante días; de la diarrea y de los piojos, que se ensañaban con los refugiados, y de aquel viento que, por más que nos sea descrito por éste y tantos otros testimonios de quienes estuvieron allí, sigue siendo inimaginable en su torturadora constancia y su inclemente fuerza. A pesar de las terribles circunstancias, Centelles no dejó de hacer apuntes en su diario, que se extiende hasta poco después de su salida, en octubre de 1939, del campo de Bram a donde había sido trasladado a principios del mes de marzo.

Las fotografías que tomó en Bram comparten con su diario una inquebrantable voluntad de dejar, para el futuro, el relato de la experiencia personal y colectiva de los exiliados españoles refugiados en Francia. Y parte de ese futuro era su propio hijo Sergi, entonces un pequeño que todavía no había cumplido dos años. A él dedica un resumen de su vida que comienza a redactar, en el mismo cuaderno que le sirvió de diario, el día 20 de abril de hace exactamente setenta años. Aquel relato arrancaba con una justificación: por qué escribe en catalán.

“Utilizo el catalán para que, sea cual sea nuestra suerte y allá donde estemos tú, tu madre y yo y los otros familiares que puedan vivir con nosotros, tengas el orgullo y la satisfacción de llamarte catalán.
Ya desde este momento te pido perdón por la serie de faltas que puedas encontrar, con el tiempo, a lo largo de este escrito. Yo nunca había practicado el catalán por medio de la escritura. Ahora, desde que estoy en este campo, he recibido innumerables cartas de compañeros y amigos en esta lengua, y no me ha quedado más remedio que contestarles como ellos lo hacían. Lo que acabo de escribir no refleja toda la verdad. Ahora recuerdo que a tu madre, de solteros y luego de casados, contigo ya en el mundo, le había escrito muchas veces en catalán, desde el frente de guerra o desde Lérida, donde yo, soldado de la leva de 1930, prestaba servicio como fotógrafo del Comisariado General de Guerra. Estoy seguro de que en castellano me saldría más redondo, más florido, pero no. Prefiero que tu lectura de esto sea en catalán para que de esta forma te llegue más al alma”.


Lamento citar en castellano estas líneas que hicieron arrepentirme de haber evitado el pequeño esfuerzo que hubiese representado la lectura de la edición catalana de este diario.

La advertencia de Centelles sobre la lengua que utiliza no es, ni mucho menos, banal. Explicando por qué descarta el castellano aclara también qué es lo que impulsa su escritura. Ella no busca la efectividad literaria que le permitiría el castellano. Su testimonio pretende un tipo de eficacia más radical: comunicar la verdad descarnada de su propia alma que sólo podía expresarse en la lengua que hablaba y que sólo ocasionalmente había cultivado antes por escrito, el catalán. Son las palabras en catalán las únicas en las que le resulta concebible la historia de su vida, de sus circunstancias actuales y el retrato de su propia identidad. Sólo a través de ellas es posible la serena afirmación de todo lo que es y ha hecho, de todo aquello que los vencedores de la guerra censuran y de lo que querrían despojarlo, en definitiva, de todo aquello que el exilio no puede derrotar.

El exilio sólo pudo expresarse en su propia lengua, que no fue una. En el caso de Centelles fue el catalán. En el de un hombre que acababa de perder a su padre en Estados Unidos, el gallego. De él tenemos noticia por el cuaderno de notas, fechadas entre 1938 y 1940, de Castelao:

“Cando morreu un galego en Nova York. Embalsamado e pintado. Un fillo, ao verme, esclamou con ledicia: ‘Morreu papá’”.

La alegría a la que se refiere este apunte es la nacida de la posibilidad de expresar aquel íntimo dolor en la lengua de la vida y de la muerte, en la que prestaba las únicas palabras que enunciaban el momento y los sentimientos. “Morreu papá”. Ésas, y ninguna otra, eran las que permitían comunicar y compartir el dolor, las que quizás también proporcionaban una suerte de consuelo.

En los escritores que vivieron el exilio no son infrecuentes las alusiones a él como un medio hostil para la lengua propia. El profesor Vicente Lloréns, interpretando el sentir de aquellos escritores desterrados, que bien pudo ser el suyo propio como exiliado en Estados Unidos, escribió:

“Para todo escritor expatriado, tanto discursivo como imaginativo, la lengua del lugar donde encuentra acogida tiene primordial importancia. En país de lengua ajena se siente cohibido y empequeñecido. Por bien que llegue a dominarla, la espontaneidad con que la emplea cualquiera nacido en el lugar, por poco dotado que esté, le producirá una sensación de inferioridad, y no digamos en presencia de sus iguales en cultura, que pueden permitirse el juego, la sutileza, la originalidad de expresión de que él sólo es capaz en su propia lengua, no en la otra. Añádase a esto la impresión, falsa muchas veces pero que el tiempo puede hacer verdadera, de que en un medio extraño su misma lengua nativa se empobrece”.

En otra ocasión, el mismo Vicente Lloréns, abundando en sus reflexiones sobre la imposición de otra lengua que conllevó tantas veces el exilio y, en especial, de la dolorosa sensación de deterioro de la propia, se preguntaba: “Esta muerte muda, en que el habla se extingue por falta de su natural aliento nativo, ¿a quién puede afectar más sensiblemente que al poeta, cuya razón de vida parece inseparable de la lengua?”.

Los escritores y, singularmente, los poetas del exilio acertaron dar una eficaz expresión literaria al sentimiento por esa “muerte muda”, pero por qué negar que idéntico sentimiento, en absoluto amortiguado, pudo ser albergado por cualquiera de los desterrados de 1939. En la verdad sin galas poéticas de Agustí Centelles en Bram o de aquel gallego anónimo en Nueva York, se encuentra una manifestación tan directa, sincera, sensible y conmovedora, o incluso mucho más, que en otros testimonios literarios sobre la imposibilidad de la renuncia a la lengua que los expresaba. Nada indica que fuese específico del escritor desterrado “el afán –que le atribuyó Vicente Lloréns– de afirmación propia a través de la lengua, con la cual se identifica plenamente; salvarla es salvarse: por eso teme también perderla”. Los expulsados tras la guerra civil, no sólo los escritores, se aferraron a la lengua –a las lenguas del exilio– para salvar de la derrota su propia identidad. La lengua no sólo hablaba por ellos; ellos eran la misma lengua. La fidelidad a las palabras era, en definitiva, la fidelidad a sí mismos y a las causas de su exilio.
 

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