Vacaciones

Max Aub firmó con el seudónimo El Escolástico un elogio de las vacaciones en el semanario mexicano Diógenes, Moral y Luz en septiembre de 1952. Aquel artículo comenzaba diciendo:

“Nadie duda que el hombre fue creado para no trabajar, como las flores, los árboles, los pájaros o las vacas. Sucedió lo que todos saben y nos pusieron a ganar el pan con el sudor de nuestro cuerpo. Por eso las vacaciones son como una asomadita al paraíso terrestre. […] Las vacaciones nos recuerdan lo que perdimos por culpa de nuestros primeros padres. Las vacaciones son el ideal de la humanidad, y el partido político que las asegurara mayores tendría todos los votos habidos y por haber. Por eso el comunismo va perdiendo adeptos por todo el mundo: ha convertido el trabajo en ideal. ¿Quién va a seguir ese camino?”.

Pues en la Europa capitalista de hoy no faltan quienes pretenden meternos en vereda, en la vereda del estajanovismo de la semana laboral de 65 horas. Yo, de momento, me escapo por el sendero que conduce al mirador que promete una asomadita al paraíso terrestre.

Nuestra estirpe

Desde que el periódico es periódico, sobre él y sobre quienes lo hacen han caído todo tipo de críticas y menosprecios. Incluso antes de que el periódico fuese periódico, en la prehistoria del periodismo, quienes vivían de comerciar con noticias fueron atacados sin piedad. Basta leer el juicio que le merecían a Montesquieu los nouvellistes, aquellos que se ganaban la vida haciendo el relato oral de lo sucedido en las Tullerías, los jardines de Luxemburgo o en cualquiera de los mentideros parisinos:

“Éstos –se puede leer en una de las Cartas persas- son los miembros más inútiles del estado, y cincuenta años de sus habladurías han producido el mismo efecto que hubiera resultado de cincuenta de silencio; y no obstante se creen sujetos de importancia porque discurren sobre magníficos proyectos y ventilan los mayores intereses.
Es el fundamento de sus conversaciones una frívola y risible curiosidad; no hay tan secreto gabinete que no presuman de penetrarle; no pueden creer que ignoran cosa ninguna; saben cuántas mujeres tiene nuestro magnífico sultán, cuántos chiquillos les hace cada año; y sin gastar nada en espías, están al cabo de las medidas que toma para ajar la soberbia de los emperadores de la Hungría y el Gran-Mogol.
No bien han concluido con lo presente cuando se lanzan en el tiempo venidero, y tomando la delantera a la Providencia se sustituyen a ella en todas las acciones humanas. Cogen de la mano a un general y alabándole por mil disparates que no ha hecho, le prescriben otros mil que no hará tampoco. Lo mismo hacen volar los ejércitos que grullas, y derriban murallas como pedazos de cartón; tienen puentes en todos los ríos, sendas ocultas en todos los montes y almacenes inmensos en los desiertos arenales; lo que no tienen es sentido común”.

A la vista queda que algunas críticas son muy viejas y no se puede decir que totalmente infundadas. Aquellos nouvellistes no tenían reparo alguno en mezclar lo que sabían con lo que inventaban para hacer más interesante su narración, su cuento, su novela. Sabían que sus clientes no dejaban de serlo por saber que la fabulación formaba parte de la mercancía que compraban. Hemos olvidado que el origen etimológico de “novela” está en el italiano “novella”, noticia; pero las palabras van preñadas de historia y los diccionarios relacionan las definiciones de “novelería” y “novelero” con los chismes, las habladurías y las mentiras.

A los estudiantes de periodismo les suele fastidiar muchísimo que se les recuerde que aquellos embusteros son nuestros bisabuelos, que en ellos se encuentra el origen de la profesión. En cambio, no encuentran motivos para disgustarse cuando se añade que la estirpe nació también con Théophraste Renaudot, periodista cortesano, muñidor del primer boletín oficial, el de la monarquía absoluta de Luis XIII y perfecto modelo de desinformación y propaganda para todos los totalitarismos.

No siendo en absoluto gloriosa ninguna de las dos familias de las que procede nuestra estirpe y puestos a elegir entre los dos tipos de canallas, yo prefiero sentirme emparentada con los de las Tullerías y los jardines de Luxemburgo que con los que eligieron la vida plácida de los pasillos de los palacios. Las críticas que recibieron y las mofas de que fueron objeto los autores de aquellas gacetas orales los convirtieron en inofensivos charlatanes a los ojos de la monarquía, que renunció a hostigarlos. Aquellos granujas serían unos mentirosos, pero tenían la libertad que los periodistas oficiales no disfrutaban para tramar sus bolas.

Imagen: Nouvellistes en los jardines de Luxemburgo.
Procedencia de la imagen: Bibliothèque nationale de France

En el Rastro

Encuentro en uno de los puestos del Rastro madrileño un par de libros que llaman mi atención. Me llevo los dos por el precio de uno. No porque conozca la mecánica del regateo, sino porque, a la hora en que los puestos comienzan a ser desmantelados, el encargado de esa tarea no quiere desaprovechar la oportunidad de soltar lastre. Se me alegró la cartera y se me entristeció, un poco, la mañana, al darme por pensar en el escaso valor que en este comercio sentimental que es el Rastro se le concede a los recuerdos de una vida contenidos en el libro regalado, por más que esa vida se califique de vulgar en el título.

El autor es Ricardo García López, un nombre que no fue el suyo más que en la partida de nacimiento. Fue Cao, como él mismo se bautizó cuando niño; Caíto de Jaén, reconversión del apelativo infantil que efectuó el joven cuando tuvo veleidades toreras, y K-Hito, tercera vuelta al nombre que así, ajaponesado, alcanzó notoriedad en la prensa de principios del siglo XX como caricaturista. Publicó en La Tribuna de Salvador Cánovas Cervantes –apodado El Nini, porque los maledicentes aseguraban que sus cualidades no lo emparentaban ni con Cánovas ni con Cervantes-, en El Imparcial, Nuevo Mundo, ABC, El Debate, Ya y en el diario gráfico Ahora, de Luis Montiel, quien le prestó apoyo financiero para la fundación de las revistas infantiles Macaco y Macaquete y también de Gutiérrez, “Semanario español de humorismo” que se editó entre 1927 y 1935, que llegó a tirar más de 20.000 ejemplares y donde trabajaron muchos de los que en la posguerra hicieron La Codorniz. Además, K-Hito, junto a Xaudaró y Antonio Got, montó Films SEDA, siglas de Sociedad Española de Dibujos Animados. La empresa llegó a producir un par cortometrajes en un modesto intento de emular a Walt Disney. Antes de esta aventura, de dibujar para tantas publicaciones y de frecuentar la Granja del Henar o el Lion d’Or, tuvo que conformarse con el café barato y sin gloria de los tupinambas. Dicho de otro modo, K-Hito fue de los que contó los días de incertidumbre antes de conseguir conquistar la Puerta del Sol:

“Por la estación del Mediodía vine yo a la conquista de Madrid con una corbata blanca, de dudosa albura a causa del viaje, un bául con cuadros y ropa y mis buenos treinta duros. Avancé calle de Atocha arriba en un coche de punto, sin encontrar resistencia, y ante una casa de huéspedes humilde y lóbrega de la calle de Mesonero Romanos se detuvo el jamelgo”.

Desde luego que hay fantasmas que se consideran invocados a la mínima y a éste le bastó el pretexto de lo que escribí el viernes por la tarde para aparecérseme el domingo por la mañana en el Rastro. Y aquí estoy, atendiéndolo, no vaya a sentirse desairado.

El libro de recuerdos que me traje es un poco como esos atadillos de cartas que venden en algunos puestos con la noticia de alguien, ya un fantasma, que, a falta de herederos que guarden su memoria y sus objetos, busca al menos un curioso que lo resucite un rato. No somos nosotros los que vamos al Rastro a encontrar, sino a ser encontrados; en el Rastro uno está a merced de los fantasmas.

La almoneda del Rastro ofrece, como un cachivache más, la imagen o el símbolo que es metáfora de lo que uno quiera, de una cosa o de la contraria. La que compré y anoto aquí está muy usada, tanto o más que los gastados objetos que se preguntan escépticos que quién los va a querer, pero a mí me gusta y finjo la novedad. ¡Qué le vamos a hacer si los periodistas somos unos acreditados chamarileros! Somos chamarileros sin la dignidad orgullosa del oficio cuando nos empeñamos en vender como mercancía nueva, sin estrenar, la que está bien sobada. La vanidad nos engaña, nos hace olvidar nuestra verdadera condición y también que el destino de los papeles en los que escribimos y hasta de nuestro nombre será el mismo que el de cualquier trasto que se malbarata o regala en el Rastro. Se equivocan quienes creen que los números atrasados de nuestro trabajo no se devalúan.

Al asalto de la Puerta del Sol

Vale que eso de asaltar la Puerta del Sol es un arcaísmo, porque la Puerta del Sol ya sólo conserva la losa del kilómetro cero como último vestigio del tiempo en que fue el corazón de la ciudad, también su corazón periodístico; pero, adondequiera que se haya mudado ese corazón, todavía hay quienes aspiran a asaltarlo y conquistarlo.

Madrid ejerce una fuerza centrípeta y devoradora. Parece que no hay más prensa que la que se urde en Madrid y que no hay otros columnistas que no sean los que pisan los pasillos de las Cortes o que, por lo menos, se avecindan en la Corte. Esto último es requisito imprescindible para los empeñados en el menester de la conquista de la capital, según advertía hace algunas semanas Arcadi Espada:

“No es exacto que Madrid no haya puesto nunca condiciones. La principal condición siempre ha sido vivir allí. Cójase la relación de los columnistas que hoy jueves escriben en los tres principales periódicos españoles. A ver cuántos viven en la provincia. Hágase lo mismo con las tertulias televisivas, radiofónicas, etcétera”. (El Cultural, 29-5-2008)

Madrid, ya se dijo, es un imán centrípeto y devorador, también un narcótico que induce la amnesia. En Madrid se olvida que toda España no es Madrid, que la provincia existe y que no todo el periodismo se hace a la sombra del madroño. Vistos desde la hoguera de las vanidades de la capital, los periodistas de provincias son unos provincianos y la provincia, el escenario sinónimo del fracaso.

En alguna lejana provincia, puede que haya alguien que, creyendo que ni siquiera pisa el campo donde hay que dar la batalla, asuma ese diagnóstico de la derrota, dolorosamente convencido de la irrealidad de su ciudad, de su existencia y hasta de su escritura, persuadido de que “en las ciudades provinciales uno escribe siempre sobre el agua”. Así lo decía en 1984 en el periódico Ideal de Granada un veinteañero que firmaba Antonio Muñoz Molina y que se sentía vinculado a la ciudad por “esa costumbre que llamamos lealtad” que, según añadía, quizás no fuese más que “el indicio de una resignación más sombría que el fracaso”. Para aquel joven los nombres de otras ciudades eran promesas de realidad, vida y escritura, un sueño que supongo que ha cumplido. Pero yo encuentro más vida y libertad en los artículos granadinos de la serie Diario del Nautilus que en los que últimos que ha escrito en Nueva York.

En alguna lejana provincia, también puede que viva alguien que cree que no somos nosotros quienes elegimos las ciudades, sino que son ellas las que nos eligen; alguien que no siente vocación de conquistador, sino que asume alegremente su condición de conquistado. La ciudad puede que sea Zaragoza y el periodista, Julio José Ordovás. De su provincia llega un libro con un hermoso título, Papel usado (Eclipsados, 2007), y un prólogo al que agradecemos que no incurra en la falsa modestia de pedir perdón por recuperar artículos publicados en la prensa.

“Este libro está hecho de papel de periódico. Y sus páginas, manchadas de café y de ceniza y de urgencia y de humedad, tienen el color amarillo del tiempo, la usada luz de la vida. Esa luz que nos hace abrir los ojos cada mañana”.

Lieschen leyó este texto como la premonición de unos artículos que son como ventanas por las que se ve a su autor, sentando en un café, leyendo el periódico o escribiéndolo y, al tiempo, la vida tal y como se atisba desde la mesa de ese café, escrita y descrita de un modo que, también por la tranquila alegría y luminosidad que destila, sería imposible en Madrid. El presagio era exacto.

Baroja, en respuesta a la pregunta sobre lo que era preciso hacer para convertirse en escritor, soltó: “Váyase usted a Madrid y póngase a la cola”. Francisco Umbral fue de los que se puso a la cola, tal vez el último en explotar literariamente la aventura de la conquista de Madrid, hasta convertirla en una epopeya, pero no el último en protagonizarla. Estos días de verano la intentan, con las ganas y las ilusiones engendradas en su provincia, los estudiantes de periodismo que hace unas semanas se sometieron dócilmente a unas absurdas pruebas diseñadas como criba de la larguísima cola de aspirantes. Los que las han superado gozan del privilegio de trabajar en la prensa madrileña por nada o por calderilla. Será para que vayan comprobando así, a las bravas, que no hay en Larra nada de la poesía que le ponen los profesores y que hay oficios que siguen sin dar para vivir; será un rito de iniciación que pretende irlos convenciendo de que para vivir en Madrid o para vivir del periodismo o, simplemente, para sobrevivir hace falta prostituirse un poco.

A ellos, devoradores de periódicos que además se quieren comer Madrid, les digo lo mismo que el otro día un hombre, justo cuando salía de un vagón de la línea 10 de metro donde se había ganado unas monedas tocando la flauta travesera, le dijo a un muchacho que llevaba enfundada su guitarra: ¡Suerte!

Maneras de ser español

Se equivocan quienes hayan creído que mis últimos paseos romanos me han distraído de la actualidad madrileña. Y la “actualidad”, según han decretado, es Camba. Así que, amparada en el dictamen que me exime de inventar alguna peregrina justificación, regreso –o no, porque no me había dado tiempo a irme- a Camba. Aproveché para eso la pasada feria del libro, en la que el fantasma del periodista no compareció para firmar ejemplares de su nuevo libro, Maneras de ser español. Debió de ser que ignoraba haber ganado por fin el permiso para abandonar el limbo por la gloria literaria de una tarde en el Retiro. Su presencia hubiese puesto una nota de color a las crónicas periodísticas sobre el evento que, dicho sea de paso, este año quedaron algo cojas sin los tópicos del sol inclemente en el Paseo de Coches, el éxito de los abanicos publicitarios de las editoriales o el tormentón inesperado que, en realidad, todo el mundo espera. El tiempo durante la feria jugó al despiste y ganó, porque ciertamente a los cronistas se les notó despistados y faltos de recursos para suplir el manoseado repertorio costumbrista que les fue robado este año: efectos en el periodismo del cambio climático.

Así que fui a la feria a encontrarme con Camba y, a decir verdad, la primera impresión que me causó su libro no fue todo lo grata que esperaba. La tapa dura y el pesado gramaje de las páginas despertaron añoranzas de los viejos tomitos de Espasa Calpe, pequeños, manejables y flexibles, confeccionados con un papel que parece hecho de la misma pasta que los periódicos y que ha tenido la deferencia de ir amarilleando para actuar como eficaz contraste de una prosa que no ha empalidecido, que conserva frescos sus colores originales. Alguien debió de pensar que los artículos de Camba merecían una edición de ringorrango; y no es que no la merezcan, es que la que ha resultado se parece a las pirámides de los faraones, todo lo fabulosas que se quiera, pero tumbas al fin y al cabo.

No dejé que esta idea empañase la alegría por ver recuperados algunos artículos anarquistas de los inicios de la carrera periodística madrileña de Camba, además de las crónicas parlamentarias fechadas en 1907 de la serie “Diario de un escéptico”, epígrafe que tan bien se acomodaría como título de su obra completa. Sólo algunos, muy pocos, de estos textos habían sido rescatados antes de las hemerotecas, de manera que ellos constituyen la novedad que hay que celebrar de la nueva antología, preparada por Ediciones Luca de Tena.

Quienes se sumen a la fiesta tal vez se pregunten, felices por un instante en la sorpresa, si la exhumación de aquellos artículos significa que los editores asocian el anarquismo juvenil de Camba con el modo de ser español. No parece posible que exista en el mundo el grado de inocencia necesaria como para creer que ésa sea la tesis de Ediciones Luca de Tena. Pero, por si acaso, en atención a algún ingenuo irredento que pueda sobrevivir, los editores se han cuidado de llevar una clara advertencia a la portada, donde, no en vano, se ha descartado la combinación ácrata del rojo y negro en beneficio de la roja y gualda para estampar el título de la antología. Y en esta cuestión cromática queda aclarada y resumida la intención inspiradora del libro: envolver a Camba en una bandera.

La edición se congratula porque Camba abandonase “el entretenimiento sentimental” del anarquismo por un más recto camino, cuando mejor sería que intentase una explicación de ese viraje, porque no parece suficiente atribuirlo, como él hizo con una de las boutades que le eran propias, a una “alimentación ordenada”. La edición se satisface de las puyas de Camba contra el nacionalismo catalán, gallego y vasco, pero no advierte que el periodista se burló de quienes clasifican a los hombres por países y que se sintió igualmente incómodo ante las manifestaciones de un rancio y mal entendido patriotismo español.

La nueva antología pretende hacer de Camba el militante de un patriotismo que no fue el suyo. Véase el artículo “¡Que nadie ose decir la verdad!” para comprobar que el periodista era de los que se permitían silbar el día del estreno de una obra de teatro española en un país americano, indiferente a las críticas que le dedicaban sus coterráneos:

“En vano yo procuraba demostrarles que la obra era mala. Ellos sostenían que, representadas en el extranjero, todas las obras son buenas, aun las del propio señor Linares Rivas, y que al silbar aquella me estaba conduciendo como un mal patriota. ¿Cómo convencerlos de que el mal patriota era el autor y de que el patriotismo consistía precisamente en silbarlo? […] Indudablemente, hay muchas cosas que, llevadas al extranjero, adquieren sobre su valor real un valor representativo, por lo que acaso no sea conveniente decir nunca la verdad del otro lado de los Pirineos. ¿Vamos, en vista de esto, a juramentarnos para decirla únicamente entre nosotros?”.

Se escucha en este texto el eco nítido de la voz de Larra, por más que no aparezca citado, que una cosa es que Camba aprovechase o hiciese suya alguna idea ajena y otra que no le repugnase escribir con las palabras de otros.

Camba colecciona países, atento a las lecciones y modelos que proponen, y, al mismo tiempo, sin complejos provincianos, porque descubre que, visto de cerca, no es oro todo lo que se ve relucir desde el sur de los Pirineos. Regresa a casa y lo hace hastiado porque la farsa continúa, lo que no significa que trate los asuntos domésticos con la superioridad del viajero cosmopolita que ha encontrado fuera todas las respuestas y todas las soluciones.

Esa constante doble perspectiva no se aprecia en la nueva antología. Lo que quiere decir que Camba continúa siendo su mejor antólogo, porque supo seleccionar para sus libros los artículos de mayor mérito y también los que le permitían componer un discurso que deshace la posible ambigüedad de sus partes, un relato cuya verdad casi nunca está en uno solo de sus capítulos. Por eso, por destruir la coherencia de la narración por entregas que hizo el periodista, Maneras de ser español es una mala antología, sin ni siquiera mostrarse eficaz en su intención de construir un nuevo hilo discursivo. En efecto, incluso recordando los propósitos de los editores, no se entiende ese batiburrillo de textos: ya me explicarán, por ejemplo, qué hacen bajo el epígrafe “Vascos” varios artículos que la única relación que guardan con el asunto es la mención al casino de San Sebastián. Y, en definitiva, es una pésima antología porque propone una lectura de Camba que es un falseamiento, una violación. Catalina Luca de Tena lo presenta como autor de una reflexión sobre “el ser español”, a él, un descreído de que la nacionalidad explicase alguna cosa y mucho menos que definiese una identidad. Camba no anduvo metido en ese embrollo, sino en el más modesto –o ambicioso, según cómo y quién lo mire- de hacer la crónica de su tiempo, lo que exigía entender las viejas y las nuevas reglas del juego de la política y la economía, la sociedad y la cultura, mucho más complejas si se contemplan sin las plantillas simplificadoras de los esencialismos nacionales y nacionalistas.

Todo esto me parece a mí, pero he de confesar que ando algo despistada con lo que pueda significar “ser español”. Últimamente los periódicos –no sólo el fundado por Torcuato Luca de Tena- lo encuentran definido en la efusión de sangre de una tarde de José Tomás en las Ventas, en el delirio futbolístico desatado con la Eurocopa y en la causa de los defensores de la lengua castellana, entre los que, por supuesto, se cuentan toreros y futbolistas, como para subrayar con su presencia que todo trata sobre lo mismo. Los desorientados agradecemos el servicio prestado.

Un malentendido...

Leo: “Diego Medrano convierte a Umbral en un personaje de ficción” (El Mundo, 7-VII-2008). Y yo que tenía entendido que eso ya lo había hecho el propio Umbral.

...una sospecha fundada...

Leo a Anton M. Espadaler en La Vanguardia (8-VII-2008): “Ignoro qué lugar ocupa hoy Xammar en las estanterías de las facultades de periodismo”. Le ahorro a Espadaler el enlace al catálogo de las bibliotecas de las facultades madrileñas de periodismo (que ni siquiera se llaman así, sino de Comunicación o Ciencias de la Información, lo que, por supuesto, nada tiene que ver con la casualidad) para evitar el espectáculo desolador del desierto en forma de resultado de la búsqueda.

Continúa el artículo: “Pero si quien fue descrito por Pla como ‘el hombre más inteligente que conozco’ y por Salvador de Madariaga como ‘el hombre más inteligente de Europa’ no figura en el número de los imprescindibles, ese vacío significaría que alguna cosa, y no precisamente buena, chirría en los actuales planes de estudio”. Espadaler me ahorra el comentario sobre la ausencia de Xammar y otros periodistas de su generación en unas universidades que no pueden reconocer su magisterio, porque desconocen su obra. Claro que algún profesor habrá que tenga la osadía de hablar de ellos, a título de fósiles ilustres, en sus clases de historia del periodismo.

...y una intuición

Un elemento que compartió aquella generación de periodistas a la que pertenecía Xammar fue el sombrero. Fue la última que utilizó aquella prenda para cubrir la cabeza y abrigar el estilo. Además, todos sus miembros, cronistas entre dos épocas y dos mundos, escribieron la elegía sobre la prenda cuando advirtieron que caía en desuso. Piénsese bien y se observará que este asunto del “sinsombrerismo” tiene mucha más enjundia y mayor potencia metafórica que ese del “sincorbatismo” que ocupa estos días a los periódicos.

Vuelvo hacia atrás y me enredo pensando si no será que los periodistas no podemos quitarnos el sombrero en gesto de respeto ante Xammar y sus compañeros por la sencilla razón de que ya no estilamos llevarlo puesto.

Cocinar

No empecé a cocinar hasta los 18 años. Entonces, lejos del amparo familiar, hice dos descubrimientos: que mi madre era una gran cocinera y que era posible aburrirse mortalmente comiendo si el recetario se reduce a dos o tres platos. Es decir, realmente descubrí –no lo sabía antes- que me gustaba comer y que lo había hecho hasta entonces magníficamente. Resultaba que no me quedaba más remedio que aprender a cocinar. La tarea se me antojaba imposible -lejos del magisterio materno que, demasiado tarde, me reprochaba no haber aprovechado- y hasta deprimente sin paliativos -porque sospechaba que, por muchos que fueran mis avances culinarios, jamás me acercaría a la excelencia de los guisos de mi madre. Pero había que intentarlo, siquiera fuese para no morir por avitaminosis. Gracias a la indeleble memoria de los sabores y olores que me habían nutrido y que intentaba reproducir y a las urgentes llamadas telefónicas a la mujer que intentaba desvelarme los secretos de su alquimia, comencé a cocinar. Sobre los primeros resultados sólo cabe decir que me permitieron no desfallecer por inanición. Con el tiempo, llegué a estar razonablemente satisfecha de algunos mis platos. Más tarde, incluso gané la seguridad suficiente para invitar a mis amigos a comer mis guisos y también para abrir algunos libros de recetas, como una exploradora que despliega un mapa en busca de nuevos destinos no imaginados.

Todavía hoy el de Simone Ortega, 1080 recetas de cocina, es mi preferido. Cumple la primera exigencia que hace al género Julian Barnes:

“Nunca compres un libro por sus ilustraciones –recomienda en El perfeccionista en la cocina a aquellos que deseen hacerse una biblioteca del tema y ahorrarse dinero. Nunca jamás señales una foto en un manual de cocina y digas: ‘Voy a hacer esto’. No puedes. Una vez conocí a un fotógrafo publicitario, especializado en comida y, créeme, el trabajo de posproducción que hace poco nos mostró a una Kate Winslet con cuerpo de sílfide no es nada comparado con lo que hacen con la presentación de un plato”.

En efecto, cualquier cocinero, por poco perfeccionista que sea y en legítima defensa de su frágil autoestima, debe evitar a toda costa esos libros con fotos. Quién no se ha sentido completamente frustrado y, lo que es peor, desalentado durante largo tiempo para probar la aventura de hacer un nuevo plato al comparar el decepcionante resultado que ha obtenido, después de seguir al pie de la letra una receta, con la fotografía que la acompaña. Mi edición de Alianza Editorial de Simone Ortega tiene el buen gusto de no incluir, ni siquiera en la portada, una de esas ilustraciones que siempre terminan por insultar al lector cocinero.

Por muy experimentado que sea un cocinero –y mucho más, cuando no lo es-, siempre afrontará una nueva receta lleno de incertidumbres. El mejor libro de cocina es aquel que despeja el mayor número de ellas. De nuevo, Julian Barnes:

“El perfeccionista aborda una nueva receta, por sencilla que sea, con inquietudes antiguas: las palabras destellan ante él como señales de ‘¡alto!’. ¿Esta receta está descrita de un modo tan impreciso porque hay un feliz margen –o, más bien, una libertad terrible- de interpretación, o porque el autor o la autora es incapaz de expresarse con mayor exactitud? Empieza con palabras simples: ¿cómo de grande es un ‘pedazo’, qué volumen tiene un ‘dedo’ o una ‘gota’, cuándo una ‘rociada’ se convierte en lluvia? ¿Es una ‘taza’ un término genérico rudimentario o una medida norteamericana concreta? ¿Por qué nos dice que añadamos un ‘vaso de vino’ lleno de algo, cuando hay vasos de vino de muchos tamaños? O […] ¿cómo se entiende esta instrucción de Richard Olney: ‘Añada tantas fresas como le quepan en las dos manos juntas’? ¡Vamos, anda! ¿Tendremos que escribir a los albaceas del difunto Olney para preguntarles cómo de grandes tenía las manos? ¿Y si la mermelada la hicieran niños o gigantes de circo?”.

A renglón seguido, Barnes pone otro ejemplo del desconcierto que suelen provocar los escritores de recetas a propósito de un asunto, para nada baladí, como es el tamaño de una cebolla. Para ellos sólo existen tres tipos: pequeñas, medianas y grandes. Hacen gala de una imprecisión desasosegante, de un total desprecio a la plural realidad que cabe en la cesta de la compra, en la que lo mismo puede entrar una cebolla del tamaño de una chalota como de una bola de petanca. Pues bien, nadie podrá hacer ese reproche a Simone Ortega. Ella recomendará utilizar para un sofrito una cebolla mediana y, entre paréntesis, indicará que pese unos 80 gramos aproximadamente. Nos dirá que la miga de pan que figura entre los ingredientes de un relleno para empanadillas ha de ser del grosor de un huevo. Y nunca jamás se atreverá a pedir que añadamos un chorro de aceite, sino que precisará de cuántas cucharadas soperas está hablando. Esto no significa que Simone Ortega sea una fundamentalista del sistema de pesos y medidas. Son reconfortantes los remedios que ofrece si, finalmente, una salsa queda demasiado espesa o, por el contrario, excesivamente clara.

Llegué a Simone Ortega antes del principado televisivo de Arguiñano y del reinado mundial de Ferrán Adriá. Por eso, no debo al primero el orgullo de la cocina casera, ni el segundo ha conseguido acomplejarme. Cada uno a lo suyo, que es lo que viene a decir Barnes:

“La relación ente cocina profesional y doméstica tiene similitudes con un encuentro sexual. Una de las partes suele ser más experimentada que la otra; y cada una de ellas debería tener el derecho de decir, en cualquier momento: ‘No, esto no lo hago’”.

Ese derecho a negarse a hacer algo se le reconoce a Ferrán Adriá –o a hacerlo desestructurándolo, como la surrealista receta de la tortilla de patatas que propone-, pero se le acostumbra a hurtar a quienes cocinan en su casa, que parece que deberían de sentirse inferiores. Pues no, ¡gloria a los habitan las cocinas domésticas y se declaran Bartlebys!

Las 1080 recetas de cocina no están en mi biblioteca, sino en mi cocina, honradas por manchas de grasa, salpicaduras de salsa de tomate y restos de harina. Acoge entre sus páginas, como una madre amorosa, recetas ajenas anotadas en trozos de papel o recortadas de aquí y de allá. Y, de la misma forma que el libro admite esta inmigración, las recetas de Simone Ortega han emigrado de mi cocina a las de algunos de mis invitados. Eso sí, lo hacen en forma de plagio, porque me arrogo –aquí lo confieso- el hallazgo culinario silenciando su procedencia.

Sólo un reparo cabe poner al libro de Simone Ortega: debería incluir, como desearía para cualquier recetario Julian Barnes, “además de tiempos de cocción y números de raciones, un índice de probabilidad de depresión; de uno a cinco nudos corredizos del verdugo”. Claro que no es una objeción seria, porque esa indicación de la dificultad de elaboración de un plato y la estimación de la consiguiente posibilidad de fracaso y de abatimiento no suelen figurar en otros libros que no sean esos que se titulan, sin empacho de los insultos dirigidos a sus lectores, Cocina fácil para novatos, torpes e imbéciles.

Simone Ortega ha muerto. Mucho de lo que sé de cocina se lo debo a ella. Todo lo demás, lo más importante y lo que ni el mejor libro de cocina puede nunca enseñar, a mi madre. A pesar de estos magisterios, porque la cocina no es una ciencia exacta, no he conseguido igualar las capacidades de mi madre y, aunque ya sin esperanzas de hacerlo algún día, continúo entre los fogones.