No hay que complicar la cosa con fines sublimes

Decido aparcar a Larra, pero quiere el azar que me tope con un texto de Gonzalo Torrente Ballester que viene al hilo de lo último escrito aquí. Es uno de los apuntes de Nuevos cuadernos de La Romana, publicados originariamente en el diario Informaciones:

“En una carta, un amigo muy querido cuanto admirado se pregunta y me pregunta: ‘¿Para qué escribo?’. Y la pregunta tiene todo el sabor de una decepción, de un desencanto. Hace cuarenta años, cuando la vocación intelectual le solicitaba, se habrá hecho una pregunta semejante, formulada con ligeras diferencias verbales: ¿Para qué voy a escribir? A la cual, él, lo mismo que todos, habrá respondido con un manojo de proyectos y de esperanzas. Pasado el tiempo, él, como muchos otros, puede ofrecer 30 o 40 volúmenes en que los proyectos han cuajado, pero no, paralelas, las esperanzas cumplidas. Y entonces la pregunta resurge y el ‘para qué’ reaparece, ya sin entusiasmo, un ‘para qué’ en que se implica, sin atreverse a decirla, la respuesta: para nada.
Me gustaría, desde aquí, animarle y hacerle comprender que ese ‘nada’ no es en la realidad tan radical y negativo. Por lo pronto, al modo del pájaro que canta, el intelectual vive mientras piensa y escribe, es su modo de ser y de estar en el mundo, y en esto sólo ya encuentra justificación. Con frecuencia olvidamos que hemos venido a la vida sin comerlo ni beberlo, sobre todo, sin pedirlo; pero lo malo es que también lo olvidan los demás y se ponen a plantear exigencias y requerir justificaciones hasta el mero existir. Pienso que lo que está aquí se justifica por sí mismo, y que si la suerte, o lo que sea, personal, le trajo a uno por este camino de pensar y de escribir, no hay que complicar la cosa con fines sublimes. Uno escribe porque sí o porque le gusta o porque no sabe hacer otra cosa.
Andar buscando ‘finalidades’ nos conduce a los españoles al punto mismo en que Larra descubrió que en este país ‘escribir es llorar’. Destripar las palabras de nuestro gran pesimista nos lleva a la conclusión de que escribir sirve de algo, pero que, aquí, ese ‘algo’ no se vislumbra, y el escribir queda en acto gratuito, en lanzada a moro muerto. Bueno, ¿y qué? ¿Habrá que contar la historia del ruiseñor que descubrió una vez que nadie le escuchaba y que, decepcionado, se dedicó a carpintero, como su vecino de árbol? Oficio en que naturalmente no alcanzó la medianía.
No hay que preguntarse para qué, porque eso nos mete sin quererlo en el sistema falaz de las grandes trascendencias. Hay que hacerlo mientras se puede, sin darle gran importancia y con cierta indiferencia ante el hecho verificable de que la voz del ruiseñor no tenga público. Y cuando por una razón u otra llegue la hora de enmudecer, callarse y a otra cosa. Cierta vez me contaron de un torero que tras la faena, buena, mediana o mala, decía invariablemente: ‘Ahí queda eso’”.

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