Al asalto de la Puerta del Sol

Vale que eso de asaltar la Puerta del Sol es un arcaísmo, porque la Puerta del Sol ya sólo conserva la losa del kilómetro cero como último vestigio del tiempo en que fue el corazón de la ciudad, también su corazón periodístico; pero, adondequiera que se haya mudado ese corazón, todavía hay quienes aspiran a asaltarlo y conquistarlo.

Madrid ejerce una fuerza centrípeta y devoradora. Parece que no hay más prensa que la que se urde en Madrid y que no hay otros columnistas que no sean los que pisan los pasillos de las Cortes o que, por lo menos, se avecindan en la Corte. Esto último es requisito imprescindible para los empeñados en el menester de la conquista de la capital, según advertía hace algunas semanas Arcadi Espada:

“No es exacto que Madrid no haya puesto nunca condiciones. La principal condición siempre ha sido vivir allí. Cójase la relación de los columnistas que hoy jueves escriben en los tres principales periódicos españoles. A ver cuántos viven en la provincia. Hágase lo mismo con las tertulias televisivas, radiofónicas, etcétera”. (El Cultural, 29-5-2008)

Madrid, ya se dijo, es un imán centrípeto y devorador, también un narcótico que induce la amnesia. En Madrid se olvida que toda España no es Madrid, que la provincia existe y que no todo el periodismo se hace a la sombra del madroño. Vistos desde la hoguera de las vanidades de la capital, los periodistas de provincias son unos provincianos y la provincia, el escenario sinónimo del fracaso.

En alguna lejana provincia, puede que haya alguien que, creyendo que ni siquiera pisa el campo donde hay que dar la batalla, asuma ese diagnóstico de la derrota, dolorosamente convencido de la irrealidad de su ciudad, de su existencia y hasta de su escritura, persuadido de que “en las ciudades provinciales uno escribe siempre sobre el agua”. Así lo decía en 1984 en el periódico Ideal de Granada un veinteañero que firmaba Antonio Muñoz Molina y que se sentía vinculado a la ciudad por “esa costumbre que llamamos lealtad” que, según añadía, quizás no fuese más que “el indicio de una resignación más sombría que el fracaso”. Para aquel joven los nombres de otras ciudades eran promesas de realidad, vida y escritura, un sueño que supongo que ha cumplido. Pero yo encuentro más vida y libertad en los artículos granadinos de la serie Diario del Nautilus que en los que últimos que ha escrito en Nueva York.

En alguna lejana provincia, también puede que viva alguien que cree que no somos nosotros quienes elegimos las ciudades, sino que son ellas las que nos eligen; alguien que no siente vocación de conquistador, sino que asume alegremente su condición de conquistado. La ciudad puede que sea Zaragoza y el periodista, Julio José Ordovás. De su provincia llega un libro con un hermoso título, Papel usado (Eclipsados, 2007), y un prólogo al que agradecemos que no incurra en la falsa modestia de pedir perdón por recuperar artículos publicados en la prensa.

“Este libro está hecho de papel de periódico. Y sus páginas, manchadas de café y de ceniza y de urgencia y de humedad, tienen el color amarillo del tiempo, la usada luz de la vida. Esa luz que nos hace abrir los ojos cada mañana”.

Lieschen leyó este texto como la premonición de unos artículos que son como ventanas por las que se ve a su autor, sentando en un café, leyendo el periódico o escribiéndolo y, al tiempo, la vida tal y como se atisba desde la mesa de ese café, escrita y descrita de un modo que, también por la tranquila alegría y luminosidad que destila, sería imposible en Madrid. El presagio era exacto.

Baroja, en respuesta a la pregunta sobre lo que era preciso hacer para convertirse en escritor, soltó: “Váyase usted a Madrid y póngase a la cola”. Francisco Umbral fue de los que se puso a la cola, tal vez el último en explotar literariamente la aventura de la conquista de Madrid, hasta convertirla en una epopeya, pero no el último en protagonizarla. Estos días de verano la intentan, con las ganas y las ilusiones engendradas en su provincia, los estudiantes de periodismo que hace unas semanas se sometieron dócilmente a unas absurdas pruebas diseñadas como criba de la larguísima cola de aspirantes. Los que las han superado gozan del privilegio de trabajar en la prensa madrileña por nada o por calderilla. Será para que vayan comprobando así, a las bravas, que no hay en Larra nada de la poesía que le ponen los profesores y que hay oficios que siguen sin dar para vivir; será un rito de iniciación que pretende irlos convenciendo de que para vivir en Madrid o para vivir del periodismo o, simplemente, para sobrevivir hace falta prostituirse un poco.

A ellos, devoradores de periódicos que además se quieren comer Madrid, les digo lo mismo que el otro día un hombre, justo cuando salía de un vagón de la línea 10 de metro donde se había ganado unas monedas tocando la flauta travesera, le dijo a un muchacho que llevaba enfundada su guitarra: ¡Suerte!

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