Los primeros indicios de que, efectivamente, acabo de regresar a Barcelona los reconozco en la humedad marítima que adensa el aire y el color salmón de las páginas del cuadernillo “Vivir” de La Vanguardia. Que, en efecto, es Barcelona y, además, el mes de junio, lo corroboran las flores que cuajan las ramas de los palos rosa, flores amarillas que todavía no han envejecido cobrando ese tono anaranjado que terminará por alfombrar las calles. Que, para más señas, son las vísperas de Sant Joan lo proclaman las cocas en los escaparates de las pastelerías y, con un estrépito que pilla a los transeúntes desprevenidos, los petardos que a deshora hacen estallar quienes son incapaces de contener la impaciencia por deshacerse de la munición destinada a la barahúnda atronadora de chispazos, humo y olor a pólvora, al latigueo festivo y anarquista de la noche más corta del año. Pero nada de todo esto, ni siquiera el paseo por las Ramblas que aprovecho para comprar los periódicos y una floreta, me termina de convencer que estoy de nuevo en Barcelona. Devota de la repetición ritual, esa sensación sólo la tendré una vez haya entrado en Les Set Portes.
Así que allá me voy, al restaurante que se encuentra en el Passeig d’Isabel II, bajo los Porxos d’en Xifré. Me acomodan en una mesa y pido –la repetición ritual también afecta, por supuesto, al menú– una paella Parellada sólo de pescado. El arroz estará absorbiendo el sabor del sustancioso caldo de pescado y entretengo la espera con unos buñuelos de bacalao y pensando que no es sólo por su cocina –para mi gusto, espléndida– por lo que me encanta este lugar. Hay algo vago e indefinible que crea un ambiente que me resulta cálido y acogedor. Será la distribución de los distintos salones, la disposición de las mesas, los bancos corridos junto a las paredes, los techos altos cruzados por vigas de madera, las columnas, las enormes tulipas de tela naranja de sus lámparas o los inmodestos espejos colgados con la precisa inclinación con respecto a la pared para que les sea permitido reflejar y descubrir otras perspectivas del local, convertirse en un cuadro en movimiento y cambiante del propio restaurante, del trajín de los camareros y la animación de los comensales. Será por algo de esto o será por la armonía que conjugan todos los elementos por lo que me encuentro tan cómoda aquí. Es, sin duda, por el horario ininterrumpido del local entre la una del mediodía y la una de la madrugada, lo que permite sublevarse contra la dictadura del reloj y de una vida ordenada, y comer, por ejemplo, cuando dicen que toca merendar. Y es también por la rareza, tratándose de un restaurante, de que ponga a disposición de sus clientes la prensa del día, no sólo la local, sino también cabeceras extranjeras como Le Monde y Il Corrieri della Sera.
Lieschen espera la paella repasando todas las pistas: el mobiliario, la decoración, el horario que se presta para una vida golfa, los periódicos... Y ahora que lo sabe, ahora que le ha sido desvelado el misterio de Les Set Portes, le parece absolutamente increíble que en sus visitas anteriores desatendiese tal acumulación de indicios inequívocos, que no los supiese interpretar, que ni siquiera indujeran una imprecisa sospecha. ¡El restaurante fue en sus orígenes un café! ¡Cómo no advirtió que lo que le seducía del local, ese algo que no acertaba a precisar, ese difuso espíritu que, no obstante, presentía, era el de los duendes del café!
La revelación la dispensó la lectura del libro La ciutat dels cafès. Barcelona, 1750-1880 (La Campana, 2008), el primero de tres volúmenes que su autor, Paco Villar, ha prometido dedicar al tema y que ya esperamos con ansiedad. Sus páginas informan de que Josep Cuyás inauguró el local a finales de 1838. Aunque sin un rótulo que lo identificase inicialmente, Cuyás proyectó llamarlo Café de Minerva, pero terminó bautizándolo como Café de las Siete Puertas atendiendo la propuesta que firmó Aben Abulema, seudónimo de Joan Cortada, en el Diario de Barcelona. Era un lujoso establecimiento y todavía más después de la reforma de 1849, que colocó un farol de gas giratorio que iluminaba seis estampas pintadas en los vidrios de la fachada que representaban el interior de famosos cafés europeos. Los cronistas de la época derrocharon elogios sin reservas para este y otros detalles de la remodelación, desde el resultado que lucía el “Salón de las Mil Columnas” hasta la nueva porcelana y los servicios de plata.
La ubicación de Les Set Portes siempre fue magnífica y de un acusado simbolismo. Empezando por el mismo edificio que lo alberga desde sus orígenes cafeteriles y que fue mandado construir por Josep Xifré i Cases. Uno de sus frentes mira al mar y el otro, a la Lonja. Orientado a las que habían sido las dos fuentes de riqueza de la ciudad, en su decoración, además, están presentes motivos alusivos al comercio, la navegación y el descubrimiento del Nuevo Mundo. La proximidad del café a la Lonja y a la Aduana le procuró una clientela de hombres de negocios, a los que se atendía también poniendo a su disposición una completa guía comercial, industrial y fabril de la ciudad.
En 1929 el café fue reconvertido en restaurante. Pero ni la mudanza ni el paso del tiempo desgastaron el símbolo. Así se lo hizo notar, en 1947, señor Parellada –el que da nombre a la paella que ahora mismo disfruto y que entonces era el propietario del establecimiento– a Josep Pla. En uno de sus Articles amb cua, atribuye al restaurador unas palabras que tendemos a creer más bien del propio Pla:
“Aquests porxos i aquestes Set Portes són l’essència del vuitcentisme català, aquest vuit-cents que ha estat tan anàrquic i tan criticat i que ha creat la cosa més important que té la nostra vida material: el proteccionisme industrial. El proteccionisme fou la fi del colonialismo peninsular, que durà segles. Ací davant té la Llotja de Barcelona, que és un edifici anic recobert per un neoclàssic una mica inflat, com correspon a l’hiperbolisme del món modern. La Llotja és importantísima i s’hauria de conèixer més bé. En aquesta Llotja hi ha un record del senyor Güell i Ferrer, gran dialèctic, home intel.ligent i discret, autor principal del proteccionisme. […] I aquí, a la cantonada, té la plaça de Palau: a la dreta, mirant cap al Parc, hi ha el mar i la Barceloneta; a l’esquerra, hi ha un carrer estret que porta a Santa Maria del Mar, que és la nostra parròquia –església importantísima. Al centre de la plaça hi ha el monument, que és una mica cursi, després el Govern Civil, edifici que té una gran històrica vuitcentista i, més enllà, l’estació de França. Com vostè pot veure, no crec que es pugui negar que Les Set Portes té una situació magnífica”.
Terminada la paella, pido directamente un café cortado. Creo tener cierta autoridad para afirmar que el café dista de ser excelente, pero no resulta tan malo como para estropear la comida y, eso sí, es servido con una sabiduría desusada, quizás dictada por los duendes que aquí habitan: la taza con la infusión se acompaña de una pequeña jarrita aparte que contiene la leche y que permite al cliente manchar el café a su gusto, con la dosis láctea justa y precisa. Para Lieschen es sólo una gota, medida que cualquiera consideraría ridícula y que Pla reprobaría, sin duda alguna, por lo contrario, por inmoderada y excesiva. No he olvidado el postre, es que hoy no tengo el ánimo goloso para él, como tampoco el ánimo filosófico para detenerme a estudiar si el viejo simbolismo del lugar burgués que acertó a explicar Josep Pla sigue vigente.
Salgo por la puerta, la única del local que antaño tuvo siete y que para mí –el símbolo quizás sólo tenga sentido para uso personal, o no– es la que franquea la entrada en Barcelona. Salgo del restaurante y entro en la ciudad, feliz y dispuesta para la siguiente ceremonia ritual, la visita a Santa María del Mar. Y entonces sí, entonces ya me sé en Barcelona.
Así que allá me voy, al restaurante que se encuentra en el Passeig d’Isabel II, bajo los Porxos d’en Xifré. Me acomodan en una mesa y pido –la repetición ritual también afecta, por supuesto, al menú– una paella Parellada sólo de pescado. El arroz estará absorbiendo el sabor del sustancioso caldo de pescado y entretengo la espera con unos buñuelos de bacalao y pensando que no es sólo por su cocina –para mi gusto, espléndida– por lo que me encanta este lugar. Hay algo vago e indefinible que crea un ambiente que me resulta cálido y acogedor. Será la distribución de los distintos salones, la disposición de las mesas, los bancos corridos junto a las paredes, los techos altos cruzados por vigas de madera, las columnas, las enormes tulipas de tela naranja de sus lámparas o los inmodestos espejos colgados con la precisa inclinación con respecto a la pared para que les sea permitido reflejar y descubrir otras perspectivas del local, convertirse en un cuadro en movimiento y cambiante del propio restaurante, del trajín de los camareros y la animación de los comensales. Será por algo de esto o será por la armonía que conjugan todos los elementos por lo que me encuentro tan cómoda aquí. Es, sin duda, por el horario ininterrumpido del local entre la una del mediodía y la una de la madrugada, lo que permite sublevarse contra la dictadura del reloj y de una vida ordenada, y comer, por ejemplo, cuando dicen que toca merendar. Y es también por la rareza, tratándose de un restaurante, de que ponga a disposición de sus clientes la prensa del día, no sólo la local, sino también cabeceras extranjeras como Le Monde y Il Corrieri della Sera.
Lieschen espera la paella repasando todas las pistas: el mobiliario, la decoración, el horario que se presta para una vida golfa, los periódicos... Y ahora que lo sabe, ahora que le ha sido desvelado el misterio de Les Set Portes, le parece absolutamente increíble que en sus visitas anteriores desatendiese tal acumulación de indicios inequívocos, que no los supiese interpretar, que ni siquiera indujeran una imprecisa sospecha. ¡El restaurante fue en sus orígenes un café! ¡Cómo no advirtió que lo que le seducía del local, ese algo que no acertaba a precisar, ese difuso espíritu que, no obstante, presentía, era el de los duendes del café!
La revelación la dispensó la lectura del libro La ciutat dels cafès. Barcelona, 1750-1880 (La Campana, 2008), el primero de tres volúmenes que su autor, Paco Villar, ha prometido dedicar al tema y que ya esperamos con ansiedad. Sus páginas informan de que Josep Cuyás inauguró el local a finales de 1838. Aunque sin un rótulo que lo identificase inicialmente, Cuyás proyectó llamarlo Café de Minerva, pero terminó bautizándolo como Café de las Siete Puertas atendiendo la propuesta que firmó Aben Abulema, seudónimo de Joan Cortada, en el Diario de Barcelona. Era un lujoso establecimiento y todavía más después de la reforma de 1849, que colocó un farol de gas giratorio que iluminaba seis estampas pintadas en los vidrios de la fachada que representaban el interior de famosos cafés europeos. Los cronistas de la época derrocharon elogios sin reservas para este y otros detalles de la remodelación, desde el resultado que lucía el “Salón de las Mil Columnas” hasta la nueva porcelana y los servicios de plata.
La ubicación de Les Set Portes siempre fue magnífica y de un acusado simbolismo. Empezando por el mismo edificio que lo alberga desde sus orígenes cafeteriles y que fue mandado construir por Josep Xifré i Cases. Uno de sus frentes mira al mar y el otro, a la Lonja. Orientado a las que habían sido las dos fuentes de riqueza de la ciudad, en su decoración, además, están presentes motivos alusivos al comercio, la navegación y el descubrimiento del Nuevo Mundo. La proximidad del café a la Lonja y a la Aduana le procuró una clientela de hombres de negocios, a los que se atendía también poniendo a su disposición una completa guía comercial, industrial y fabril de la ciudad.
En 1929 el café fue reconvertido en restaurante. Pero ni la mudanza ni el paso del tiempo desgastaron el símbolo. Así se lo hizo notar, en 1947, señor Parellada –el que da nombre a la paella que ahora mismo disfruto y que entonces era el propietario del establecimiento– a Josep Pla. En uno de sus Articles amb cua, atribuye al restaurador unas palabras que tendemos a creer más bien del propio Pla:
“Aquests porxos i aquestes Set Portes són l’essència del vuitcentisme català, aquest vuit-cents que ha estat tan anàrquic i tan criticat i que ha creat la cosa més important que té la nostra vida material: el proteccionisme industrial. El proteccionisme fou la fi del colonialismo peninsular, que durà segles. Ací davant té la Llotja de Barcelona, que és un edifici anic recobert per un neoclàssic una mica inflat, com correspon a l’hiperbolisme del món modern. La Llotja és importantísima i s’hauria de conèixer més bé. En aquesta Llotja hi ha un record del senyor Güell i Ferrer, gran dialèctic, home intel.ligent i discret, autor principal del proteccionisme. […] I aquí, a la cantonada, té la plaça de Palau: a la dreta, mirant cap al Parc, hi ha el mar i la Barceloneta; a l’esquerra, hi ha un carrer estret que porta a Santa Maria del Mar, que és la nostra parròquia –església importantísima. Al centre de la plaça hi ha el monument, que és una mica cursi, després el Govern Civil, edifici que té una gran històrica vuitcentista i, més enllà, l’estació de França. Com vostè pot veure, no crec que es pugui negar que Les Set Portes té una situació magnífica”.
Terminada la paella, pido directamente un café cortado. Creo tener cierta autoridad para afirmar que el café dista de ser excelente, pero no resulta tan malo como para estropear la comida y, eso sí, es servido con una sabiduría desusada, quizás dictada por los duendes que aquí habitan: la taza con la infusión se acompaña de una pequeña jarrita aparte que contiene la leche y que permite al cliente manchar el café a su gusto, con la dosis láctea justa y precisa. Para Lieschen es sólo una gota, medida que cualquiera consideraría ridícula y que Pla reprobaría, sin duda alguna, por lo contrario, por inmoderada y excesiva. No he olvidado el postre, es que hoy no tengo el ánimo goloso para él, como tampoco el ánimo filosófico para detenerme a estudiar si el viejo simbolismo del lugar burgués que acertó a explicar Josep Pla sigue vigente.
Salgo por la puerta, la única del local que antaño tuvo siete y que para mí –el símbolo quizás sólo tenga sentido para uso personal, o no– es la que franquea la entrada en Barcelona. Salgo del restaurante y entro en la ciudad, feliz y dispuesta para la siguiente ceremonia ritual, la visita a Santa María del Mar. Y entonces sí, entonces ya me sé en Barcelona.
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