El pistoletazo


El del pistoletazo sabía bien que era “preciado de gracioso” por más que hubiese advertido públicamente que él, como escritor satírico, era “como la luna, un cuerpo opaco destinado a dar luz, y es acaso el único de quien con razón se puede decir que da lo que no tiene. […] ¡y a eso llaman sin embargo ser feliz! Esa acrimonia misma, esa mordacidad jocosa que suele hacer tan a menudo el contento de los demás, es en él la fría impasibilidad del espejo que reproduce las figuras no sólo sin gozar, sino a veces empañándose”. La necrológica de Larra la escribió el desconcierto provocado por el suicidio de un periodista celebrado por el tono festivo que prodigaba en sus artículos. Sus coetáneos calmaron su sed de explicaciones hablando de los amores contrariados de un romántico. Vino a ser, tal y como apuntó Carlos Seco Serrano, como si grabasen en su sepulcro el epitafio de Macías: “Aquí yace Larra, el enamorado”.

Quizás fue Mesonero Romanos el primero en corregir la inscripción de la lápida sepulcral. Fue él quien, aplicando al caso aquello de que el estilo es el hombre mismo, avisó de que el abismo que se abría entre el costumbrismo de Fígaro y del suyo propio era exactamente el que mediaba entre el destino de un suicida veinteañero y el de un setentón que redacta sus memorias. Pero como nadie se acuerda del pobre Mesonero, hubo que esperar al 98 para que fuesen descubiertas las lágrimas bajo la máscara mordaz y risueña. Larra dejó de ser, a partir de entonces, Macías o Werther. La relectura de su obra supuso una relectura de su suicidio. O quizás fue a la inversa, como sugirió Unamuno en un artículo en el que, discrepante entre los miembros de su generación, venía a confesar el enfado que le provocaba ser tomado por ahijado de Larra: “El suicidio fue, con el surtidor poético de Zorrilla, al borde de la tumba de aquel, lo que más le hizo. Fue el suicidio el que proyectó su trágica amargura sobre la moderada sátira literaria del pobrecito hablador”.

Fuera cual fuese el orden de los factores, lo cierto es que leer a Larra es leer su suicidio y que ambas operaciones se han vuelto inseparables. “¿Por qué se suicidó Larra? ¿Qué se suicidó en Larra? O, de otro modo, ¿quién suicidó a Larra? ¿A quién suicidó Larra?” son las preguntas que se hizo José Bergamín y, con él, todos hasta hoy. Antonio Machado afirmó: “Fue el suicidio su último y definitivo artículo de costumbres”. Ramón Gómez de la Serna, seguro como estaba de que “su calavera es la suya porque tiene en una sien el agujero de la bala”, apuntó la necesidad de que “deba dividirse su obra en la de antes del suicidio y en la de dentro del suicidio”. Ambas respuestas condensan la exégesis vigente. De ella participaba Antonio Buero Vallejo al conceder las últimas palabras en La detonación a Pedro, el criado del delirio de la Nochebuena de 1836: “Y aquella detonación que casi no oí, no se me borra… ¡Y se tiene que oír, y oír, aunque pasen los años! ¡Como un trueno… que nos despierte!”.

El pistoletazo ha sido arrancado de la biografía para colocarlo en la obra. Es más, el tiro vendría a ser la prueba irrefutable de la radical sinceridad de la crítica larriana. Esa cantinela necrófila resulta molesta en sus versiones más violentas y exacerbadas, porque en ellas sólo se escucha el atronador y mortal disparo, silenciando las palabras vivas y escritas. Incluso las versiones más prudentes parecen no advertir la comprometida situación en el que Larra dejó a quienes, entendiendo y elogiando la lección suprema del padre, cogieron la pluma detrás de él. La coherencia –porque no dirán que les faltaron ocasiones y justificaciones– les exigiría descerrajarse un tiro también. Y chitón, para que se pueda escuchar a los cínicos supervivientes hacer literatura barata con la sangre chorreante sobre las nuevas levitas.

A Larra siempre le acompañó la razón, excepto en el pistoletazo. Hay que decirlo: ahí se equivocó; tenía que seguir escribiendo. Siquiera fuese para no dar ese triunfo a los que decían que no se lee porque no se escribe. O so pena de tener que admitir que escribía para sí.

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"Todos tenemos un póster de Larra, pues ella tres", dice una canción de Javier Krahe. Arrebatemos a Larra a esos artistas del desvivir que tienen en sus cuartos la imagen del periodista por triplicado y celebremos al Larra lúcido y vivo.


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