El libro que leería durante la película que no puedo perderme


Un resabio religioso ha inculcado en nosotros la nostalgia del jardín del edén; una querencia romántica nos induce a concebir quimeras bucólicas. Incluso jactándonos de haber sido vacunados contra esos vicios del pensamiento, a veces, nuestra conciencia de anarquistas insumisos y ateos de nervuda sentimentalidad flaquea y la ocasión propicia el asalto de tentadores sueños de armonía que dibujan la utopía de un Walden. Pero no hay que olvidar que Thoreau, en su complacido y orgulloso retiro, enfrentó serias dificultades para disfrazar a su campestre conveniencia el silbido del ferrocarril que penetraba en los bosques y la estela de nubes de vapor que su paso dejaba; porque la verdad: resulta muy poco convincente su denuncia de la intromisión de los caballos de hierro, portadores de la seducción del viaje y de la ciudad. La añoranza de un idílico paraíso quedó sin coartada, si no antes, después de Baudelaire y de Walter Benjamin. Ellos vinieron a colocarnos ante la evidencia de que somos urbanitas irredentos, que nuestro verdadero deseo es embriagarnos de la enorme ramera de encanto infernal, que transitamos los pasajes de la ciudad buscándonos.

Sin miedo a pasar por blasfemo, Corpus Barga predicó que el mayor prodigio de la escenografía universal no es obra divina. Junto a él, postrémonos con reverente devoción ante el resultado de un octavo día de la creación, el del génesis de la ciudad, “un día sin fecha que fue para el tiempo lo que es la cuarta dimensión para el espacio”. En efecto, el paraíso nos es un concepto inconcebible, una abstracción incomprensible. En el paraíso no hay arquitectura, no hay tiempo y no hay posibilidad de relato. Todo se originó con el Big Bang de la invención cainita. Intramuros de Enoc, comenzó a contar el tiempo y comenzamos a contarnos relatos. Y las crónicas y las narraciones se hicieron arquitectura, adquirieron la solidez de las murallas y los edificios. En ellas habitamos, como leemos en Las ciudades invisibles de Italo Calvino y como vemos en The Fall. El sueño de Alexandria de Tarsem Singh.

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