En la reseña que firmó Jordi Amat en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia de un libro de Gaziel, Quina mena de gent som, y de otro sobre él, Gaziel: l’home és el tot, se definía al periodista como “un gran intelectual de la Edad de Plata hispánica” que había dejado una “profunda” impronta en la Cataluña del primer tercio del siglo XX. Tal vez juzgando insuficiente esta valoración de Agustí Calvet y pretendiendo dar la justa medida de su talla, se añadía: “Por talento podría haber sido un Ortega y Gasset, pero el virus del periodismo congeló un gran ensayista”. Leído a prisa, el apunte, que coloca a la misma altura a Ortega y Gaziel, puede parecer bienintencionado e incluso elogioso. Pero adviértase que el salto -el que va de lo que fue e hizo Gaziel a lo que pudo ser y haber hecho- es realmente fenomenal y en absoluto lisonjero. El abismo que se abre entre ambas orillas es lo que no fue y lo que no hizo –y que aparenta motivar un lamento– habiendo tenido las facultades precisas –añadido que semeja tornar el quebranto en reproche. Un argumento muy socorrido sirve para explicar cómo el talento fue dilapidado: el virus del periodismo. Un virus pernicioso donde los haya, quién lo discutirá. Nadie, porque la inercia invita a no conceder al periodismo excesiva consideración social como profesión ni, mucho menos, prestigio como género.
En efecto, el periodismo es reputado como una dedicación pequeña y, lo que es peor, castradora de algunas biografías llamadas a más altas tareas, por el sobado tópico que maneja la crítica. En el mejor de los casos, pretende el halago, aunque parezca errar el tiro dirigiéndolo a una hipotética potencialidad; y casi siempre, no logra esconder un cierto desdén, más o menos virulento, más o menos evidente, por la obra que realmente fue. El tópico constituye una de las más persistentes manifestaciones del desprestigio del periodismo al que, por otra parte, no han dejado de contribuir con sus declaraciones los mismos que lo ejercieron.
El propio Gaziel, por ejemplo. En reiteradas ocasiones, aludió a su primera vocación: “Jo pretenia arribar a ser un escriptor català famós”. El día de su sexagésimo segundo cumpleaños, encabezó un repaso a su trayectoria profesional con una referencia a aquel destino soñado y desviado por el periodismo: “Yo creo que nací siendo escritor. Si la suerte me hubiese sido favorable pienso que habría podido escribir obras importantes, quizá alguna gran obra –novela, ensayo, teatro, historia”. No cabe atribuir esta declaración a un sombrío sentimiento de frustración o derrota motivado por las circunstancias en las que escribió aquellas líneas -1949, cuando la guerra y la dictadura lo habían dejado “sense diari i sense professió”-, tampoco a un pesimismo surgido con la edad, cuando los años pesan y tientan a considerar precario cualquier balance. No, porque apreciaciones semejantes se pueden espigar en escritos suyos muy anteriores.
Quizás una de las primeras reflexiones sobre una vocación extraviada por culpa del periodismo la realiza a propósito de Miquel dels Sants Oliver. Fue escrita en 1923, en vísperas del cuarto aniversario de la muerte de quien consideraba su maestro y cuando él estaba a punto de cumplir diez años en el ejercicio de la profesión. Gaziel se explaya en la descripción del que consideraba el conflicto que atravesó la biografía de Oliver y que no era otro que el enfrentamiento entre la íntima vocación, la literatura, y la fatalidad, el periodismo. Gaziel no puede evitar condolerse de la “pérdida irreparable” que había en el hecho de que Miquel dels Sants Oliver aplazara primero y dejara sin cumplir, a la postre, su vocación como crítico literario e historiador, novelista y poeta. Por escribir la crónica sobre el último discurso de Maura o atender al escándalo parlamentario del momento, Oliver había sacrificado su vocación. Fue el periodismo, “el absorbente hermanastro de la literatura”, el que había mutilado al verdadero Oliver. Gaziel elogiaba las excelentes páginas que dejó escritas en la prensa, pero ellas, añadió, “no pueden consolarnos de las que hubo de dejar de escribir”. La conclusión era que a Oliver el periodismo no había hecho más que “disminuirle”.
Es imposible saber si en 1923, cuando Gaziel publicó su semblanza de Miquel dels Sants Oliver, ya sentía reencarnando en sí mismo el conflicto entre literatura y periodismo que le atribuía a aquel. De ser así, lo que pareciera comprensión imaginativa del dilema biográfico de Oliver no sería más que conocimiento de primera mano de los sentimientos que él mismo albergaba al contemplar la encrucijada en la que abandonó el estudio de la filosofía y la historia por el periodismo. Cabe sospechar que, en efecto, cuando hablaba de Oliver también lo hacía, de algún modo, de sí mismo. Lo que es seguro es que los términos en los que en aquella ocasión se refirió a Oliver –la frustración de la íntima vocación literaria, no obstante, siempre viva, el periodismo como fatalidad o la renuncia al catalán impuesta por la dedicación periodística– fueron exactamente los mismos que emplearía tiempo después al comentar su propia trayectoria, eso sí, con las cautelas que aconsejaba el no parecer que pecaba de inmodestia. Gaziel siempre se reconoció discípulo de Oliver, incluso mucho más, su “hereu”. A ello contribuyeron algunos elementos externos de su biografía, como el haber entrado de su mano en el periodismo o el haberle sucedido en la dirección de La Vanguardia. Pero tanto o más influyeron otros elementos menos visibles en generar el sentimiento de que en él se reeditaba el destino de Oliver, por ejemplo, que también en su caso las “honrosas, pero durísimas galeras del periodismo” habían malogrado una carrera literaria.
Ahora bien, el hecho de que Gaziel creyese que había dejado sin cumplir su vocación literaria no puede servir de coartada a la crítica para asumir como buena y repetir una vez más la machacona cantinela, al menos, no sin preguntarse por los motivos de la tenacidad con la que Gaziel la entonó. Las declaraciones de Gaziel antes que servir para perpetuar el tópico, demuestran qué poderoso y viejo es ese lugar común, ilustran hasta qué punto un gran periodista había interiorizado las apreciaciones que minusvaloraban su profesión y en qué medida estaba arraigada la convicción de que las páginas de los periódicos no soportan nada perdurable, al menos, sin que medie la que él llamó la “prueba del libro”. Gaziel pudo lamentarse porque sabía bien que los laureles que coronan las testas de los dedicados, incluso con mediocridad, a otros géneros de mayor prestigio, nunca se obtienen gracias al periodismo. Por otra parte, también cabría preguntarse si las expresiones quejosas por la vocación frustrada coincidieron con los momentos de decepción que le deparó esa profesión sanguinaria que es el periodismo, como bien sabe cualquiera que lo haya ejercido. Qué duda cabe que a Gaziel el periodismo le ofreció mil y una oportunidades para maldecir de él y para dolerse por la vocación abandonada que, en esos instantes, pudo representarse como un refugio seguro.
Por mucho que su imaginación jugase con lo que pudo ser y no fue, Gaziel no se engañaba: “Estoy llegando al final de mi vida y no he sido más que un periodista. […] Y no me arrepiento en absoluto”. Para recordatorio de quienes denuncian que Gaziel no adoptó las convenientes medidas profilácticas contra el virus del periodismo, ahí tienen la declaración sin rastro de contrición y también las que realizó en otras ocasiones enorgulleciéndose públicamente de su carrera. Así lo hizo en 1934, cuando se cumplían veinte años de la publicación de su primer artículo en la prensa:
“¡Veinte años de fidelidad profesional, de labor diaria, constante, sin una interrupción, sin el más pequeño cambio, con la misma regularidad, tal vez monótona, pero sin duda eficiente, del peregrino que va siguiendo paso a paso un solo y recto sendero, a menudo mirando a uno y otro lado, oyendo de continuo mil cantos y voces tentadoras al margen, mas sin dejarse nunca distraer de lo fundamental, que es seguir siempre adelante! ¿Le parecerá a alguien extraño, por lo tanto, que hoy experimente yo, al considerar el tiempo pasado y el camino recorrido, una disculpable, una ligera emoción? Mientras me enjugo el sudor y me paro un instante a respirar un poco de aire puro, quiero hacer un examen de conciencia…
¿Cuál ha sido mi labor en esos veinte años? Una labor muy simple: publicista libre, desligado de todo partidismo, procuré decir siempre a mis lectores lo que me pareció más conveniente en cada caso, ante cada problema. Bien: lo más conveniente ¿a quién? ¿A mí…?
[…] A mí, periodista ingenuo, no sé por qué extraña ilusión u oscuro instinto, se me ocurrió preocuparme por el bien público. Naturalmente: lo mismo en veinte años, que en veinte mil, es ésta un peregrina preocupación que, sentida con candor y a secas, prácticamente no conduce a nada.
Yo no recuerdo haber escrito, entre tantos millones de palabras, ni una sola línea dictada por el interés personal. Millares de artículos ha ido labrando sobre el papel mi pluma, como en el campo los surcos que con su arado abre el labrador; enjambres de ideas lancé a manos llenas, como el sembrador las semillas; y nunca, ni una sola vez, lo hice movido por un afán de beneficio propio. Me habré podido equivocar mil veces, otras, algunas, habré dado en el clavo. Pero siempre mis aciertos han sido tan gratuitos, tan desinteresados como mis errores”.
Gaziel bien podía preciarse de su independencia y de haber ejercido el periodismo como un fin en sí mismo y no “a manera de trampolín, como tantos, sólo el tiempo necesario para escalar otros planos más altos y otras situaciones más pingües”. Lo que no obstaba para que supiera lo que aquellos veinte años de periodismo podrían haber rendido en otra ocupación:
“En veinte años, con un poco de inteligencia y con la actividad, sin duda considerable, desplegada por mí, hoy yo podría haber sido un comerciante, un industrial, un financiero, un abogado, un político, no diré de primera ni de segunda fila, pero sí, tal vez, de cuarta o quinta, de ésos que tienen sólidamente remachada ya, contra viento y marea, una fuerte posición social, que se sustenta en copiosos bienes muebles e inmuebles, cuentas corrientes, hipotecas, valores bursátiles o altas consejerías remuneradoras. No he de hacer más que mirar a un lado y otro, desde mi polvoriento camino, y ahí los veo, a esos hombres admirables, con sus haciendas, sus fábricas, sus almacenes, sus villas y sus palacetes. […] Y lo curioso es que incluso algunos pretenden modestamente que yo valgo más que ellos. ¿A qué valor se referirán?...”
El periodismo había sido un oficio menudo, uno de los modos de vivir que difícilmente dan para vivir, “no un negocio malo, sino pésimo” que, además, no le había reportado ningún honor.
“¿Honores? ¡Santo Dios! Creo, sinceramente, ser el único español a quien todavía no se le ha hecho un homenaje. […] De suerte que cuando veo, en días de gala, a esos señores con el pecho acribillado de condecoraciones, o simplemente, cuando en el despacho de cualquier abogado, médico, industrial, o en la rebotica de un tendero o en el camerino de una cupletista contemplo tantas placas, medallas, diplomas, dedicatorias y otros afectuosos ex votos; cuando diviso por el mundo tanto botarate encumbrado, tanto granuja enriquecido, los ojos se me pasman, la boca se me entreabre largamente, y yo me digo con razón: ‘¡Qué poco debes de ser tú, cuando jamás has merecido nada de eso!’. Pero lo más extraño de todo es que esta reflexión no me apesadumbra en lo más mínimo, sino que -¡seré yo loco!- al hacérmela siento brotar en la soledad de mi alma el calorcillo de un orgullo casi irreprimible”.
Gaziel concluía: “No me arrepiento de mi vida. Estoy satisfecho de mis veinte años de periodismo”. Y hacía votos por otros veinte años más de profesión. La guerra civil y la dictadura le negaron un periódico donde escribir, pero eso no significó que el periodista fuese liquidado. Basta leer el prólogo que puso a Meditaciones en el desierto, donde afirmaba que aquellos apuntes, fechados entre 1936 y 1956, eran “artículos nonatos”, nacidos de “un instinto irreprimible” que lo empujaba a continuar comentando, aunque fuese en soledad, la vida pública día a día como siempre había hecho. Así que Gaziel continuó siendo periodista, incluso en el desierto.
En definitiva, Gaziel llegó al periodismo sin habérselo propuesto y hasta abandonando una vocación anterior, que siempre contempló con esa nostalgia tramposa que se dirige a lo que pudo ser y no fue. Pero estaba orgulloso de su carrera y hondamente convencido de la dignidad e importancia de la prensa, que permitía llegar “al fons de les consciències”, que era “l’educadora per excel.lència de la gran massa popular”. Quizás fue eso, la posibilidad que le ofrecía el periodismo de convertirse en un espectador privilegiado de su tiempo y de modelar las conciencias de sus lectores, lo que encontró sumamente tentador el joven Agustí Calvet y lo que lo mudó en Gaziel.
Desmintiendo los temores de Gaziel sobre la fugacidad de su obra como periodista, desde hace algún tiempo se suceden las ediciones en libro que recogen sus textos y los estudios sobre su trayectoria, destacando la magnífica biografía que Manuel Llanas le dedicó en 1998. También ha llegado el reconocimiento a su trabajo como director de La Vanguardia. Fueron sus “facultades de piloto”, que él mismo reivindicó en más de una ocasión, las que permitieron la modernización del diario de la familia Godó. Ratificando, todavía hoy, su idea de lo ingrato que puede llegar a ser el periodismo, algunas frases, como puñales, se clavan en una obra considerada, a pesar de todo, insuficiente. A buen seguro Gaziel estaría con Josep Pla cuando afirmó que “el periodista será siempre el pariente pobre –aunque gane más- del literato”, quizás también con el Pla que escribió:
“Debo señalar, aún, otra variante de disidencia condicional: los que pretenden que dadas mis –dicen ellos- facultades podría dedicarme perfectamente a un género de trabajos más elevado. Estos honorables señores piden una novela. […] El paternalismo difuso que hay detrás de esas insinuaciones es, sin duda, de agradecer; aunque, puestos a ser francos, diré que este retintín se ha vuelto, a mis oídos, algo fastidioso”.
A quienes andan hoy pidiendo a Gaziel, dadas sus facultades, un ensayo, quizás el periodista les respondiese, más o menos, con las palabras del solitario de Llofriu que son citadas por Xavier Pericay en Josep Pla y el viejo periodismo:
“Me habría gustado enormemente poderme dedicar a la literatura narrativa de una manera sistemática. […] Las necesidades de la vida me introdujeron en el engranaje periodístico y en la dispersión ineluctable. Con todo, no querría pasar por un hombre de ‘posibilidades fallidas’. En los trabajos desprovistos de opción, he puesto toda mi buena voluntad”.
No, Gaziel no fue un hombre de posibilidades fallidas. Pertenece a una estirpe, quizás ninguneada, pero que en él y en algunos otros alcanzó la excelencia. En ella se pueden mirar los profesionales de hoy para enorgullecerse de ser lo que son, periodistas. Algunos de ellos, a veces y aunque sólo sea por epatar al personal, sienten hormiguear la tentación de decir en voz alta qué gran periodista se perdió en tal o cual escritor, congelado fatalmente por el virus de la literatura. La respuesta que obtuve, en cierta ocasión en que me rendí al impulso, fue una sonrisa que pretendía ser indulgente y que, en realidad, resultó sarcástica.
En efecto, el periodismo es reputado como una dedicación pequeña y, lo que es peor, castradora de algunas biografías llamadas a más altas tareas, por el sobado tópico que maneja la crítica. En el mejor de los casos, pretende el halago, aunque parezca errar el tiro dirigiéndolo a una hipotética potencialidad; y casi siempre, no logra esconder un cierto desdén, más o menos virulento, más o menos evidente, por la obra que realmente fue. El tópico constituye una de las más persistentes manifestaciones del desprestigio del periodismo al que, por otra parte, no han dejado de contribuir con sus declaraciones los mismos que lo ejercieron.
El propio Gaziel, por ejemplo. En reiteradas ocasiones, aludió a su primera vocación: “Jo pretenia arribar a ser un escriptor català famós”. El día de su sexagésimo segundo cumpleaños, encabezó un repaso a su trayectoria profesional con una referencia a aquel destino soñado y desviado por el periodismo: “Yo creo que nací siendo escritor. Si la suerte me hubiese sido favorable pienso que habría podido escribir obras importantes, quizá alguna gran obra –novela, ensayo, teatro, historia”. No cabe atribuir esta declaración a un sombrío sentimiento de frustración o derrota motivado por las circunstancias en las que escribió aquellas líneas -1949, cuando la guerra y la dictadura lo habían dejado “sense diari i sense professió”-, tampoco a un pesimismo surgido con la edad, cuando los años pesan y tientan a considerar precario cualquier balance. No, porque apreciaciones semejantes se pueden espigar en escritos suyos muy anteriores.
Quizás una de las primeras reflexiones sobre una vocación extraviada por culpa del periodismo la realiza a propósito de Miquel dels Sants Oliver. Fue escrita en 1923, en vísperas del cuarto aniversario de la muerte de quien consideraba su maestro y cuando él estaba a punto de cumplir diez años en el ejercicio de la profesión. Gaziel se explaya en la descripción del que consideraba el conflicto que atravesó la biografía de Oliver y que no era otro que el enfrentamiento entre la íntima vocación, la literatura, y la fatalidad, el periodismo. Gaziel no puede evitar condolerse de la “pérdida irreparable” que había en el hecho de que Miquel dels Sants Oliver aplazara primero y dejara sin cumplir, a la postre, su vocación como crítico literario e historiador, novelista y poeta. Por escribir la crónica sobre el último discurso de Maura o atender al escándalo parlamentario del momento, Oliver había sacrificado su vocación. Fue el periodismo, “el absorbente hermanastro de la literatura”, el que había mutilado al verdadero Oliver. Gaziel elogiaba las excelentes páginas que dejó escritas en la prensa, pero ellas, añadió, “no pueden consolarnos de las que hubo de dejar de escribir”. La conclusión era que a Oliver el periodismo no había hecho más que “disminuirle”.
Es imposible saber si en 1923, cuando Gaziel publicó su semblanza de Miquel dels Sants Oliver, ya sentía reencarnando en sí mismo el conflicto entre literatura y periodismo que le atribuía a aquel. De ser así, lo que pareciera comprensión imaginativa del dilema biográfico de Oliver no sería más que conocimiento de primera mano de los sentimientos que él mismo albergaba al contemplar la encrucijada en la que abandonó el estudio de la filosofía y la historia por el periodismo. Cabe sospechar que, en efecto, cuando hablaba de Oliver también lo hacía, de algún modo, de sí mismo. Lo que es seguro es que los términos en los que en aquella ocasión se refirió a Oliver –la frustración de la íntima vocación literaria, no obstante, siempre viva, el periodismo como fatalidad o la renuncia al catalán impuesta por la dedicación periodística– fueron exactamente los mismos que emplearía tiempo después al comentar su propia trayectoria, eso sí, con las cautelas que aconsejaba el no parecer que pecaba de inmodestia. Gaziel siempre se reconoció discípulo de Oliver, incluso mucho más, su “hereu”. A ello contribuyeron algunos elementos externos de su biografía, como el haber entrado de su mano en el periodismo o el haberle sucedido en la dirección de La Vanguardia. Pero tanto o más influyeron otros elementos menos visibles en generar el sentimiento de que en él se reeditaba el destino de Oliver, por ejemplo, que también en su caso las “honrosas, pero durísimas galeras del periodismo” habían malogrado una carrera literaria.
Ahora bien, el hecho de que Gaziel creyese que había dejado sin cumplir su vocación literaria no puede servir de coartada a la crítica para asumir como buena y repetir una vez más la machacona cantinela, al menos, no sin preguntarse por los motivos de la tenacidad con la que Gaziel la entonó. Las declaraciones de Gaziel antes que servir para perpetuar el tópico, demuestran qué poderoso y viejo es ese lugar común, ilustran hasta qué punto un gran periodista había interiorizado las apreciaciones que minusvaloraban su profesión y en qué medida estaba arraigada la convicción de que las páginas de los periódicos no soportan nada perdurable, al menos, sin que medie la que él llamó la “prueba del libro”. Gaziel pudo lamentarse porque sabía bien que los laureles que coronan las testas de los dedicados, incluso con mediocridad, a otros géneros de mayor prestigio, nunca se obtienen gracias al periodismo. Por otra parte, también cabría preguntarse si las expresiones quejosas por la vocación frustrada coincidieron con los momentos de decepción que le deparó esa profesión sanguinaria que es el periodismo, como bien sabe cualquiera que lo haya ejercido. Qué duda cabe que a Gaziel el periodismo le ofreció mil y una oportunidades para maldecir de él y para dolerse por la vocación abandonada que, en esos instantes, pudo representarse como un refugio seguro.
Por mucho que su imaginación jugase con lo que pudo ser y no fue, Gaziel no se engañaba: “Estoy llegando al final de mi vida y no he sido más que un periodista. […] Y no me arrepiento en absoluto”. Para recordatorio de quienes denuncian que Gaziel no adoptó las convenientes medidas profilácticas contra el virus del periodismo, ahí tienen la declaración sin rastro de contrición y también las que realizó en otras ocasiones enorgulleciéndose públicamente de su carrera. Así lo hizo en 1934, cuando se cumplían veinte años de la publicación de su primer artículo en la prensa:
“¡Veinte años de fidelidad profesional, de labor diaria, constante, sin una interrupción, sin el más pequeño cambio, con la misma regularidad, tal vez monótona, pero sin duda eficiente, del peregrino que va siguiendo paso a paso un solo y recto sendero, a menudo mirando a uno y otro lado, oyendo de continuo mil cantos y voces tentadoras al margen, mas sin dejarse nunca distraer de lo fundamental, que es seguir siempre adelante! ¿Le parecerá a alguien extraño, por lo tanto, que hoy experimente yo, al considerar el tiempo pasado y el camino recorrido, una disculpable, una ligera emoción? Mientras me enjugo el sudor y me paro un instante a respirar un poco de aire puro, quiero hacer un examen de conciencia…
¿Cuál ha sido mi labor en esos veinte años? Una labor muy simple: publicista libre, desligado de todo partidismo, procuré decir siempre a mis lectores lo que me pareció más conveniente en cada caso, ante cada problema. Bien: lo más conveniente ¿a quién? ¿A mí…?
[…] A mí, periodista ingenuo, no sé por qué extraña ilusión u oscuro instinto, se me ocurrió preocuparme por el bien público. Naturalmente: lo mismo en veinte años, que en veinte mil, es ésta un peregrina preocupación que, sentida con candor y a secas, prácticamente no conduce a nada.
Yo no recuerdo haber escrito, entre tantos millones de palabras, ni una sola línea dictada por el interés personal. Millares de artículos ha ido labrando sobre el papel mi pluma, como en el campo los surcos que con su arado abre el labrador; enjambres de ideas lancé a manos llenas, como el sembrador las semillas; y nunca, ni una sola vez, lo hice movido por un afán de beneficio propio. Me habré podido equivocar mil veces, otras, algunas, habré dado en el clavo. Pero siempre mis aciertos han sido tan gratuitos, tan desinteresados como mis errores”.
Gaziel bien podía preciarse de su independencia y de haber ejercido el periodismo como un fin en sí mismo y no “a manera de trampolín, como tantos, sólo el tiempo necesario para escalar otros planos más altos y otras situaciones más pingües”. Lo que no obstaba para que supiera lo que aquellos veinte años de periodismo podrían haber rendido en otra ocupación:
“En veinte años, con un poco de inteligencia y con la actividad, sin duda considerable, desplegada por mí, hoy yo podría haber sido un comerciante, un industrial, un financiero, un abogado, un político, no diré de primera ni de segunda fila, pero sí, tal vez, de cuarta o quinta, de ésos que tienen sólidamente remachada ya, contra viento y marea, una fuerte posición social, que se sustenta en copiosos bienes muebles e inmuebles, cuentas corrientes, hipotecas, valores bursátiles o altas consejerías remuneradoras. No he de hacer más que mirar a un lado y otro, desde mi polvoriento camino, y ahí los veo, a esos hombres admirables, con sus haciendas, sus fábricas, sus almacenes, sus villas y sus palacetes. […] Y lo curioso es que incluso algunos pretenden modestamente que yo valgo más que ellos. ¿A qué valor se referirán?...”
El periodismo había sido un oficio menudo, uno de los modos de vivir que difícilmente dan para vivir, “no un negocio malo, sino pésimo” que, además, no le había reportado ningún honor.
“¿Honores? ¡Santo Dios! Creo, sinceramente, ser el único español a quien todavía no se le ha hecho un homenaje. […] De suerte que cuando veo, en días de gala, a esos señores con el pecho acribillado de condecoraciones, o simplemente, cuando en el despacho de cualquier abogado, médico, industrial, o en la rebotica de un tendero o en el camerino de una cupletista contemplo tantas placas, medallas, diplomas, dedicatorias y otros afectuosos ex votos; cuando diviso por el mundo tanto botarate encumbrado, tanto granuja enriquecido, los ojos se me pasman, la boca se me entreabre largamente, y yo me digo con razón: ‘¡Qué poco debes de ser tú, cuando jamás has merecido nada de eso!’. Pero lo más extraño de todo es que esta reflexión no me apesadumbra en lo más mínimo, sino que -¡seré yo loco!- al hacérmela siento brotar en la soledad de mi alma el calorcillo de un orgullo casi irreprimible”.
Gaziel concluía: “No me arrepiento de mi vida. Estoy satisfecho de mis veinte años de periodismo”. Y hacía votos por otros veinte años más de profesión. La guerra civil y la dictadura le negaron un periódico donde escribir, pero eso no significó que el periodista fuese liquidado. Basta leer el prólogo que puso a Meditaciones en el desierto, donde afirmaba que aquellos apuntes, fechados entre 1936 y 1956, eran “artículos nonatos”, nacidos de “un instinto irreprimible” que lo empujaba a continuar comentando, aunque fuese en soledad, la vida pública día a día como siempre había hecho. Así que Gaziel continuó siendo periodista, incluso en el desierto.
En definitiva, Gaziel llegó al periodismo sin habérselo propuesto y hasta abandonando una vocación anterior, que siempre contempló con esa nostalgia tramposa que se dirige a lo que pudo ser y no fue. Pero estaba orgulloso de su carrera y hondamente convencido de la dignidad e importancia de la prensa, que permitía llegar “al fons de les consciències”, que era “l’educadora per excel.lència de la gran massa popular”. Quizás fue eso, la posibilidad que le ofrecía el periodismo de convertirse en un espectador privilegiado de su tiempo y de modelar las conciencias de sus lectores, lo que encontró sumamente tentador el joven Agustí Calvet y lo que lo mudó en Gaziel.
Desmintiendo los temores de Gaziel sobre la fugacidad de su obra como periodista, desde hace algún tiempo se suceden las ediciones en libro que recogen sus textos y los estudios sobre su trayectoria, destacando la magnífica biografía que Manuel Llanas le dedicó en 1998. También ha llegado el reconocimiento a su trabajo como director de La Vanguardia. Fueron sus “facultades de piloto”, que él mismo reivindicó en más de una ocasión, las que permitieron la modernización del diario de la familia Godó. Ratificando, todavía hoy, su idea de lo ingrato que puede llegar a ser el periodismo, algunas frases, como puñales, se clavan en una obra considerada, a pesar de todo, insuficiente. A buen seguro Gaziel estaría con Josep Pla cuando afirmó que “el periodista será siempre el pariente pobre –aunque gane más- del literato”, quizás también con el Pla que escribió:
“Debo señalar, aún, otra variante de disidencia condicional: los que pretenden que dadas mis –dicen ellos- facultades podría dedicarme perfectamente a un género de trabajos más elevado. Estos honorables señores piden una novela. […] El paternalismo difuso que hay detrás de esas insinuaciones es, sin duda, de agradecer; aunque, puestos a ser francos, diré que este retintín se ha vuelto, a mis oídos, algo fastidioso”.
A quienes andan hoy pidiendo a Gaziel, dadas sus facultades, un ensayo, quizás el periodista les respondiese, más o menos, con las palabras del solitario de Llofriu que son citadas por Xavier Pericay en Josep Pla y el viejo periodismo:
“Me habría gustado enormemente poderme dedicar a la literatura narrativa de una manera sistemática. […] Las necesidades de la vida me introdujeron en el engranaje periodístico y en la dispersión ineluctable. Con todo, no querría pasar por un hombre de ‘posibilidades fallidas’. En los trabajos desprovistos de opción, he puesto toda mi buena voluntad”.
No, Gaziel no fue un hombre de posibilidades fallidas. Pertenece a una estirpe, quizás ninguneada, pero que en él y en algunos otros alcanzó la excelencia. En ella se pueden mirar los profesionales de hoy para enorgullecerse de ser lo que son, periodistas. Algunos de ellos, a veces y aunque sólo sea por epatar al personal, sienten hormiguear la tentación de decir en voz alta qué gran periodista se perdió en tal o cual escritor, congelado fatalmente por el virus de la literatura. La respuesta que obtuve, en cierta ocasión en que me rendí al impulso, fue una sonrisa que pretendía ser indulgente y que, en realidad, resultó sarcástica.
1 comentarios:
Por artículos como éste casi perdono tu silencio epistolar.
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