Ernst Bloch escribió: “La música no llena el espacio: lo crea”. Para mí, la música de Händel crea un espacio para la celebración de la vida, para la alegría. Esto parece evidente en Música para los reales fuegos artificiales o en su Música acuática. Pero en muchos pasajes de sus Concerti grossi también encuentro una suerte de regocijado alborozo que quizás se remansa en las sonatas, las suites o las fugas, pero sin llegar a desaparecer nunca del todo.
La música de Händel crea un espacio para una alegría tranquila, más honda y mucho más verdadera que la de los arrebatos eufóricos que revelan su mentira una vez han quemado todas nuestras energías en piruetas alocadas. Esa alegría reposada no se encuentra jamás en los espacios monumentales, fastuosos y apabullantes, escenarios excesivos donde parece incongruente otra cosa que no sea un reverencial respeto y una postrada admiración. La sosegada alegría de Händel no habita en esos recintos sobrehumanos y asfixiantes, sino en salones amplios y maravillosos, al tiempo que discretos y sobrios, donde es posible la vida y donde se respira un aire tónico y revitalizador.
Quizás fuese más preciso llamar a esa alegría serena “dulzura de vivir”. Jesús Bal y Gay definió con exquisita sensibilidad ese poderoso sentimiento, que participa de la alegría y la felicidad, pero es distinto a ellas:
“En la alegría de vivir, así como en la felicidad muy intensa, hay una cierta dosis de embriaguez, de enajenamiento, incompatible con la claridad de conciencia esencial a la dulzura de vivir. Por eso ésta se manifiesta con un tempo moderato cantabile, entre placeres con sordina, placeres menudos, concurrentes, ninguno de los cuales bastaría para arrebatarnos, pero que juntos producen en nosotros esa imponderable sensación de felicidad consciente de sí misma, que es, al mismo tiempo, reconciliación con la vida, con la naturaleza, con el prójimo, eco humano de la aprobación de Dios a su propia obra en los días del Génesis. […] Nadie, por mucho que se lo proponga, logra por sí mismo la dulzura de vivir: cosa es ésta que recibimos como un don, gratuita e inesperadamente, cuando el corazón está desembarazado de urgencias y de afanes y el espíritu en reposada, ociosa vigilia. Todo nuestro ser comienza entonces a sentirse vivir plenamente y en su interior vibra un ronroneo de gato o de Rolls-Royce. Hay en ese estado una conjunción de finas delicias de los sentidos, al fondo de las cuales late un horizonte iluminado por una luz espiritual”.
No importa el estado de ánimo con el que llegue a escuchar a Händel. Invariablemente con su música percibo la dulzura de vivir, me siento moradora de un espacio en el que “un dorado enjambre hibleo” de menus plaisirs, que diría Bal y Gay, colma “horas tan apacibles que el tiempo se convierte en una epifanía de la eternidad”. Incluso el lamento de Almirena, llorando su cruel suerte, construye ese lugar. Su aria es de una suave melancolía a la que algunos días también me abandono, dulcemente.
La música de Händel crea un espacio para una alegría tranquila, más honda y mucho más verdadera que la de los arrebatos eufóricos que revelan su mentira una vez han quemado todas nuestras energías en piruetas alocadas. Esa alegría reposada no se encuentra jamás en los espacios monumentales, fastuosos y apabullantes, escenarios excesivos donde parece incongruente otra cosa que no sea un reverencial respeto y una postrada admiración. La sosegada alegría de Händel no habita en esos recintos sobrehumanos y asfixiantes, sino en salones amplios y maravillosos, al tiempo que discretos y sobrios, donde es posible la vida y donde se respira un aire tónico y revitalizador.
Quizás fuese más preciso llamar a esa alegría serena “dulzura de vivir”. Jesús Bal y Gay definió con exquisita sensibilidad ese poderoso sentimiento, que participa de la alegría y la felicidad, pero es distinto a ellas:
“En la alegría de vivir, así como en la felicidad muy intensa, hay una cierta dosis de embriaguez, de enajenamiento, incompatible con la claridad de conciencia esencial a la dulzura de vivir. Por eso ésta se manifiesta con un tempo moderato cantabile, entre placeres con sordina, placeres menudos, concurrentes, ninguno de los cuales bastaría para arrebatarnos, pero que juntos producen en nosotros esa imponderable sensación de felicidad consciente de sí misma, que es, al mismo tiempo, reconciliación con la vida, con la naturaleza, con el prójimo, eco humano de la aprobación de Dios a su propia obra en los días del Génesis. […] Nadie, por mucho que se lo proponga, logra por sí mismo la dulzura de vivir: cosa es ésta que recibimos como un don, gratuita e inesperadamente, cuando el corazón está desembarazado de urgencias y de afanes y el espíritu en reposada, ociosa vigilia. Todo nuestro ser comienza entonces a sentirse vivir plenamente y en su interior vibra un ronroneo de gato o de Rolls-Royce. Hay en ese estado una conjunción de finas delicias de los sentidos, al fondo de las cuales late un horizonte iluminado por una luz espiritual”.
No importa el estado de ánimo con el que llegue a escuchar a Händel. Invariablemente con su música percibo la dulzura de vivir, me siento moradora de un espacio en el que “un dorado enjambre hibleo” de menus plaisirs, que diría Bal y Gay, colma “horas tan apacibles que el tiempo se convierte en una epifanía de la eternidad”. Incluso el lamento de Almirena, llorando su cruel suerte, construye ese lugar. Su aria es de una suave melancolía a la que algunos días también me abandono, dulcemente.
3 comentarios:
Te puedes abandonar en la dulzura de vivir, pero no viene mal otras veces la "embriaguez, el enajenamiento incompatible con la claridad...".
No todos los "arrebatos eufóricos revelan su mentira una vez han quemado todas nuestras energías en piruetas alocadas". A veces esos segundos de éxtasis son más ciertos que tantas horas de dulce calma.
Hay días en los que uno se levanta con afán de romper su silencio, su lectura-espía y, aún sabiendo que los comentarios no son lo importante, no he podido evitar, al leer tu post sobre Händel y la felicidad, recordar a Holly Golightly, protagonista de Desayuno con Diamantes, el fabuloso personaje de Truman Capote que sólo vencía los "días rojos" (ésos en los que tienes miedo sin entender bien a qué) visitando Tiffany´s. En el fondo, da igual que sea por el brillo de las joyas, o por el brillo armonioso de una composición de Händel, si al final, encontramos ese pequeño refugio, un remanso de paz, una rendija por donde respirar de esa, siempre escurridiza, felicidad.
¡Qué curioso que cites DESAYUNO CON DIAMANTES! En ella se puede escuchar una canción también dulcemente melancólica: MOON RIVER, de ese genio que fue Henry Mancini.
Será importante o no recibir un comentario... pero, de todas formas, te agradezco muchísimo el tuyo!!! ;)
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