Periodistas en el Palace (IV)




A los más sabios periodistas les bastan unos pocos años de profesión; el resto, de no ser aquellos que visten el impermeable de una inconsciencia naif o un cinismo mercenario, necesita perseverar. Antes o después, la garrapata del escepticismo se les termina enganchando a la pluma. Es irremediable. Uno puede ser joven y dejarse fascinar por la ilusión romántica de que el mundo se estrena para que él lo cuente; es indecoroso mantener esa creencia en la edad adulta. En 1914 Wenceslao Fernández Flórez escribía sobre los “señores comisionados” alojados en el Palace; en 1932 el tema seguía vigente y a él dedicaba Josep Pla un artículo publicado en La Veu de Catalunya. Los periodistas que tuvieron la posibilidad de pasearse por la rotonda del hotel entre aquellas dos fechas tenían bien fácil la cumplida deducción: la realidad se empecina en el costumbrismo, que posee la naturaleza escéptica que refuta las alharacas que acompañaron el cambio de régimen. Antes de ayer, el Palace seguía siendo “una permanente embajada de Cataluña en Madrid” o, más exactamente, “consulado y lonja de asuntos catalanes”. Al joven Pla no le hicieron falta muchos años de profesión para pronosticar que el hall del Palace seguiría siendo el hall del Palace aunque hubiese un segundo diluvio universal, que lo hubo:


“Lo cierto es que el catalán no se encuentra demasiado bien en Madrid. Suele llegar por la mañana y, por poco que pueda, regresa por la noche. ¿Se trata de un bien? ¿Se trata de un mal? Yo creo que se trata de un mal… Pero, en fin, dejémoslo. En todo caso, tanto si llega por la mañana y regresa por la noche como si prolonga su estancia, el catalán que viene a Madrid considera el hall del Palace como el agua más a propósito para iniciarse en la navegación de Madrid.

¿Quién no conoce el Palace Hotel? Es uno de los hoteles de Europa con fama de estar bien construidos. Tiene forma triangular y en medio, bajo una claraboya de forma de cúpula, hay uno de los círculos más suaves que uno pueda encontrar por estos mundos. Alrededor del círculo, la misma forma triangular del hotel permite todo un juego de entradas y salidas que resultan admirables para la conversación, el aparte, la cita discreta o la conferencia con secretos. Una escalera majestuosa conduce a este hall de negocios, de políticos y suspiros.

En el hall del Palace se puede tomar un café excelente y varios licores. El concesionario del líquido –y del restaurante– es un personaje completamente adecuado: el famoso señor Azcoaga, al que todos conocemos. Es un vizcaíno medio catalán, alto y grueso, vestido con un enorme redingote, que pasa por las mesas cumplimentando a los clientes, con aire resignado y triste. La larga permanencia de Azcoaga en el Palace, la enorme cantidad de gente a la que conoce, el volumen de conversaciones que escucha sin querer, lo convierten en un barómetro político de primer orden, barómetro que todos los periodistas de Madrid consultan en los momentos difíciles. Cuando el hall del Palace está lleno, congestionado, es que la política carbura a todo gas y suceden cosas importantes. Cuando el Palace está medio vacío, deshinchado, y en los sofás no hay más que escenas sentimentales, es que la tranquilidad es absoluta en todo el país.

Complejo, el hall del Palace. Para mucha gente es un casino. Para una masa flotante de provincianos que siempre se renueva, el hall es, por ejemplo, un casino mejor que aquel al que concurren en la ciudad donde viven. Luego es un club con varias peñas, políticas, de negocios, o simplemente de amigos. Sin embargo, lo que da verdadero color al hall son las comisiones que vienen a pedir justicia, a gestionar asuntos y a  hacerse oír. Son las comisiones que, antes de salir del pueblo, dicen:

-¡Nos van a oír en Madrid! ¡Ya lo veréis!

Llegan aquí, toman café en el Palace, ven a los políticos –a los que se imaginan reñidos a más no poder– abrazarse y saludarse cordialmente; por un instante, tienen como un vahído y, llegada la hora de ir a ver al ministro, les entra un ataque de discreción irresistible. Al volver a casa dicen:

-Huy, huy, sería muy largo de contar… Esto no hay por donde cogerlo y, si quieren que les hable con franqueza, no he visto nada claro…

El Palace es el hotel de los catalanes. No existe catalán de posición –banquero, comerciante, político, secretario de corporación importante, industrial– que no pare en él, ni se mueva en él con la libertad con que podría moverse en la calle Ausiàs March. En esta temporada de República, los políticos catalanes han tenido en el hall del Palace su campamento general. Cuando el señor Macià vino a Madrid, también trajo a los Mossos d’Esquadra. Los Mossos se instalaron en la puerta del Palace y el conjunto producía un gran efecto. Abadal y Rahola, Companys y Hurtado, Estelrich y Aguadé posan en el Palace. El señor Carner, que también paraba en él, se fue a vivir al Ritz al aceptar la cartera de ministro.

-Nos dan miedo las indiscreciones –decía Carner, con su aire de Capità Manaia de Els Pastorets­–. En este hotel hay demasiados catalanes…

Hay semanas en que para tratar de los asuntos de Cataluña resulta indispensable no moverse de este hall: están todos los políticos, todos los banqueros, los trigueros, los metalúrgicos, los del hueso de aceituna, los de las Cámaras y los del Fomento del Trabajo Nacional. Si estuvieran los de Gracia, podría decirse que ya no falta nadie, que ya estamos todos los catalanes. Naturalmente, en la expresión de la cara de la gente se ve el movimiento del país. A veces los el hueso de aceituna ponen cara larga y los metalúrgicos están risueños, y a veces los banqueros suspiran como si se hallaran ante un claro de luna y el Fomento, por el contrario, pone la cara de las grandes solemnidades. El hall del Palace es el microcosmos de la vida española, y de una gran parte de la vida catalana. Si alguna vez se produjera sobre el país un segundo diluvio universal, y sólo se salvase el Palace, pueden estar seguros de una cosa: al cabo de unos años sería igual que ahora, exactamente igual…”.


Josep Pla
La Veu de Catalunya, 4 de junio de 1932
Destino, Barcelona, 2006, pp. 350-352)




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