Barcelona sí ha sabido conservar granjas como La Pallaresa, en la calle Petritxol, o M. Viader, en la calle Xuclà. Esta última mantiene intacto o, por lo menos, verosímil, el encanto de cuando fue inaugurada en 1870. Es difícil resistirse a las dulces promesas de su escaparate o su mostrador. Por supuesto, sirven café, pero una vez dentro ni al más acreditado cafeinómano le apetecerá otra cosa que no sea una taza de chocolate. Eso fue lo que pidió Lieschen, desoyendo por una vez sus prejuicios, que los tiene. Algunos de los más arraigados le hacen sospechosa esta bebida, quizás porque gozó del prestigio de merienda de curas con tonsura y señoras encopetadas y aburridas, de la reputación como saludable reconstituyente que, con el añadido de sus generosas cucharadas de manteca, se dispensaba antaño a las recién paridas. Tal vez esos prestigios hayan caducado, pero los recelos se mantienen incólumes.
El chocolate es caliente y oscuro como el café, pero hasta ahí llegan las semejanzas. El chocolate adormila el cuerpo y apacigua la conciencia, infunde un vago sopor que reclama una pausa o, mejor, una siesta. Es una bebida doméstica y, ciertamente, domestica y amansa. Aplaca los ánimos, las intenciones y hasta los intentos. Por el contrario, el café tiene una dosis de electricidad que tensa los músculos, aviva la percepción y despabila los atrevimientos. Propaga una cierta celeridad nerviosa al pulso y a la respuesta. Es un excitante que reclama el acompañamiento de otras drogas infamadas por insanas e insensatas, como el tabaco, la conversación, la lectura o la calle. No hay compatibilidad posible entre el chocolate y el café. Se trata de una disyuntiva que exige pronunciarse: mojar el bizcocho del tedio en el chocolate o las inquietudes en el café, reverenciar el vuelo espiritualoide de las sotanas o las enseñanzas terrenales de los maestros laicos, buscar el calorcillo de la mesa camilla o el aire fresco ruando a la intemperie, complacerse en la dócil sumisión o en la revoltosa desobediencia, darse a la mesura conservadora o a la agitación insurrecta, en resumen, chocolate o café. No hay solución intermedia. En la granja M. Viader, Lieschen advirtió que el chocolate era delicioso, pero que su inclinación innata, imposible de reeducar, era el café.
El chocolate es caliente y oscuro como el café, pero hasta ahí llegan las semejanzas. El chocolate adormila el cuerpo y apacigua la conciencia, infunde un vago sopor que reclama una pausa o, mejor, una siesta. Es una bebida doméstica y, ciertamente, domestica y amansa. Aplaca los ánimos, las intenciones y hasta los intentos. Por el contrario, el café tiene una dosis de electricidad que tensa los músculos, aviva la percepción y despabila los atrevimientos. Propaga una cierta celeridad nerviosa al pulso y a la respuesta. Es un excitante que reclama el acompañamiento de otras drogas infamadas por insanas e insensatas, como el tabaco, la conversación, la lectura o la calle. No hay compatibilidad posible entre el chocolate y el café. Se trata de una disyuntiva que exige pronunciarse: mojar el bizcocho del tedio en el chocolate o las inquietudes en el café, reverenciar el vuelo espiritualoide de las sotanas o las enseñanzas terrenales de los maestros laicos, buscar el calorcillo de la mesa camilla o el aire fresco ruando a la intemperie, complacerse en la dócil sumisión o en la revoltosa desobediencia, darse a la mesura conservadora o a la agitación insurrecta, en resumen, chocolate o café. No hay solución intermedia. En la granja M. Viader, Lieschen advirtió que el chocolate era delicioso, pero que su inclinación innata, imposible de reeducar, era el café.
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