Periodistas en el Palace (III)



No, no fue Greta Garbo la que aterrizó en el Palace. Los meteoritos que cayeron por allí fueron un Pérez o un Gómez, llegados de provincias con la excusa de trabajarse a Allendesalazar, vale decir a cualquier ministro, diputado o prócer de tiempos de Alfonso XIII. La misión oficial era conquistar alguna regalía para la periferia nativa; la oficiosa, darse un plácido garbeo por la villa y corte. Para ambos menesteres cuadraba bien la situación del hotel, a un paso de los leones que custodian el Congreso y a dos de los cafés de Alcalá y la Puerta del Sol. Tan distinguidos huéspedes eran “los señores comisionados” y sobre ellos escribió Wenceslao Fernández Flórez, despabilado cronista de los cambalaches de la política de la Restauración:


“Aprovechando  las dulzuras primaverales, coincidiendo por lo menos con ellas, un crecido número de provincias española ha enviado a Madrid comisiones para la solución de infinidad de heterogéneos asuntos. La abundancia de viajeros con misión oficial es tan grande, que obliga a reconocer el prestigio de que aún goza esta vieja manera de perder el tiempo. Y esta misma extraordinaria concurrencia de comisiones invita a parar un momento la atención en el transparente psicología de estos microorganismos de vida tan efímera como inútil.

Un día  se percata un pueblo de que su expansión está en unos kilómetros de vía férrea o de que su porvenir consiste en el abaratamiento de unas tarifas. Algunas cartas cruzadas con el diputado no han tenido una contestación categórica o no han dado el fruto apetecido. Entonces se conviene en alguna sesión solemne la apremiante necesidad de ir a Madrid; el Ayuntamiento o la Cámara de Comercio paga los gastos. Cinco o seis señores, radiantes, realizan el sacrificio de meterse en el tren y de ponerse en camino para la Corte. Ante las maletas que esconden las levitas de moda fantástica, tanto tiempo en sosiego en la placidez provinciana, los comisionados estrechan la mano de las gentes que los despiden. Tienen un gesto decidido y jurarían todos en aquel momento que la felicidad de la provincia va entre sus manos pecadoras, y que su empresa tiene más resonante trascendencia que la que llevó a unos héroes al inexpugnable jardín de las Hespérides.

El presidente –siempre un señor de cierta edad, casi siempre con lentes de oro, invariablemente un ex alcalde o un candidato a la alcaldía– no ha creído de más prometer desde la ventanilla del vagón:

-¡O traemos la carretera o me voy a mi casa!

Desde aquel día, los periódicos de la localidad abren una sección nueva: ‘Nuestra Comisión en Madrid’. Por regla general, el primer telegrama contiene sensacional noticia de que los expedicionarios llegaron bien y se han hospedado ya en el Hotel Palace.

La labor de la Comisión comienza a realizarse, agobiadora, desde el siguiente día. Los comisionados visitan al ministro que tiene inmediata jurisdicción en el asunto, y al director general, y un día al presidente del Consejo. Algún periódico de Madrid reproduce sus lamentaciones en un suelto que se titula: ‘Una ciudad en el olvido’; oros, fotografía a los comisionados al visitar la casa de fieras o viendo caer la bola de Gobernación.

El ministro, hombre habituado a estas maneras de solicitar, ha tenido la habilidad de aprenderse los nombres de los cinco o seis señores, y en la segunda entrevista los aluda ya con cierta familiaridad encantadora:

-¡Hola, Pérez! ¿Qué tal, señor Gómez? ¿Gusta Madrid?

Y el presidente tiene ocasión de observar:

-¡Oh, ya lo conocía!... estuve aquí por el ochenta y cinco.

Al fin, en la ciudad, donde sus pasos son seguidos ansiosamente, se recibe el último telegrama optimista:

‘El ministro ha prometido…’. ‘Los próximos presupuestos…’. La ciudad arde en júbilo. Los comisionados emprenden el regreso y, como el correo llega muy de mañana al pueblo, se apean en cualquier estación inmediata para entrar en el mixto a media tarde, cuando la apoteosis puede ser más brillante.

Después, en el Ayuntamiento hay un lunch; se pronuncian discursos; se vacían los sacos de promesas, que no se ven nunca exhaustos. El ferrocarril directo, el puente, la rebaja de tarifas, un cuartel…, ¡una locura! El presidente, al fin, desmontará sus gafas de oro, dejará sus notas sobre la mesa y limpiará los lentes diciendo:

-El pueblo dirá, señores, si hemos cumplido nuestro deber.

Y más tarde, asomado al balcón de su casa, no podrá resistir a la tentación de recomendar que se disuelvan en orden los grupos que le han acompañado, vitoreándole.

Luego… pasará un año, y en los presupuestos no habrá consignación para el puente ni para el tren, ni habrán sido rebajadas las tarifas de este o de otro artículo, y de todo aquello no quedará más que un número del ABC, cuidadosamente guardado, donde aparecen los comisionados en una borrosa fotografía, y el recuerdo de Pérez o de Gómez, que dirá, en toda ocasión, en el casino:

-Pues esta muela me la orifiqué en Madrid cuando lo de la Comisión…

Y pasados dos años, saldrá una nueva representación popular para la Corte”.


Wenceslao Fernández Flórez
19 de junio de 1914

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