Cartafolio de Barcelona (II). Plazas y plazas

La plaza de Catalunya es el remate que no se merecen las Ramblas y el arranque que no se merece el paseo de Gracia. Manuel Vázquez Montalbán –o tal vez fue Pepe Carvalho, ahora mismo me entra la duda– se refirió en alguna ocasión a la mediocridad de esta plaza. Resulta de una benevolente indulgencia calificar de mediocre un espacio que es feo con ganas y sin atenuantes. Así lo aprecia cualquier turista: “¿De modo que ese bodrio de ahí es la famosa plaza de la ciudad de los prodigios?”. Esta fue la pregunta puramente retórica que unos italianos espetaron a su cicerone en la ciudad, Enrique Vila-Matas, quien no tuvo más remedio que asentir y concederles que llevaban toda la razón en su veredicto. En efecto, la plaza de Catalunya es un bodrio que pretende disimular su absoluta vulgaridad disfrazándola con perifollos de una retórica grandilocuente y pretenciosa. El juicio es admitido con aplastante unanimidad por los propios barceloneses, que llevan discutiendo desde el siglo XIX qué hacer con ese triángulo que resultó del derribo de las murallas borbónicas. Ha sido un tema de conversación muy socorrido, según escribió Josep Pla, quien no encontró motivo para sortearlo:

“Quan a Barcelona no se sap què fer i les converses s’esgoten, es parla de la plaça de Catalunya. Els diaris reben cartes preguntant què s’ha de fer amb aquesta plaça. ¿Per què no parlar de la plaça de Catalunya? En vaig parlar una mica. En primer lloc, la plaça de Catalunya no és una plaça. És un espai urbà, un solar. Una plaça és un espai de terra i d’aire posat davant un bon edifici. A la plaça de Catalunya, hi falta aquest edifici –un palau Pitti, per citar-ne un d’important. Quan veig que construeixen aquestes grans baluernes, generalment bancàries o simplement urbanístiques, em vénen ganes de poder anar-hi a viure. Aquests marbres de ciment armat deuen tenir frescor a l’estiu i calefacció a l’hivern. Ara aquests edificis no tenen la pretensió de resoldre la plaça de Catalunya. Si ho pretenguessin tindrien un altre aspecte.
Em creguin. Si pretenen resoldre aquesta plaça sense l’edifici que requereix l’espai d’aire del solar, no despenguin més diners posant-hi arbres, ni fonts, ni estàtues mitològiques, ni cavalls esverats per la sorpresa que els produeix trobar-se en un lloc tan cèntric. No hi posin més brolladors, ni estàtues de senyoretes simbòliques, ni de personatges històrics, ni parterres amb floretes. És un bon edifici el que hi ha de posar, no pas a la part baixa, sinó a la part alta de la plaça, perquè l’espai fa una mica de pendent, que ajudaria a la seva visualitat. Si no hi ha ningú capaç de fer-lo, o de posar-lo, val més no fer-hi res més i deixar que els vianants, a cavall o a peu, la travessin de la manera més còmoda i ràpida possible”.

Si en algún momento el edificio que Pla reclamaba en 1944 para intentar resolver el problema de la plaza de Catalunya pretendió serlo el levantado allí por El Corte Inglés, es evidente que tal engendro arquitectónico no arregló nada, sino que vino a empeorar la situación hasta límites difícilmente superables. Ignoro si este inmueble o simplemente el aburrimiento causado por un debate tan largo y estéril sobre un apaño para este espacio urbano han logrado resignar a los barceloneses a admitir que lo de la plaza de Catalunya no tiene remedio. De haber alcanzado tal convicción, debe de tener el regusto amargo de la derrota para una ciudad que sabe crear plazas y vivirlas. Porque hay ciudades que saben hacer plazas y otras que no; es una cuestión de arquitectura y también de temperamento.

Una plaza puede conseguirla la arquitectura, ese gran edificio delante de un espacio de aire del que hablaba Pla, pero no siempre es condición suficiente. En la plaza de Sant Jaume no hay uno, sino dos edificios importantes, y entre ellos, mucho aire. Es, sin embargo, un aire administrativo y burocrático que me expulsa. Busco y prefiero, sin dudas, la animación de la calle de Ferran y la plaza Reial. En la plaza Reial puede uno admirar más o menos el diseño de los edificios de Francesc Molina i Casamajó, la fuente o las farolas de seis lámparas diseñadas por un joven Gaudí. Pero todos esos elementos no terminan de convertir este lugar en una plaza, lo que le da auténtica personalidad y lo hace hermoso, lo que invita a sentarse en una de las mesas que los bares sacan fuera, son las palmeras. Resultan un detalle exótico en este escenario cuadriculado, ordenado y racionalista, pueden parecer un poco incongruentes, pero dan un toque de alargada emoción vegetal que es perfecto. Tengo para mí que si un día talan las palmeras, esta plaza perderá todo su encanto.

Hay plazas que no pueden presumir de un edificio importante y no les hace ninguna falta para alcanzar la gloriosa categoría de plaza, reconocimiento que sólo puede otorgar la gente que va a ellas a quedar y estar. Hay plazas recoletas, chatas o minúsculas, que aparecen dibujadas apenas con un insignificante puntito en los callejeros, pero que cuando uno llega a ellas, sin saber muy bien por qué, sin saber descifrar cuál es su secreto, le entran ganas de demorar el paseo, quedarse en el espacio que definen y participar, siquiera sea por un momento, de la vida que las atraviesa.

Váyase uno al barrio de Gràcia y descubrirá ese tipo de plazas, como la del Diamant de Mercè Redoreda, que no son espectaculares, pero que tienen algo, una armonía que nace de no se sabe qué y que las hace perfectas. En una, la de Rovira, Vila-Matas se sentó en un par de ocasiones, sintiendo la necesidad de describir hasta la extenuación del último detalle “lo que pasa cuando no pasa nada, sólo el tiempo, la gente, los coches, las nubes”, como hiciera George Perec con la plaza de Saint-Sulpice contemplada desde el Café de la Mairie. Ese mismo ejercicio es con el que me gusta entretenerme en la plaza Vila de Gràcia, sentada a los pies de la campana que tocó a somatén durante siete días de 1870, cuando el Ejército quería llevarse a los jóvenes a cumplir el recién creado servicio militar. La campana, que el general Gaminde quiso hacer callar con disparos de artillería, se convirtió en un símbolo de la resistencia popular contra las quintas y dio nombre a dos revistas de tono republicano y anticlerical: La Campana de Gracia y L’Esquella de la Torratxa. A los pies de la torratxa, me detengo a pensar que, desde mi última visita, esta plaza ha sido rebautizada con el nombre que recuerda que el hoy barrio barcelonés fue villa independiente. Ha perdido el nombre por el que la conocí, el de Rius i Taulet, el alcalde de la ciudad de los prodigios que noveló Eduardo Mendoza, el alcalde de los preparativos de la Exposición Universal de 1888, aquel que gastaba, como si fuese un chivo con dos barbas, unas patillas que debían ser incluso desmesuradas para el gusto decimonónico y que las muchas caricaturas que le hicieron aquellas dos revistas satíricas no precisaban exagerar. A veces pasa, que la fidelidad fotográfica del retrato, de la realidad, resulta caricaturesca. Suena la campana y devuelve mi atención a la vida de la plaza. Pienso entonces que el corazón de la ciudad no está en un único lugar, sino disperso, latiendo en las plazas que de verdad lo son, como esta.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

He entrado buscando información acerca de Gaziel.
Me gusta como escribes y describes.
Se percibe tu amor por nuestra ciudad, cuando expresas el deseo íntimo de que no estuviera tan manoseada arquitectónicamente.

Ello no quita que puedas despedazar su aspecto formal, resultado de los actos de una amalgama de incompetencias firmadas por necios conjurados.
Tomo nota de tu reseña de Gaziel y Pla y La Vanguardia.

lletraferit @ telefonica.net

Lieschen dijo...

Ciertamente estoy enamorada de Barcelona... "la gran encisera"!!!!

Muchas gracias por tu visita y tu comentario.