Pensando el costumbrismo (en Nueva York y en pareja)


Asomándose a las Ventanas de Manhattan, Muñoz Molina se puso a pensar en el carácter costumbrista de muchas de las manifestaciones del arte americano:

“En España el peor insulto que puede recibir quien escribe libros o hace películas, quien se dedica casi a cualquier forma de arte, es que se le llame localista, o costumbrista. En Nueva York uno se da cuenta de que el arte americano, que en cualquier parte del mundo se percibe como universal, es de un localismo extremo, y sus cualidades universales o abstractas proceden de nuestra lejanía hacia los motivos, los escenarios y las experiencias que lo alimentan. Quizás la grandeza de sus mejores obras resida en parte en el vínculo estrecho y vivificador que mantienen con lo inmediatamente real, su capacidad de fabular con los materiales más cercanos de la vida: la poesía con la lengua hablada, la novela con la crónica, el cine con el documento sobre las cosas comunes y los trabajos de la gente, la danza con el ritmo y el sonido de los pasos, las artes visuales con la fotografía, con las imágenes de la publicidad y de la cultura de masas, con los escenarios cotidianos, la música tantas veces, con las efusiones sentimentales y las melodías simples de la canción popular, con los sonidos y hasta los ruidos de las calles, el tachunda de las bandas de viento y los tambores, la cacofonía de los cláxones, a la polifonía de las herramientas, la simple topografía de la ciudad, que se vuelve romántica con sólo ser enunciada, agregada al título de una obra: Manhattan Transfer, West Side Store, Forty Second Street, Washington Square… En una canción de Rodgers y Hart, titulada simplemente Manhattan, un catálogo de nombres de calles nada distinguidas se convierte en el itinerario sentimental e irónico de una pareja de amantes, que celebran los chorros de aire caliente de los respiraderos del metro en el mes de julio y el deslizarse de los carritos de refrescos y comida barata como si fueran las brisas marinas y los veleros de un litoral soñado al que su pobre economía les impide escapar. Uno de los más hermosos himnos del jazz, Take the A train, que compuso Billy Strayhorn para Duke Ellington, es ya desde su título una guía literal sobre la línea del metro que nos llevará a Harlem”.

Los cuadros de Edward Hopper, La ventana indiscreta de Hitchcock, los moteles de carretera de la literatura americana de Nabokov y los cuentos de Cornell Woolrich serían, según Muñoz Molina, otros tantos ejemplos de obras en las que el costumbrismo no es la ganga, sino su mismo corazón.

El juicio es el mismo que expresaba Elvira Lindo en una columna en la que comentaba la película Fiebre del sábado noche:

“Nunca se me pasó por la cabeza imaginar que Tony Madero estaba encarnando a un paleto, que el barrio que en inglés sonaba tan bien (Brooklyn, Bay Ridge) era un sitio donde vivía la gente más ruda de Nueva York. No vi el sentido realista de la historia. (…) Lo que no deja de extrañarme es que en España se cambia el adjetivo “realista” por el de “costumbrista” y de esta forma los enterados fusilan lo que se les ponga por delante. Con el tiempo, y más viviendo aquí, percibes, que casi todas las expresiones artísticas americanas han tenido una tendencia marcadamente realista, que escritores y cineastas se han dedicado en su gran mayoría a contar con fidelidad y crudeza cómo es el país en el que viven”.

Quienes, después de leer ambos textos, crean que nos han vendido la misma idea por el precio de dos (el del libro y el de la columna), tal vez se equivoquen. Elvira Lindo hace un quiebro al final: “Ahora, cuando están a punto de subastar la discoteca en la que se rodó Fiebre del sábado noche, siento un poco de melancolía, porque con su derrumbe se me va también parte de mi historia personal, la de esa paleta de barrio que fui, que soy”. Así que Elvira Lindo no es como aquellos lectores que, por no querer verse retratados por Larra, despejaban balones asegurando que el artículo pintaba a don Cosme:

“Muchos son los obstáculos que para escribir encuentra entre nosotros el escritor, y el escritor sobre todo de costumbres que funda sus artículos en la observación de los diversos caracteres que andan por la sociedad revueltos y desparramados. […] ¿Dibujó un carácter, y tomó para ello toques de éste y de aquél, formando su bello ideal de las calidades de todos? «¡Qué picarillo! -gritan-, ¡cómo ha puesto a don Fulano!» ¿Pintó un avaro como hay ciento? «Pues ése es don Cosme», gritan todos, «el que vive aquí a la vuelta.» Y no se desgañite para decirle al público: «Señores, que no hago retratos personales, que no critico a uno, que critico a todos; que no conozco siquiera a ese don Cosme». ¡Tiempo perdido! «Que el artículo está hecho hace dos meses, y don Cosme vino ayer.» Nada. «Que mi avaro tiene peluca y don Cosme no la gasta.» ¡Ni por ésas! «Púsole peluca -dicen-, para desorientar; pero es él.» «Que no se parece a don Cosme en nada.» No importa; es don Cosme, y se lo hacen creer todos a don Cosme por ver si don Cosme le mata; y don Cosme, que es caviloso, es el primero a decir: «Ése soy yo». Para esto de entender alusiones nadie como nosotros. ¿Consistirá esto en que los criticados que se reconocen en el cuadro de costumbres se apresuran a echar el muerto al vecino para descartarse de la parte que a ellos les toca? ¡Quién sabe! Confesemos de todos modos que es pícaro el oficio de escritor de costumbres”.

Por lo demás, completamente de acuerdo con Antonio Muñoz Molina y Elvira Lindo: el prestigio del costumbrismo americano –llámese realismo, si se prefiere– se basa en la distancia geográfica. El riesgo de que el género devenga en costumbrismo roñoso es directamente proporcional a la proximidad del asunto tratado.

Pongamos un ejemplo. Bajar al metro de Madrid y contar el viaje pasa por ser un ejercicio de intolerable costumbrismo castizo, algo así como ponerse a bailar un chotis. Pero meterse en el subway de Nueva York, eso ya es otra cosa, porque en el trayecto suena el jazz de Duke Ellington. Digo yo que la jam sesion del trayecto hasta Harlem convencerá a la crítica castiza. Habría que preguntarle a Elvira Lindo si el intento le sirvió para redimirse de Moratalaz y ganar otro prestigio.

Posdata: Otras expresiones pueden elegir su estrategia; el periodismo, no. O es costumbrista o no es. Y he aquí el problema: que el periodismo, aquejado de ínfulas de grandeza, ha dejado de hacerse en la calle. Es realmente curiosa esa negación de su esencial razón de ser, que es local, pegada al suelo que pisa, y circunstancial, cosida al tiempo presente. El periodismo ha olvidado que Larra, el padre del invento en el que estamos, demostró que el artículo aguardaba a la vuelta de la esquina, a mano izquierda según se sale de la calle Santa Clara. No es el asunto lo que impide trascender el lugar y el tiempo del que fue tomado, es el procedimiento. O se hace bien o se hace mal, simplemente.


1 comentarios:

Lieschen dijo...

Elvira Lindo, a vueltas con la misma idea, en la entrevista que publicaba EL CULTURAL el pasado día 19 de este mes:

"Bueno, en España se despreció el realismo. En la novela, en el teatro y en el cine. La palabra costumbrismo adoptó un sentido completamente peyorativo. Y ha sido un gran error. Pensábamos que lo americano era internacional y nosotros costumbristas. No nos dábamos cuenta de que el gran arte americano es el realismo y que su arte está lleno de detalles de la vida diaria. Hemos perdido mucho tiempo despreciando a los que aspiraban a contar la realidad y ahora cuesta ponerse al día".