Plumas y pullas (y CXXV)




Esta serie comenzó sin una declaración de intenciones, más que nada para evitar que alguien desempolvase por el camino aquellos versículos de 1787 para espetármelos: “Soy escritor periodista/ de aquellos de ciento al cuarto,/ ofrezco lo que no cumplo/ y chupo lo que no valgo”. Todavía menos necesaria es una coda a estas “Plumas y pullas”, porque poco se puede añadir a la elocuencia escarnecedora de la colección de citas.

Los periodistas, desde siempre, incluso antes de ser llamados por ese nombre, hemos tenido mala reputación. Somos consumados mentirosos que solo por error contamos alguna verdad a nuestros lectores; frustrados y cabrones; alarmistas de oficio; mala y diabólica ralea; energúmenos ultramontanos; esclavos de la anécdota que viven de explotar la superstición de que todos los días sucede algo nuevo; la nuestra es la avidez de la exclusiva y tarde es el nombre de nuestros miedos infantiles, de nuestras humedades nocturnas; para nosotros, agitadores profesionales capaces de conducir al asesinato y al atentado con cóctel molotov a hombres cultos y de orden, el fin justifica los medios; somos peor que perros rabiosos; apestamos y el único uso higiénico que se puede dar a nuestros periódicos es el de limpiar culos; nuestro arte es el de hombres sin ideas ni sintaxis, y ni siquiera ortografía; somos vermes ingratos y carroñeros; acreditados ignorantes; tenderos que venden al público palabras del color que este quiere; acróbatas muelles a todas las servidumbres; chanchulleros mercenarios; amables cortesanos; plumíferos torpes e innobles conchabados con los poderes; putas puritanas; se nos conoce porque de noche todos somos pardos; hinchamos los postines y nosotros mismos nos consumimos en la hoguera de todas la vanidades; tomamos el periodismo por un motel de paso en nuestro camino hacia el horizonte del éxito que solemos concretar en la novela o en las prebendas y regalías de una carrera política; lamentamos haber escrito más que Voltaire y no haber dejado ni una línea para la posteridad; somos muertos de hambre que alquilamos nuestras plumas jornaleras a sabiendas de que los periódicos consumirán nuestras inteligencias vendiendo un tercio de nuestra materia gris; somos peseteros y hábiles contables de a cuánto nos sale la palabra escrita; si no dejamos el periodismo, es porque este se ha convertido en un vicio y desconocemos la diferencia entre sórdido e interesante; llegamos a la madurez con el alma carcomida por el cinismo o el escepticismo; nos censuran por borrachos y nos condenan por abstemios; escribimos todos a una e ignoramos la heroicidad del lector cotidiano de periódicos; somos insufribles gacetilleros; los columnistas, plumillas venidos a menos y nuestros directores, en la cúspide del escalafón, lo peor del gremio; esta es la tropa que modela la conciencia colectiva; nos justificamos recordando que la perfección es imposible y que también el sol que nos alumbra tiene manchas, pero nos sabemos condenados por toda la eternidad al infierno; somos zombis que ignoran estar muertos y epitafiados y que escriben en periódicos condenados a la extinción como los dinosaurios; nos dicen que si no existiera la prensa, no habría ninguna necesidad de inventarla; y solo un humorista se atreve desear en público un futuro en el que plagado de periodistas; nuestra cándida ingenuidad nos hace creer que hemos nacido en el momento equivocado, porque el oficio tuvo un pasado decente y le aguarda un futuro glorioso en el siglo XXIX…  

Si he decidido poner fin a la serie no es porque se me haya agotado la munición de pullas. Se debe, más bien, a que las balas en la recámara iban dirigidas a un abdomen ya destripado. Solo hay un sermón más esclerotizado en el tópico que el del periodismo como divino cuarto poder y los periodistas como sus sumos sacerdotes sin sotanas: el discurso que enumera el repertorio de las infamias que caracterizan al gremio. En ambos casos, la repetición es una tediosa monserga. Y aún así prefiero la mordacidad de los alfilerazos al pestazo del incensario; me resulta más entretenida y, también, más verosímil. Es más fácil creerse a Kirk Douglas en El gran carnaval que tragar el cuento infantil de Humphrey Bogart en Deadline-U.S.A. Mis preferencias no son singulares: algunas de las más aceradas pullas contra los periodistas llevan la firma de un periodista.

Resulta difícil encontrar otro oficio que haya recibido más improperios por parte de sus mismos agremiados. La excepcionalidad puede ser explicada: ningún periodista se siente concernido por los denuestos. Podemos leer y aplaudir a Larra porque nosotros no somos Diego Rabadán o José María Carnerero, cuya vil perfidia se sienta en el periódico de enfrente o, si acaso, un poco más cerca, en la mesa de al lado. Ahora bien, no hay periodista, por poco que se haya parado a pensar en su propio trabajo y en las chapuzas, apaños y chanchullos que inevitablemente ha perpetrado a lo largo de su carrera, que no sienta una difusa culpa acusándolo. Esa mala conciencia es la que procuramos ocultar poniendo cara de póquer mientras nos gritan nuestro mal o mientras maldecimos, nosotros mismos, las tiranías del oficio que nos tiene sojuzgados.

La mala reputación de los periodistas es anterior al tipómetro y a los cíceros. Nada parece indicar que remitirá después de internet y los bits. La historia es siempre la misma, la que contó Balzac. Siempre habrá algún joven que, como Lucien de Rubempré, se retorcerá atormentado por su conciencia que le vaticina: “‘¡Serás periodista!’, como la bruja le grita a Macbeth: ‘¡Serás rey!’”. Definitivamente, no es digno de crédito ni de respeto un tipo que satisfará el augurio de las arpías, pero todavía menos el iluminado o el hipócrita, sin vertedero de remordimientos, que no admite que el suyo es diabólico designio.

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