Cartafolio de Barcelona (V). Un trampantojo

Buscando, mientras el Velódromo se hace desear, un escenario para aquello de imaginar cómo sería Barcelona si hubiese sabido conservar los cafés de otros tiempos, Lieschen se va a la calle Montsiò y entra en Els Quatre Gats, quizás más cervecería que café, pero perfectamente adecuado para sus intenciones.

La época gloriosa del local, en la planta baja de la Casa Martí construida por Puig i Cadafalch, se extendió entre 1897 y 1903. Fue abierto, como indica su nombre, a iniciativa de cuatro gatos: Pere Romeu, Ramón Casas, Miquel Utrillo y Santiago Rusiñol. El establecimiento tuvo, como era preceptivo, su tertulia y, siguiendo el ejemplo de los cafetines franceses de artistas, también allí se celebraron recitales de nuevos compositores como Enric Granados e Isaac Albéniz y exposiciones como la de un Picasso que entonces contaba dieciocho años. En Els Quatre Gats nació la revista homónima y, más tarde, otra titulada Pèl & Ploma.


Los asiduos del establecimiento y las actividades que tuvieron allí su epicentro fundaron la leyenda del local que, para los mitómanos, saldrá indemne al saber que Romeu reñía seriamente a los camareros que, en un arrebato higiénico, tenían la ocurrencia de limpiar las telarañas de los rincones. El propietario estimaba que constituían parte imprescindible de la debida ambientación mugrienta que se le supone a un lugar frecuentado por artistas. Lo dicho, esta información no dañará la leyenda, si acaso le pondrá una nota de color que hará las delicias del cliente nostálgico que seguramente no será tan romántico como para dejar de agradecer que el local se vea aseado como no lo debió de estar nunca en el pasado. Lo que con toda probabilidad no podrá tolerar es que ya no se encuentre aquí el cuadro que Ramón Casas hizo para decorar el local y en el que se retrató a sí mismo, en compañía de Pere Romeu, pedaleando en una bicicleta tándem. El original se exhibe en el Museu Nacional d'Art de Catalunya. En Els Quatre Gats sólo hay una reproducción mala. Ella avisa de que la supervivencia del local no ha sido ni siquiera en calidad de museo, sino como trampantojo triste para una Lieschen desilusionada y para los turistas americanos de la mesa vecina.


Un café no es sólo un local, es la encarnación de un tiempo y de sus hombres. Hay cafés que sobreviven a su época únicamente como museos o supuestos tributos a la leyenda. Basta entrar en ellos para percibir la tristeza cansada del simulacro. Mientras, hay otros que, sin dejar de reverenciar su historia, contienen la textura vital y cotidiana del presente. Resulta difícil desentrañar cómo lo consiguen, pero esos son los que, sin duda alguna, encantan a Lieschen... Lo que tal vez demuestre que el suyo no es un temperamento tan nostálgico como a ella le gusta decir.

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