
Gaziel y el virus del periodismo


En efecto, el periodismo es reputado como una dedicación pequeña y, lo que es peor, castradora de algunas biografías llamadas a más altas tareas, por el sobado tópico que maneja la crítica. En el mejor de los casos, pretende el halago, aunque parezca errar el tiro dirigiéndolo a una hipotética potencialidad; y casi siempre, no logra esconder un cierto desdén, más o menos virulento, más o menos evidente, por la obra que realmente fue. El tópico constituye una de las más persistentes manifestaciones del desprestigio del periodismo al que, por otra parte, no han dejado de contribuir con sus declaraciones los mismos que lo ejercieron.
El propio Gaziel, por ejemplo. En reiteradas ocasiones, aludió a su primera vocación: “Jo pretenia arribar a ser un escriptor català famós”. El día de su sexagésimo segundo cumpleaños, encabezó un repaso a su trayectoria profesional con una referencia a aquel destino soñado y desviado por el periodismo: “Yo creo que nací siendo escritor. Si la suerte me hubiese sido favorable pienso que habría podido escribir obras importantes, quizá alguna gran obra –novela, ensayo, teatro, historia”. No cabe atribuir esta declaración a un sombrío sentimiento de frustración o derrota motivado por las circunstancias en las que escribió aquellas líneas -1949, cuando la guerra y la dictadura lo habían dejado “sense diari i sense professió”-, tampoco a un pesimismo surgido con la edad, cuando los años pesan y tientan a considerar precario cualquier balance. No, porque apreciaciones semejantes se pueden espigar en escritos suyos muy anteriores.

Es imposible saber si en 1923, cuando Gaziel publicó su semblanza de Miquel dels Sants Oliver, ya sentía reencarnando en sí mismo el conflicto entre literatura y periodismo que le atribuía a aquel. De ser así, lo que pareciera comprensión imaginativa del dilema biográfico de Oliver no sería más que conocimiento de primera mano de los sentimientos que él mismo albergaba al contemplar la encrucijada en la que abandonó el estudio de la filosofía y la historia por el periodismo. Cabe sospechar que, en efecto, cuando hablaba de Oliver también lo hacía, de algún modo, de sí mismo. Lo que es seguro es que los términos en los que en aquella ocasión se refirió a Oliver –la frustración de la íntima vocación literaria, no obstante, siempre viva, el periodismo como fatalidad o la renuncia al catalán impuesta por la dedicación periodística– fueron exactamente los mismos que emplearía tiempo después al comentar su propia trayectoria, eso sí, con las cautelas que aconsejaba el no parecer que pecaba de inmodestia. Gaziel siempre se reconoció discípulo de Oliver, incluso mucho más, su “hereu”. A ello contribuyeron algunos elementos externos de su biografía, como el haber entrado de su mano en el periodismo o el haberle sucedido en la dirección de La Vanguardia. Pero tanto o más influyeron otros elementos menos visibles en generar el sentimiento de que en él se reeditaba el destino de Oliver, por ejemplo, que también en su caso las “honrosas, pero durísimas galeras del periodismo” habían malogrado una carrera literaria.

Por mucho que su imaginación jugase con lo que pudo ser y no fue, Gaziel no se engañaba: “Estoy llegando al final de mi vida y no he sido más que un periodista. […] Y no me arrepiento en absoluto”. Para recordatorio de quienes denuncian que Gaziel no adoptó las convenientes medidas profilácticas contra el virus del periodismo, ahí tienen la declaración sin rastro de contrición y también las que realizó en otras ocasiones enorgulleciéndose públicamente de su carrera. Así lo hizo en 1934, cuando se cumplían veinte años de la publicación de su primer artículo en la prensa:

¿Cuál ha sido mi labor en esos veinte años? Una labor muy simple: publicista libre, desligado de todo partidismo, procuré decir siempre a mis lectores lo que me pareció más conveniente en cada caso, ante cada problema. Bien: lo más conveniente ¿a quién? ¿A mí…?
[…] A mí, periodista ingenuo, no sé por qué extraña ilusión u oscuro instinto, se me ocurrió preocuparme por el bien público. Naturalmente: lo mismo en veinte años, que en veinte mil, es ésta un peregrina preocupación que, sentida con candor y a secas, prácticamente no conduce a nada.
Yo no recuerdo haber escrito, entre tantos millones de palabras, ni una sola línea dictada por el interés personal. Millares de artículos ha ido labrando sobre el papel mi pluma, como en el campo los surcos que con su arado abre el labrador; enjambres de ideas lancé a manos llenas, como el sembrador las semillas; y nunca, ni una sola vez, lo hice movido por un afán de beneficio propio. Me habré podido equivocar mil veces, otras, algunas, habré dado en el clavo. Pero siempre mis aciertos han sido tan gratuitos, tan desinteresados como mis errores”.
Gaziel bien podía preciarse de su independencia y de haber ejercido el periodismo como un fin en sí mismo y no “a manera de trampolín, como tantos, sólo el tiempo necesario para escalar otros planos más altos y otras situaciones más pingües”. Lo que no obstaba para que supiera lo que aquellos veinte años de periodismo podrían haber rendido en otra ocupación:
“En veinte años, con un poco de inteligencia y con la actividad, sin duda considerable, desplegada por mí, hoy yo podría haber sido un comerciante, un industrial, un financiero, un abogado, un político, no diré de primera ni de segunda fila, pero sí, tal vez, de cuarta o quinta, de ésos que tienen sólidamente remachada ya, contra viento y marea, una fuerte posición social, que se sustenta en copiosos bienes muebles e inmuebles, cuentas corrientes, hipotecas, valores bursátiles o altas consejerías remuneradoras. No he de hacer más que mirar a un lado y otro, desde mi polvoriento camino, y ahí los veo, a esos hombres admirables, con sus haciendas, sus fábricas, sus almacenes, sus villas y sus palacetes. […] Y lo curioso es que incluso algunos pretenden modestamente que yo valgo más que ellos. ¿A qué valor se referirán?...”
El periodismo había sido un oficio menudo, uno de los modos de vivir que difícilmente dan para vivir, “no un negocio malo, sino pésimo” que, además, no le había reportado ningún honor.
“¿Honores? ¡Santo Dios! Creo, sinceramente, ser el único español a quien todavía no se le ha hecho un homenaje. […] De suerte que cuando veo, en días de gala, a esos señores con el pecho acribillado de condecoraciones, o simplemente, cuando en el despacho de cualquier abogado, médico, industrial, o en la rebotica de un tendero o en el camerino de una cupletista contemplo tantas placas, medallas, diplomas, dedicatorias y otros afectuosos ex votos; cuando diviso por el mundo tanto botarate encumbrado, tanto granuja enriquecido, los ojos se me pasman, la boca se me entreabre largamente, y yo me digo con razón: ‘¡Qué poco debes de ser tú, cuando jamás has merecido nada de eso!’. Pero lo más extraño de todo es que esta reflexión no me apesadumbra en lo más mínimo, sino que -¡seré yo loco!- al hacérmela siento brotar en la soledad de mi alma el calorcillo de un orgullo casi irreprimible”.

En definitiva, Gaziel llegó al periodismo sin habérselo propuesto y hasta abandonando una vocación anterior, que siempre contempló con esa nostalgia tramposa que se dirige a lo que pudo ser y no fue. Pero estaba orgulloso de su carrera y hondamente convencido de la dignidad e importancia de la prensa, que permitía llegar “al fons de les consciències”, que era “l’educadora per excel.lència de la gran massa popular”. Quizás fue eso, la posibilidad que le ofrecía el periodismo de convertirse en un espectador privilegiado de su tiempo y de modelar las conciencias de sus lectores, lo que encontró sumamente tentador el joven Agustí Calvet y lo que lo mudó en Gaziel.

“Debo señalar, aún, otra variante de disidencia condicional: los que pretenden que dadas mis –dicen ellos- facultades podría dedicarme perfectamente a un género de trabajos más elevado. Estos honorables señores piden una novela. […] El paternalismo difuso que hay detrás de esas insinuaciones es, sin duda, de agradecer; aunque, puestos a ser francos, diré que este retintín se ha vuelto, a mis oídos, algo fastidioso”.
A quienes andan hoy pidiendo a Gaziel, dadas sus facultades, un ensayo, quizás el periodista les respondiese, más o menos, con las palabras del solitario de Llofriu que son citadas por Xavier Pericay en Josep Pla y el viejo periodismo:
“Me habría gustado enormemente poderme dedicar a la literatura narrativa de una manera sistemática. […] Las necesidades de la vida me introdujeron en el engranaje periodístico y en la dispersión ineluctable. Con todo, no querría pasar por un hombre de ‘posibilidades fallidas’. En los trabajos desprovistos de opción, he puesto toda mi buena voluntad”.
No, Gaziel no fue un hombre de posibilidades fallidas. Pertenece a una estirpe, quizás ninguneada, pero que en él y en algunos otros alcanzó la excelencia. En ella se pueden mirar los profesionales de hoy para enorgullecerse de ser lo que son, periodistas. Algunos de ellos, a veces y aunque sólo sea por epatar al personal, sienten hormiguear la tentación de decir en voz alta qué gran periodista se perdió en tal o cual escritor, congelado fatalmente por el virus de la literatura. La respuesta que obtuve, en cierta ocasión en que me rendí al impulso, fue una sonrisa que pretendía ser indulgente y que, en realidad, resultó sarcástica.
Revival de los ochenta

Así es que una va despreocupada y felizmente paseando y la banal visión de los escaparates se convierte en la súbita constatación del paso del tiempo. Ya tenemos edad para ver regresar una moda o, visto de otra forma, ya no tenemos edad para asumirla, nos sabemos condenados a ser disidentes. Así es como advertimos, de repente y sin previo aviso, que tenemos la edad que no sabemos ver en el espejo por las mañanas, porque el reflejo del paso del tiempo sólo estamos dispuestos a descubrirlo en los demás o en relampagueantes signos externos, como estos escaparates que proclaman una verdad cruel. Tampoco tiene todo esto nada de particular, incluso ya sabíamos la teoría por el tango, aquello de que veinte años no es nada. El caso es que vamos paseando distraídamente, igual que envejecemos, y también para distraernos de estúpidas cavilaciones que arruinen la tarde nos ponemos a rezar al santo patrón de los diseñadores implorando que no permita que este revival de los ochenta nos devuelva también aquellas hombreras imposibles en su desmesura, de verdadero espanto.
Café con gotas (VI)
¡Qué tendrá el café que prepara la Negra Tomasa! Estrellas de Areíto probaron su pócima y, bajo los efectos del bilongo, cantaron así.
Contar y andar

“Contar y andar es la función del periodista”, dijo Manuel Chaves Nogales. Así que se trata de eso, de contar y andar o, si se permite la levísima corrección, de andar para contar. Puede que ya no se estile esa forma de hacer periodismo, pero en el primer tercio del siglo XX hubo toda una generación de periodistas andariegos. A ella perteneció Corpus Barga. Lo tuvo claro desde el principio: había que patear las calles antes de ponerse a escribir. Era el programa que formuló en 1913 en la presentación de Menipo, donde fue director de sí mismo, puesto que era el redactor único del semanario:
“Menipo salta definitivamente del cuadro del Museo del Prado y después de calentarse los pies con unas cuantas fuertes pisadas, convenciéndose al mismo tiempo de que su cuerpo puede caminar, ha echado un trago del jarro que tiene a su vera, y volviendo a embozarse en su capa, firme de figura y único de genio, se ha lanzado a la calle. […] Menipo sabe que un periódico no se hace en la redacción por unos señores que, teniendo que ir a la Redacción, no se enteran de las cosas. Un periódico donde se va a hablar de lo que pasa en la calle, tiene que hacerse en la calle también”.
El procedimiento, ése de andar y contar, queda bien a la vista, por ejemplo, en las crónicas italianas que publicó en El Sol en los años 20. En ellas aparece la descripción de piazza Navona en la noche de la Befana, de las callejas del antiguo Campo de Marte tomadas por los voceadores de periódicos, del ambiente de los viejos cafés como el Greco y de los novísimos como el Biffi, del Corso desbordado por una manifestación de camisas negras, de las iglesias napolitanas en una mañana dominical y de la galería Vittorio Emmanuele de Milán. Para evitar equívocos habrá que advertir que Corpus Barga no tiene vocación de guía turístico. Sus textos no sirven de Baedeker, ni siquiera cuando visita el Vesubio y Pompeya. Por otra parte, tampoco son los suyos banales cuadros de tipos y costumbres. Aquellos con quienes se topa en su paseo por el Pincio, pongamos por caso, le permiten hacer la disección de la sociedad romana. El callejeo es el método del atento observador que encuentra en la anécdota una categoría; en el detalle, un síntoma y en el escenario de la ciudad, el pálpito de la sociedad, la política y la cultura, de la época, que es, en definitiva, lo que interesa al periódico.
En 1915, cuando Europa se está matando en la Gran Guerra, él se encuentra en París como corresponsal de la revista España. Se presenta a sus lectores y les explica cómo afronta su trabajo:
“[…] no busquéis en mí nada esencial; soy hombre de ciudad, quiero decir, de café y de tranvía; vivo entre cosas movibles y pasajeras; no tengo el eterno espectáculo de los campos, sino la visión vertiginosa y chocante del tráfago del arroyo… Y por este arroyo he de navegar en la vana cáscara de nuez de la anécdota callejera.
Pero dentro de su banalidad hay anécdotas que flotan en la superficie y anécdotas que se sumergen. En calidad de hombre negativo, de hombre pozo, de hoyo en el cauce del arroyo callejero, a las últimas he de agarrarme.
Lo más sorprendente de esta gran guerra, para dar una gran sorpresa a las profecías, no ha sido la guerra aérea, sino la guerra submarina. La anécdota sumergible es el submarino de la reflexión. Yo dejaré a estos submarinos que lancen sus torpedos contra todos los enemigos boyantes.
¡Españoles y lectores míos! ¡No me leáis si habéis de llevaros las manos a la cabeza cuando las palabras sumergidas en estas páginas intenten torpedear, sin aviso previo, a algún enorme Lusitania de la España vieja!”
El periodista, uno de los que confiaban en que una victoria aliada diese una oportunidad a una España nueva y vital frente a la España vieja y oficial, advierte que se agarrará a la anécdota callejera. Y así fue siempre, anda que te anda, cuenta que te cuenta, Corpus Barga construyó sus crónicas a partir de anécdotas llenas de intención que eran lo mismo que torpedos. Su estrategia tenía validez universal, lo mismo servía al corresponsal destinado en una ciudad europea que al periodista cuando ejercía la profesión en casa. No por azar dio el título genérico de “Paseos por Madrid” a una serie de artículos que publicó en El Sol entre diciembre de 1922 y enero de 1923. El título cuadra perfectamente para reunir a su amparo los escritos sobre Madrid que Corpus escribió ruando por sus calles.
El paseo también fue el método de otros, por ejemplo, de Joseph Roth. Él mismo lo explicó en un artículo de 1921 que, como proyecto periodístico, Corpus Barga no habría tenido inconveniente en suscribir. La cita, larga, merece ser reproducida íntegra, porque resulta imposible parafrasearla o comentarla sin despojarla de su ajustada, precisa y exactísima expresión:
“Lo que veo es el rasgo ridículamente anodino en la faz de la calle y del día. […] Solo son importantes las pequeñas cosas de la vida.
¿Qué me importa, a mí, paseante que marcha en diagonal por un avanzado día de primavera, la gran tragedia de la historia universal que recogen los editoriales de los periódicos? […] En vista de los acontecimientos microscópicos, todo pathos es en vano, se pierde sin sentido. Lo diminuto de las partes impresiona más que la monumentalidad del conjunto. Ya no necesito los gestos ampulosos, que intentan abarcarlo todo, del héroe del teatro universal. Yo soy un paseante.
Al soporte publicitario en el que se anuncian con grandes caracteres cosas como, por ejemplo, los cigarrillos Manoli, como si de un ultimátum o de un memento mori se tratara, le pierdo todo el respeto. De alguna manera, creo, el valor ilusorio de un ultimátum y de un cigarrillo se revela aquí en la manera en que ambos hallan expresión. Lo que se anuncia con letras tan grandes es pobre en importancia y contenido. Y me parece que en esta época no hay nada que no se anuncie con grandes caracteres. En eso consiste su grandeza. Tengo para mí que la tipografía se ha transformado en ideario. Lo más importante, lo menos importante y lo poco importante solo son asuntos que parecen tener más, menos o ninguna importancia. Les otorgamos valor por su imagen, no por su esencia. El acontecimiento de la semana es aquel que ha sido declarado acontecimiento de la semana gracias a la presión, al gesto y al ademán del brazo que se levanta para golpear. No hay nada que sea; todo significa. Sin embargo, ante el resplandor de un sol que se extiende implacable por el muro, por la calle, por el raíl, que se cuela por las ventanas y se refleja, concentrado, multiplicado por mil, lo irrelevante hinchado se eclipsa. Irrelevante –cree un servidor, engañado por la impresión, por la tipografía como ideario que predomina- es todo cuanto consideramos importante y nos tomamos en serio: el cigarrillo Manoli y el ultimátum”.
Dice Joseph Roth: “Lo que veo es el rasgo ridículamente anodino en la faz de la calle y del día”. Apunta Corpus Barga: “No busquéis en mí nada esencial; soy hombre de ciudad, quiero decir, de café y de tranvía; vivo entre cosas movibles y pasajeras; no tengo el eterno espectáculo de los campos, sino la visión vertiginosa y chocante del tráfago del arroyo…”. Replica Roth: “La naturaleza ha entrado en una guía. Lo que veo, sin embargo, no aparece en ninguna guía. Lo que veo es el vaivén inesperado, repentino, sin ningún fundamento […]”.
Los paseos madrileños de Corpus Barga –un “hombre negativo” que no está, según su propio aviso, “satisfecho de mí mismo ni de los demás”– y los paseos berlineses de Joseph Roth –un “huraño”, de acuerdo con su autorretrato– tienen mucho en común. Ambos convirtieron la anécdota sumergible y el rasgo anodino que encontraron en la calle en el pilar de sus crónicas, que, no obstante, distan mucho de ofrecer un resultado trivial o insustancial. Las páginas que escribieron en los periódicos han migrado ya a las de los libros de historia. Es imposible prescindir de los artículos de Corpus Barga para dibujar la estampa del Madrid de los años 30 e inevitable remitirse a los textos de Roth para reconstruir la Alemania de Weimar, como bien sabe Eric D. Weitz.
Corpus Barga y Joseph Roth ocuparon sus plumas escribiendo sobre los automóviles, el tranvía y el suburbano, la barbería, los cafés, la alpargatería, los parques y el cinematógrafo. Su atención no fue casi nunca para el Palais Royal, el Luxemburgo o la fachada del Louvre. Ellos eran paseantes y periodistas, viajeros sentimentales de la insigne estirpe que desciende de Laurence Sterne, quien creía que en ese tipo de "minucias, en apariencia desdeñables, se descubren los rasgos del carácter nacional mucho mejor que en las graves materias de estado”. Y fue Sterne quien les enseñó el método: “[…] y me eché a la calle sin saber bien adónde iba. Ya lo pensaré en el camino”. En el camino, lo que hicieron Corpus y Roth fue “dibujar el rostro del tiempo”. La cita es de Roth y también la apostilla: “Y ésa es la tarea de un gran periódico”. De esos grandes periódicos que inventaron una forma de hacer periodismo que ya no es. ¡Ay, el viejo periodismo!, que exclamaría Xavier Pericay.

El procedimiento, ése de andar y contar, queda bien a la vista, por ejemplo, en las crónicas italianas que publicó en El Sol en los años 20. En ellas aparece la descripción de piazza Navona en la noche de la Befana, de las callejas del antiguo Campo de Marte tomadas por los voceadores de periódicos, del ambiente de los viejos cafés como el Greco y de los novísimos como el Biffi, del Corso desbordado por una manifestación de camisas negras, de las iglesias napolitanas en una mañana dominical y de la galería Vittorio Emmanuele de Milán. Para evitar equívocos habrá que advertir que Corpus Barga no tiene vocación de guía turístico. Sus textos no sirven de Baedeker, ni siquiera cuando visita el Vesubio y Pompeya. Por otra parte, tampoco son los suyos banales cuadros de tipos y costumbres. Aquellos con quienes se topa en su paseo por el Pincio, pongamos por caso, le permiten hacer la disección de la sociedad romana. El callejeo es el método del atento observador que encuentra en la anécdota una categoría; en el detalle, un síntoma y en el escenario de la ciudad, el pálpito de la sociedad, la política y la cultura, de la época, que es, en definitiva, lo que interesa al periódico.
En 1915, cuando Europa se está matando en la Gran Guerra, él se encuentra en París como corresponsal de la revista España. Se presenta a sus lectores y les explica cómo afronta su trabajo:
“[…] no busquéis en mí nada esencial; soy hombre de ciudad, quiero decir, de café y de tranvía; vivo entre cosas movibles y pasajeras; no tengo el eterno espectáculo de los campos, sino la visión vertiginosa y chocante del tráfago del arroyo… Y por este arroyo he de navegar en la vana cáscara de nuez de la anécdota callejera.
Pero dentro de su banalidad hay anécdotas que flotan en la superficie y anécdotas que se sumergen. En calidad de hombre negativo, de hombre pozo, de hoyo en el cauce del arroyo callejero, a las últimas he de agarrarme.
Lo más sorprendente de esta gran guerra, para dar una gran sorpresa a las profecías, no ha sido la guerra aérea, sino la guerra submarina. La anécdota sumergible es el submarino de la reflexión. Yo dejaré a estos submarinos que lancen sus torpedos contra todos los enemigos boyantes.
¡Españoles y lectores míos! ¡No me leáis si habéis de llevaros las manos a la cabeza cuando las palabras sumergidas en estas páginas intenten torpedear, sin aviso previo, a algún enorme Lusitania de la España vieja!”

El paseo también fue el método de otros, por ejemplo, de Joseph Roth. Él mismo lo explicó en un artículo de 1921 que, como proyecto periodístico, Corpus Barga no habría tenido inconveniente en suscribir. La cita, larga, merece ser reproducida íntegra, porque resulta imposible parafrasearla o comentarla sin despojarla de su ajustada, precisa y exactísima expresión:

¿Qué me importa, a mí, paseante que marcha en diagonal por un avanzado día de primavera, la gran tragedia de la historia universal que recogen los editoriales de los periódicos? […] En vista de los acontecimientos microscópicos, todo pathos es en vano, se pierde sin sentido. Lo diminuto de las partes impresiona más que la monumentalidad del conjunto. Ya no necesito los gestos ampulosos, que intentan abarcarlo todo, del héroe del teatro universal. Yo soy un paseante.
Al soporte publicitario en el que se anuncian con grandes caracteres cosas como, por ejemplo, los cigarrillos Manoli, como si de un ultimátum o de un memento mori se tratara, le pierdo todo el respeto. De alguna manera, creo, el valor ilusorio de un ultimátum y de un cigarrillo se revela aquí en la manera en que ambos hallan expresión. Lo que se anuncia con letras tan grandes es pobre en importancia y contenido. Y me parece que en esta época no hay nada que no se anuncie con grandes caracteres. En eso consiste su grandeza. Tengo para mí que la tipografía se ha transformado en ideario. Lo más importante, lo menos importante y lo poco importante solo son asuntos que parecen tener más, menos o ninguna importancia. Les otorgamos valor por su imagen, no por su esencia. El acontecimiento de la semana es aquel que ha sido declarado acontecimiento de la semana gracias a la presión, al gesto y al ademán del brazo que se levanta para golpear. No hay nada que sea; todo significa. Sin embargo, ante el resplandor de un sol que se extiende implacable por el muro, por la calle, por el raíl, que se cuela por las ventanas y se refleja, concentrado, multiplicado por mil, lo irrelevante hinchado se eclipsa. Irrelevante –cree un servidor, engañado por la impresión, por la tipografía como ideario que predomina- es todo cuanto consideramos importante y nos tomamos en serio: el cigarrillo Manoli y el ultimátum”.
Dice Joseph Roth: “Lo que veo es el rasgo ridículamente anodino en la faz de la calle y del día”. Apunta Corpus Barga: “No busquéis en mí nada esencial; soy hombre de ciudad, quiero decir, de café y de tranvía; vivo entre cosas movibles y pasajeras; no tengo el eterno espectáculo de los campos, sino la visión vertiginosa y chocante del tráfago del arroyo…”. Replica Roth: “La naturaleza ha entrado en una guía. Lo que veo, sin embargo, no aparece en ninguna guía. Lo que veo es el vaivén inesperado, repentino, sin ningún fundamento […]”.
Los paseos madrileños de Corpus Barga –un “hombre negativo” que no está, según su propio aviso, “satisfecho de mí mismo ni de los demás”– y los paseos berlineses de Joseph Roth –un “huraño”, de acuerdo con su autorretrato– tienen mucho en común. Ambos convirtieron la anécdota sumergible y el rasgo anodino que encontraron en la calle en el pilar de sus crónicas, que, no obstante, distan mucho de ofrecer un resultado trivial o insustancial. Las páginas que escribieron en los periódicos han migrado ya a las de los libros de historia. Es imposible prescindir de los artículos de Corpus Barga para dibujar la estampa del Madrid de los años 30 e inevitable remitirse a los textos de Roth para reconstruir la Alemania de Weimar, como bien sabe Eric D. Weitz.

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Unha bágoa por Alonso
Na xerga xornalística de principios do século XX, as notas necrolóxicas chamábanse tamén bágoas. Aquí esvara unha por Alonso...
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Alonso era en realidade o seu primeiro apelido, pero converteuse no nome polo que foi coñecido un dos xornalistas máis veteranos da cidade de Lugo. Creo que estaba orgulloso da súa profesión e da súa carreira, así mo pareceu o día que me deu unha fotocopia dun vello Boletín de La Voz de Galicia na que figuraba unha pequena foto súa coa data de ingreso na empresa: o primeiro de decembro de 1969. Se é posible un orgullo sen vaidade, ese foi o que tamén percibín cando, antes de mandarme a informar sobre a segunda visita de Fidel Castro á terra natal do seu pai, Láncara, me deu copia de dúas crónicas que, anos antes, el firmara con ocasión da viaxe anterior do ditador cubano.
Tiven a inmensa fortuna de facer prácticas durante varios veráns na redacción de La Voz de Galicia en Lugo cando a dirixía Alonso. Lémbroo diante do plano das páxinas do xornal do día seguinte aínda en branco, cando o único certo era a publicidade que ían levar; escribindo os seus textos ou facendo a última revisión dos escritos dos seus redactores; elixindo a fotografía de portada; mantendo unha tranquilidade inconcibible cando todos estabamos abelloados polos nervios ou entrando e saíndo do seu despacho, e volta a entrar e saír, contaxiando a todos a súa excitación, o que, en verdade, podía chegar a ser crispante cando xa estabamos todos dabondo crispados; consumíndose ante a inminencia da hora de peche nun día complicado; interrompendo o traballo da tarde con calquera conto mentres remexía nos petos do pantalón facendo un estrondo metálico cunha chea de moedas, chaves e sabe deus que máis; relatando un sucedido con ollos pícaros e un chisco maliciosos que rían antes que a cara; confirmando por teléfono coa sede do xornal en A Coruña que recibiran as páxinas coa información lucense antes de dar por concluída a xornada.
Alonso chamoume por teléfono o día que fixen o derradeiro exame da licenciatura para ofrecerme un contrato de traballo. Nunca esquecerei a alegría que representou aquela chamada, a euforia desenfreada que nin un Pulitzer creo que poida regalar. Así volvín a traballar con el e cos excelentes xornalistas que dirixía, sen dúbida ningunha, dos mellores que teño coñecido. Todos foron comigo bos e xenerosos, nunha medida imposible de expresar. Todos ensináronme o que a facultade de xornalismo non soubo ensinarme e tamén o que ningunha facultade de xornalismo pode ensinar. Se sei algo do traballo ben feito e do orgullo modesto de ser xornalista é grazas a eles.
Alonso, José Abelardo Alonso Sánchez que ese era o seu nome completo, foi un home e un xornalista bo e xeneroso. Era sobrio e tímido na expresión dos seus afectos diante das persoas que estimaba e hiperbólico e excesivo cando non as tiña enfronte. Acabo de recibir a noticia da súa morte e supoño que esta é unha necrolóxica, a primeira que escribo. Meu querido Alonso non sabe canto me doe que sexa a súa. Eu non sei quen me vai desculpar, coma el fixo noutras ocasións, a falta de experiencia, quen a sobriedade, que non é falta de cariño nin de admiración.
[Publicado na edición lucense de La Voz de Galicia, 2 de maio de 2009]
Tiven a inmensa fortuna de facer prácticas durante varios veráns na redacción de La Voz de Galicia en Lugo cando a dirixía Alonso. Lémbroo diante do plano das páxinas do xornal do día seguinte aínda en branco, cando o único certo era a publicidade que ían levar; escribindo os seus textos ou facendo a última revisión dos escritos dos seus redactores; elixindo a fotografía de portada; mantendo unha tranquilidade inconcibible cando todos estabamos abelloados polos nervios ou entrando e saíndo do seu despacho, e volta a entrar e saír, contaxiando a todos a súa excitación, o que, en verdade, podía chegar a ser crispante cando xa estabamos todos dabondo crispados; consumíndose ante a inminencia da hora de peche nun día complicado; interrompendo o traballo da tarde con calquera conto mentres remexía nos petos do pantalón facendo un estrondo metálico cunha chea de moedas, chaves e sabe deus que máis; relatando un sucedido con ollos pícaros e un chisco maliciosos que rían antes que a cara; confirmando por teléfono coa sede do xornal en A Coruña que recibiran as páxinas coa información lucense antes de dar por concluída a xornada.
Alonso chamoume por teléfono o día que fixen o derradeiro exame da licenciatura para ofrecerme un contrato de traballo. Nunca esquecerei a alegría que representou aquela chamada, a euforia desenfreada que nin un Pulitzer creo que poida regalar. Así volvín a traballar con el e cos excelentes xornalistas que dirixía, sen dúbida ningunha, dos mellores que teño coñecido. Todos foron comigo bos e xenerosos, nunha medida imposible de expresar. Todos ensináronme o que a facultade de xornalismo non soubo ensinarme e tamén o que ningunha facultade de xornalismo pode ensinar. Se sei algo do traballo ben feito e do orgullo modesto de ser xornalista é grazas a eles.
Alonso, José Abelardo Alonso Sánchez que ese era o seu nome completo, foi un home e un xornalista bo e xeneroso. Era sobrio e tímido na expresión dos seus afectos diante das persoas que estimaba e hiperbólico e excesivo cando non as tiña enfronte. Acabo de recibir a noticia da súa morte e supoño que esta é unha necrolóxica, a primeira que escribo. Meu querido Alonso non sabe canto me doe que sexa a súa. Eu non sei quen me vai desculpar, coma el fixo noutras ocasións, a falta de experiencia, quen a sobriedade, que non é falta de cariño nin de admiración.
[Publicado na edición lucense de La Voz de Galicia, 2 de maio de 2009]
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Enric González, censurado

Dicen que la culpa de la ausencia de Enric González y de mi mono es de la censura. Se veía venir. No podía quedar impune la costumbre del periodista de poner un poco de dinamita en algunas frases que colaba aquí y allá, de hablar para quien quisiera entender, de decir su canción a quien con él va. Estaba llamando demasiado la atención. Alguien ha debido de entender que ya estaba bien de que anduviese celebrando el bicentenario de Larra a lo grande, con sus ensayos sobre cómo decir lo que no se puede decir. Alguien ha creído llegado el momento de que aprenda a preguntar en qué sentido ha de escribir para verse impreso, respete el látigo que lo gobierna y concluya todos sus artículos proclamando “lo que no se puede decir, no se debe decir”. ¡Con ésas a Enric González! Para empezar ha dejado El País en blanco. Género viejo éste de los artículos en blanco y el único que aplaca el mono dominical de los adictos, antes y mejor satisfechos con las cábalas sobre qué dirá o qué no dirá el artículo en blanco que con la certeza de lo que dicen los artículos en negro.
La más acendrada retórica franquista

“Cristianamente ha fallecido a los 95 años en Madrid doña Menganita de Tal. Era viuda del general de Caballería don Zutanito de Cual, héroe de nuestra Guerra civil, que luchó en Rusia con la División Azul y jinete olímpico que batió el Récord del Mundo de salto de longitud en Barcelona, en 1951. Dama de acrisoladas virtudes, de espíritu indomable, siempre destacó por su simpatía y naturalidad. Doña Menganita de Tal deja nueve hijos, veintisiete nietos y treinta y cuatro bisnietos. El funeral por el eterno descanso de su alma se celebrará…”.
El obituario pretende incensar las glorias de la dama de acrisoladas virtudes y del héroe de nuestra guerra civil, pero resulta que el único que realmente se cubre de gloria es el propio periódico.
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