Café con gotas (X)

Hay quien, negándose a dejarme a solas mientras me debato entre mantener mi identidad o mudarla, pone en mis manos el libro Bach. La cantata del café. La seducción de lo prohibido (Antonio Machado Libros y Fundación Scherzo, 2007), de Domingo del Campo.

Su lectura me recuerda algunos de los argumentos que me convirtieron en Lieschen y me proporciona otros nuevos para continuar en el empeño de llegar a ser digna de ese nombre. Queda zanjada la cuestión sin que, por supuesto, mengüe mi admiración, teñida de envidia cierta, hacia la Negra Tomasa. Los Manolos le rinden el penúltimo homenaje en este café con gotas.




El mandilón

Falda gris, camisa blanca y jersey de pico azul marino. Ese fue el uniforme que llevé durante los primeros años de colegio. No recuerdo exactamente cuándo me liberaron de aquella ropa triste y fea, pero creo que fue dos minutos antes de convertirme en una de esas colegialas que recortan el largo de sus faldas de tablas todo lo que pueden y un poco más, en una de esas lolitas que todavía andan por ahí. Pude despedirme del uniforme, pero no del mandilón escolar, que vestí desde los cuatro años y hasta los catorce. El mandilón era rosa y blanco, a rayas. Mi madre compraba la tela, lo confeccionaba y bordaba mi nombre en él. El mandilón formaba parte de uno de los ritos que entonces marcaban el paso del tiempo: los viernes lo llevaba a casa y los lunes regresaba al colegio con él lavado y perfectamente planchado, impecable, como nuevo, dispuesto para la semana que comenzaba. Desde siempre la prenda fue tan cotidiana, tan acostumbrada, tan por supuesta, que nunca reparé demasiado en ella; ni entonces, ni después.

Si recuerdo ahora mi mandilón es porque acabo de asistir, en la Sala Pequeña del Teatro Español, a la representación de la obra La lección de Eugène Ionesco. Un profesor da clases en su domicilio a una alumna. Ella llega con su cartera y sus libretas, su frescura juvenil y sus ganas de aprender. En cuanto entra por la puerta, antes incluso de serle presentado el profesor, es obligada a vestir un mandilón. A solas, mientras aguarda, se lo quita de encima. Y el profesor, nada más aparece, la vuelve a cubrir con la prenda. No sé si este detalle está en el texto de Ionesco o forma parte de la puesta en escena por decisión del director, en cualquier caso no me pasó inadvertido y, desde luego, no me resultó banal. El profesor, con aquel gesto en apariencia menudo y, en realidad, tan violento, aplaca lo que interpreta como un amago de rebeldía y que no es más que el deseo de la alumna de mantener su identidad. Antes de que la clase comience, la primera lección –la única, en realidad– ha sido dictada: el sometimiento es una de las reglas que la pupila deberá observar en el juego perverso que se inicia.

En ese mismo instante de la representación, tuve la difusa premonición de lo que iba a suceder, de que todo estaba ya anunciado allí, de que las lecciones serían tan absurdas como aquel mandilón y que procurarían infringir en la alumna un sentimiento de culpa por no saber y no entender, acabar con el entusiasmo y el deseo de aprender de la muchacha, más todavía, aniquilarla toda ella, hasta las últimas consecuencias. En ese preciso momento de la representación, también recobré el vago recuerdo de la extrañeza que sentí cuando dejé de vestir aquel mandilón. Ahora puedo poner palabras a lo que entonces no fue más que un impreciso descubrimiento: el de la inédita sensación de desahogo y libertad que me proporcionaba ser yo misma, el de la comprensión de que aprender no significa ser domado y que hay profesores que enseñan para la libertad. A la salida del teatro acerté a explicarme, por fin, lo que el mandilón significó para mí.

Café con gotas (IX)

Estoy comenzando a estudiar seriamente la posibilidad de dimitir como Lieschen y convertirme en la Negra Tomasa. No se me oculta que no tengo el secreto de su bilongo, ni sé colar el café como ella... Pero acaricio la ilusión de que si persevero, quizás... Ni siquiera tendría que renunciar a las K de la cabecera. "¡Kikiribú!", grito en un ensayo delante del espejo. No sé yo… Me lo sigo pensando mientras escucho a Eddie Palmieri.






Almuerzos periodísticos

No tengo claro si Maruja Torres iba con segundas o las segundas intenciones las malicio yo. Me refiero a cuando el otro día escribió que la sección “Almuerzo con…” de la contraportada de El País servía, antes que nada, para un ejercicio diario de comparación de menús y precios y para que, a través de él, los lectores descubran cuán bien comen y por cuánto menos. Qué duda cabe de que la comprobación, siempre y cuando arroje ese balance, resulta reconfortante en tiempos de crisis económica. Por lo demás, estos almuerzos son desoladores en estos tiempos que también lo son de crisis de los periódicos. Me explico.

Compartir mesa y mantel parece disponer un espacio de comunicación especialmente propicio para que el entrevistado realice confidencias que no haría en otras circunstancias, para que aparque un discurso aprendido e incluso para que trate asuntos imprevistos que sólo surgen al calor del vino y de una conversación felizmente desordenada, llena de rodeos y sin meta conocida. Y si el almuerzo no consigue derrotar al personaje, al menos ha de dejar a la vista otras caretas e imposturas distintas de las que habitualmente gasta. Esto ya lo dijo, por supuesto, antes y mejor, Manuel Vázquez Montalbán:

“El almuerzo es un ámbito. Determina un territorio especial, unas claves de comunicación, un tiempo entre dos tiempos. […] Comer, beber, hablar, relajamiento en los esfínteres del espíritu, habitualmente a la defensiva de la propia imagen preferida. Creía yo que el almuerzo propiciaría una cierta sinceridad, no necesariamente identificable con la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Los almuerzos propician sinceraciones completamente falsas, improvisadas, fingidas, pero que por su tono de sinceridad son sumamente interesantes para el observador”.

Pues bien, con raras excepciones, los almuerzos de El País no consiguen esa justificación periodística. Lo mismo daría que las entrevistas se realizasen en otro contexto. La parrillada de verduras, las croquetas de hongos, la provoleta, el pastel de carne, los chipirones de anzuelo encebollados, las sakuskinas con mermelada de albaricoque y helado de orujo, el flan y la torrija cumplirán un propósito alimenticio, pero no obtienen ningún rédito periodístico, fracasan con escándalo porque las viandas podrían ser sustituidas por una grabadora sin perjuicio alguno para la entrevista.

Por otra parte, las declaraciones de los entrevistados en estos almuerzos son aderezadas con apuntes sobre si dejan algo en el plato, mojan el pan en la salsa o son golosos que piden el postre acreditado como la más brutal bomba calórica. Estas informaciones son prescindibles morcillas -y que Mariano de Cavia, que demostró su destreza para cocinar la metáfora gastronómica en sus “Platos del día”, me perdone la comparación facilona y la que viene ahora mismo. Esas notas no son la guinda que completa el retrato periodístico del entrevistado, como lo eran en otros almuerzos periodísticos anteriores. Por ejemplo, en algunos pasajes de Mis almuerzos con gente importante, de José Mª Pemán, así se lo reconozco aunque no sea santo de mi devoción, y, desde luego, en Mis almuerzos con gente inquietante, de Manuel Vázquez Montalbán, este sí, diablo –cojuelo– de todas mis devociones y oraciones.

Por aquellas entrevistas publicadas en 1984 a personajes que inquietaban a Vázquez Montalbán y que “juntos y sumados, podrían posar para una fotografía fin de transición”, nos enteramos, por ejemplo, de que Rodolfo Martín Villa optó por “una reforma pactada de los propósitos del maître” con respecto al postre, que a Manuel Fraga, la derecha que se reinventa, “no le gustan las cosas crudas” y que a Ernesto Milá, la derecha que no tiene intención de reinventarse, “le gustan las cosas crudas”. Por cierto y dicho sea de paso, Fraga, personaje importante e inquietante, almorzó con Pemán y Montalbán. En ambas ocasiones y a pesar del tiempo transcurrido entre una y otra, eligió un menú de régimen de adelgazamiento, lo que permite deducir la perenne lucha entablada por el político contra ciertas grasas y colesteroles ideológicos.

No tenía que ser cosa fácil sentarse a la mesa con Manuel Vázquez Montalbán, que llegaba al restaurante precedido por su fama de sabio periodista y gourmet. Debía de ser tan peliagudo responder algunas de sus preguntas, como elegir el menú bajo su escrutinio. Vázquez Montalbán censuró la elección de casi todos sus comensales, que podían decantarse por platos vitamínicos y proteínicos, pero de una tristeza insondable: “La mayor parte de alegría gastronómica que hay en este libro la he puesto yo”, escribió. Con toda justicia podría haberse atribuido también la alegría periodística de aquellos almuerzos.

Conclusión: Una cosa es alimentarse y otra distinta, comer. Una cosa es preguntar y otra, entrevistar. Y para que los almuerzos sean un éxito, es decir, no provoquen dispepsia a los lectores, parece tan conveniente que el periodista sepa comer como entrevistar.

Café con gotas (VIII)

La Negra Tomasa, en una versión de
Israel López Cachao.
Suma y sigue.





La “réclame”

Que los periódicos franceses de principios del siglo XX abandonasen las graves disquisiciones políticas -“su largo editorial, los extensos capítulos de antes o las dilatadas vociferaciones”- se debió, según Rubén Darío, a la influencia del modelo que ofreció la edición parisina del New York Herald: “En cambio, en todo, en literatura, en arte, en sport, se aumenta la parte informativa, el elemento curioso, la anécdota inédita”. En efecto, fue la penny press en EEUU la que inventó esa nueva forma de hacer periodismo -que había de ser el periodismo del futuro, según podía vislumbrar cualquiera que no estuviese obcecado por un romanticismo recalcitrante- y la que mostró el camino a la prensa europea. Como bien advirtió Rubén Darío, para recibir las lecciones de los pioneros ni siquiera hacía falta hacer el viaje trasatlántico, porque uno de ellos vino a dictar sus clases a domicilio: el diario fundado por James Gordon Bennett. Tampoco pasó inadvertido para el escritor nicaragüense que la importación de aquel periodismo conllevó algo más que cambios en los contenidos:

“Con esto ha llegado también la réclame. Hay diarios que dan primas a sus suscriptores; otros, como el Journal, han inundado de carteles vistosos los muros de París, recomendando tal o cual folletín espeluznante, y ofreciendo un premio de valor a la persona que averiguase el final de la novela y la suerte de cada uno de los personajes, después de publicados los primeros capítulos. Le Matin y el Français han iniciado las sorpresas. Los redactores del periódico, desde el redactor en jefe hasta el último repórter, han salido por las calles a ofrecer un sobre cerrado a las personas que andan con el diario ostensiblemente. Los sobres contienen billetes de mil francos, automóviles, una villa amueblada y otros regalos de mayor o menor precio. El Journal siguió el ejemplo y lanzó una especie de combinaciones que eran simplemente una lotería, por lo cual la ley cayó sobre la tentativa. Hoy hace lo mismo que el Matin. Naturalmente, esa auto-reclame no la hacen diarios graves y estirados. Entre esos, el Figaro ofrece a sus suscriptores el aliciente de las invitaciones a sus fiestas y recepciones”.


Una vez que los periódicos decidieron dejar de dirigirse sólo a los correligionarios, a los convencidos o militantes de un partido o una ideología; cuando se fijaron como aspiración no segregarse público molestándole con sermones políticos, sino sumar a cuantos lectores fuese posible; entonces el periodismo se hizo informativo y, al mismo tiempo, la réclame se convirtió en una estrategia ineludible para los diarios, para todos, por muy estirados que se pretendiesen. El invento era americano y fue adoptado por los periódicos franceses y de estos, a su vez, copió la prensa española la moda.


El concurso promocional que había organizado en 1903 Le Petit Parisien, consistente en adivinar el número de granos de trigo contenidos en una botella, requirió, en la versión de ABC de pocos años después, una mínima adaptación a la idiosincrasia española: la sustitución del cereal por el castizo garbanzo. El diario madrileño daba a eligir un premio en metálico o una joya a quien acertase una porra con los nombres de los políticos que integrarían el próximo gobierno. Y el formidable éxito de otro concurso obligó a su suspensión para evitar previsibles desórdenes públicos: el ganador sería quien localizase en Madrid a un hombre que portaba un sobre con el logotipo de ABC y su premio, el contenido del sobre, ni más ni menos que quinientas pesetas de principios del siglo XX. Es indudable que Torcuato Luca de Tena poseía un fino instinto para los negocios y no sólo para los relacionados con el agua de azahar y jabones como decían algunos con muy mala baba y peor intención, sino también para los periodísticos. Ahora bien, cabe recordar que sus iniciativas no era originales y que, por otra parte, tampoco fue el primero en ensayar aquí aquella mercadotecnia.

En 1886, Mariano de Cavia escribió un par de artículos mofándose de los periódicos con regalo o con sorpresa –tampoco una novedad entonces, según advertía el periodista– que se voceaban y vendían en las calles de Madrid y que, en una perversión de la estrategia comercial, se habían convertido en un género en sí mismos:

“-¡La Gran Sorpresa, periódico con regalo!
La Mayor Sorpresa, gran periódico con gran regalo!
El Tío Fortuna, periódico con regalo, y un jamón!”


El regalo era una sorpresa mayúscula y una fortuna minúscula, porque “un mondadientes, un bote de pomada rancia o un dedal de acero” resultaban ser los fabulosos obsequios anunciados con tantas alharacas. Entre bromas y veras, Cavia denunciaba el timo y, lo que le preocupaba más, lo “dañinas y perniciosas” que eran aquellas iniciativas que no dejaban de proliferar y que utilizaban el nombre del periodismo en vano, lesionando el “prestigio de esta noble institución del periodismo (¡oh!), de este sacerdocio de la civilización (¡ah!), de esta palanca del progreso (¿eh?)…”.

“A La Gran Sorpresa, La Mayor Sorpresa y El Tío Fortuna, han seguido dos nuevos ‘periódicos’ de la misma laya.
El Madrid Sorpresa y La Suerte en la Mano son los dos nuevos papeles –íbamos a decir naipes- que están sobre ese tapete de color verde-alfalfa. […] Dícenme que uno de los papeles en cuestión se queja de la campaña emprendida contra ellos, e invoca… ¡las leyes del compañerismo!
Oiga usted, ¿en qué timba hemos tallado juntos?
¿En qué chirlata hemos servido como gurupiés, ganchos o puntos figurados?”


Hace unos años, cuando los periódicos percibieron los síntomas de la sangría de público, intentaron frenarla. Las promociones parecieron una buena estrategia para fidelizar a sus lectores y para ganar a otros nuevos. Las hubo para todos los gustos y algunas ciertamente exóticas, como el cruasán para el desayuno, la lata de bonito del Norte, la imagen del santo patrón de la ciudad y hasta un vídeo con la ceremonia de consagración de un nuevo obispo. Con las promociones, hoy imprescindibles, los periódicos han vendido más ejemplares, pero… El pero lo explica Juan Luis Cebrián en El pianista en el burdel que acaba de editar Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores:

“Gracias a estos métodos, los ingresos se han incrementado, pero no siempre la rentabilidad de los negocios. Entre otras cosas porque como es preciso dar a conocer al gran público que mañana venderemos, junto a las noticias y artículos, una muñeca Barbie o un sobre de sopa instantánea, no hay otro remedio que acudir a anunciarlo en televisión. En 2006 la industria periodística dedicó alrededor del 12% de sus ingresos anuales a financiar las campañas promocionales, por valor de 334 millones de euros”.

Lástima que Cebrián no se pregunte por los resultados que podría haber tenido la inversión de esa millonada en la réclame de una información de calidad. Otra objeción a la política de promociones es la que señalaba con sorpresa, ayer mismo, Enric González. Sin duda, pasma la paradoja: el último grito en promociones son cacharros electrónicos que hacen la competencia a la lectura de los periódicos. La prensa escrita, ayudando a cavar su propia tumba. Pero esto, al fin y al cabo, no resulta más inverosímil o prodigioso que la falta de imaginación de los diarios a los que, sabiéndose llamados a reinventarse si quieren resistir, no se les ocurre otra cosa que recurrir a estrategias novicias hace un siglo; peor todavía, que los periódicos hayan accedido a convertirse en aquellos papeles de los que hablaba Cavia, que eran comprados sólo por el regalo, la sorpresa o la rifa. Han devaluado su mercancía ellos mismos y ahora culpan –así lo hace Cebrián en su libro– a Internet de convertir la información en un bien mostrenco.

Razones desordenadas que explican por qué me gusta la Feria del Libro

Vuelve la Feria del Libro de Madrid y con ella el repertorio de tópicos que algunos editores, escritores y periodistas desgranan a propósito de ella. Los hay que se declaran comedidamente descreídos; otros, pretendiéndose más atrevidos o beligerantes, dicen abominar de la cita. Repasan sus razones en los suplementos y páginas de cultura de los periódicos. Las mías, como lectora, para gustar de la feria no creo que sean más desarregladas y estúpidas que las suyas. Aquí van, desarregladas y desordenadas:

Porque la primavera sólo comienza para mí cuando el Paseo de Coches del Retiro es tomado por las casetas llenas de libros.

Porque estreno la primavera y también, aunque nunca lo planeo deliberadamente, algo de ropa.

Porque me trae a la memoria mis primeros paseos por la feria y el recuerdo no es melancólico ni nostálgico.

Porque me siento una opulenta millonaria no teniendo que escoger sólo uno o dos libros, tal y como me obligaba el presupuesto menudo de mis primeras ferias.

Porque, como no soy una opulenta millonaria y además no puedo desprenderme del todo de una conciencia del dinero y una moral del ahorro heredadas, cuando acarreo de vuelta a casa las bolsas con las compras, se apodera de mí la sensación de haberme concedido un fastuoso lujo; igual, exactamente igual, que cuando llevaba un solo libro.

Porque en esta feria compré libros que me son muy queridos.

Porque en esta feria espero comprar libros que me serán muy queridos.

Porque salen de las catacumbas de los almacenes a tomar el sol del Retiro libros que no conocen las mesas de novedades de las librerías.

Porque la gente parece ir sin prisa y contenta.

Porque yo voy sin prisa y contenta.

Porque hojeo libros que sé que no voy a comprar.

Porque me hace una ilusión tonta llevarme un marcapáginas que me ha gustado.

Porque sé que por ahí anda un libro que ahora ignoro y que codiciaré el año que viene.

Porque encuentro el libro que, por pereza o desidia, no encargué en las librerías.

Porque doy finalmente con el libro perseguido tenazmente y que, no obstante, ninguna librería me consiguió.

Porque el precio de los libros tiene un 10% de descuento.

Porque en Visor tienen la amabilidad de elogiar el buen criterio de mi elección.

Porque me echo en el césped o me siento en un banco con mis libros relucientes y nuevos.

Porque me encapricharé de un libro en cuanto lea su título.

Porque puedo cultivar al por mayor la afición que tengo y no sé razonar por los índices de los libros.

Porque me gustará más el libro que elige mi acompañante que el que yo me llevo.

Porque sale a mi encuentro el libro que había olvidado que quería leer.

Porque me está buscando un libro que resultará ser una maravillosa sorpresa, un fabuloso descubrimiento.

Porque me reencuentro con libros que me apetecieron el año pasado y que me siguen apeteciendo este año y que me apetecerán el próximo año; a ver cuándo me decido.

Porque me da por ponerme a pensar en tantos libros que me gustaría leer y la avalancha libresca, en lugar de aplastarme, me resulta completamente vivificante.

Porque me encanta rebuscar en las casetas de literatura infantil algún libro que, con el pretexto de regalar a unas niñas, disfrutaré yo primero.

Porque me gusta ver a los peques encaramados a esos peldaños que algunas casetas les ponen para que puedan curiosear sin dificultad y sin ayuda.

Porque en la caseta de Kókinos, con la excusa de venderme un libro, me cuentan un cuento.

Porque es un espectáculo contemplar las maneras de curtidos y correosos regateadores que emplean algunos niños cuando negocian con sus padres cuántos libros pueden llevarse.

Porque empiezo a soñar con las vacaciones de verano con la elección de alguna lectura que se me antoja perfecta para ellas.

Porque sé que el libro que he comprado para el verano lo comenzaré a leer en cuanto llegue a casa.

Porque no sé todavía que el libro que he comprado para el verano resultará una lectura perfecta para el invierno de diciembre o enero.

Porque en una ocasión me acerqué a la caseta de Libertarias Prodhufi a comprar un libro y me llevé dos y salí huyendo antes de que me vendiesen todo su catálogo.

Porque Libertarias Prodhufi vuelve a tener caseta, después del disgusto por su ausencia el año pasado.

Porque tengo una curiosidad loca por saber qué libro me venderá este año el señor de Libertarias Prodhufi.

Porque me escaparé un día de diario a pasear por la feria.

Porque, durante el paseo, recordaré otras gozosas razones que explican por qué me encanta esta feria, las recordaré de forma tan repentina como caerá un tormentón levantando inmediatamente el olor a tierra mojada.


Café con gotas (VII)


Los encantos de la Negra Tomasa también enamoraron a
Compay Segundo.





Gaziel y el virus del periodismo

En la reseña que firmó Jordi Amat en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia de un libro de Gaziel, Quina mena de gent som, y de otro sobre él, Gaziel: l’home és el tot, se definía al periodista como “un gran intelectual de la Edad de Plata hispánica” que había dejado una “profunda” impronta en la Cataluña del primer tercio del siglo XX. Tal vez juzgando insuficiente esta valoración de Agustí Calvet y pretendiendo dar la justa medida de su talla, se añadía: “Por talento podría haber sido un Ortega y Gasset, pero el virus del periodismo congeló un gran ensayista”. Leído a prisa, el apunte, que coloca a la misma altura a Ortega y Gaziel, puede parecer bienintencionado e incluso elogioso. Pero adviértase que el salto -el que va de lo que fue e hizo Gaziel a lo que pudo ser y haber hecho- es realmente fenomenal y en absoluto lisonjero. El abismo que se abre entre ambas orillas es lo que no fue y lo que no hizo –y que aparenta motivar un lamento– habiendo tenido las facultades precisas –añadido que semeja tornar el quebranto en reproche. Un argumento muy socorrido sirve para explicar cómo el talento fue dilapidado: el virus del periodismo. Un virus pernicioso donde los haya, quién lo discutirá. Nadie, porque la inercia invita a no conceder al periodismo excesiva consideración social como profesión ni, mucho menos, prestigio como género.

En efecto, el periodismo es reputado como una dedicación pequeña y, lo que es peor, castradora de algunas biografías llamadas a más altas tareas, por el sobado tópico que maneja la crítica. En el mejor de los casos, pretende el halago, aunque parezca errar el tiro dirigiéndolo a una hipotética potencialidad; y casi siempre, no logra esconder un cierto desdén, más o menos virulento, más o menos evidente, por la obra que realmente fue. El tópico constituye una de las más persistentes manifestaciones del desprestigio del periodismo al que, por otra parte, no han dejado de contribuir con sus declaraciones los mismos que lo ejercieron.

El propio Gaziel, por ejemplo. En reiteradas ocasiones, aludió a su primera vocación: “Jo pretenia arribar a ser un escriptor català famós”. El día de su sexagésimo segundo cumpleaños, encabezó un repaso a su trayectoria profesional con una referencia a aquel destino soñado y desviado por el periodismo: “Yo creo que nací siendo escritor. Si la suerte me hubiese sido favorable pienso que habría podido escribir obras importantes, quizá alguna gran obra –novela, ensayo, teatro, historia”. No cabe atribuir esta declaración a un sombrío sentimiento de frustración o derrota motivado por las circunstancias en las que escribió aquellas líneas -1949, cuando la guerra y la dictadura lo habían dejado “sense diari i sense professió”-, tampoco a un pesimismo surgido con la edad, cuando los años pesan y tientan a considerar precario cualquier balance. No, porque apreciaciones semejantes se pueden espigar en escritos suyos muy anteriores.

Quizás una de las primeras reflexiones sobre una vocación extraviada por culpa del periodismo la realiza a propósito de Miquel dels Sants Oliver. Fue escrita en 1923, en vísperas del cuarto aniversario de la muerte de quien consideraba su maestro y cuando él estaba a punto de cumplir diez años en el ejercicio de la profesión. Gaziel se explaya en la descripción del que consideraba el conflicto que atravesó la biografía de Oliver y que no era otro que el enfrentamiento entre la íntima vocación, la literatura, y la fatalidad, el periodismo. Gaziel no puede evitar condolerse de la “pérdida irreparable” que había en el hecho de que Miquel dels Sants Oliver aplazara primero y dejara sin cumplir, a la postre, su vocación como crítico literario e historiador, novelista y poeta. Por escribir la crónica sobre el último discurso de Maura o atender al escándalo parlamentario del momento, Oliver había sacrificado su vocación. Fue el periodismo, “el absorbente hermanastro de la literatura”, el que había mutilado al verdadero Oliver. Gaziel elogiaba las excelentes páginas que dejó escritas en la prensa, pero ellas, añadió, “no pueden consolarnos de las que hubo de dejar de escribir”. La conclusión era que a Oliver el periodismo no había hecho más que “disminuirle”.

Es imposible saber si en 1923, cuando Gaziel publicó su semblanza de Miquel dels Sants Oliver, ya sentía reencarnando en sí mismo el conflicto entre literatura y periodismo que le atribuía a aquel. De ser así, lo que pareciera comprensión imaginativa del dilema biográfico de Oliver no sería más que conocimiento de primera mano de los sentimientos que él mismo albergaba al contemplar la encrucijada en la que abandonó el estudio de la filosofía y la historia por el periodismo. Cabe sospechar que, en efecto, cuando hablaba de Oliver también lo hacía, de algún modo, de sí mismo. Lo que es seguro es que los términos en los que en aquella ocasión se refirió a Oliver –la frustración de la íntima vocación literaria, no obstante, siempre viva, el periodismo como fatalidad o la renuncia al catalán impuesta por la dedicación periodística– fueron exactamente los mismos que emplearía tiempo después al comentar su propia trayectoria, eso sí, con las cautelas que aconsejaba el no parecer que pecaba de inmodestia. Gaziel siempre se reconoció discípulo de Oliver, incluso mucho más, su “hereu”. A ello contribuyeron algunos elementos externos de su biografía, como el haber entrado de su mano en el periodismo o el haberle sucedido en la dirección de La Vanguardia. Pero tanto o más influyeron otros elementos menos visibles en generar el sentimiento de que en él se reeditaba el destino de Oliver, por ejemplo, que también en su caso las “honrosas, pero durísimas galeras del periodismo” habían malogrado una carrera literaria.

Ahora bien, el hecho de que Gaziel creyese que había dejado sin cumplir su vocación literaria no puede servir de coartada a la crítica para asumir como buena y repetir una vez más la machacona cantinela, al menos, no sin preguntarse por los motivos de la tenacidad con la que Gaziel la entonó. Las declaraciones de Gaziel antes que servir para perpetuar el tópico, demuestran qué poderoso y viejo es ese lugar común, ilustran hasta qué punto un gran periodista había interiorizado las apreciaciones que minusvaloraban su profesión y en qué medida estaba arraigada la convicción de que las páginas de los periódicos no soportan nada perdurable, al menos, sin que medie la que él llamó la “prueba del libro”. Gaziel pudo lamentarse porque sabía bien que los laureles que coronan las testas de los dedicados, incluso con mediocridad, a otros géneros de mayor prestigio, nunca se obtienen gracias al periodismo. Por otra parte, también cabría preguntarse si las expresiones quejosas por la vocación frustrada coincidieron con los momentos de decepción que le deparó esa profesión sanguinaria que es el periodismo, como bien sabe cualquiera que lo haya ejercido. Qué duda cabe que a Gaziel el periodismo le ofreció mil y una oportunidades para maldecir de él y para dolerse por la vocación abandonada que, en esos instantes, pudo representarse como un refugio seguro.

Por mucho que su imaginación jugase con lo que pudo ser y no fue, Gaziel no se engañaba: “Estoy llegando al final de mi vida y no he sido más que un periodista. […] Y no me arrepiento en absoluto”. Para recordatorio de quienes denuncian que Gaziel no adoptó las convenientes medidas profilácticas contra el virus del periodismo, ahí tienen la declaración sin rastro de contrición y también las que realizó en otras ocasiones enorgulleciéndose públicamente de su carrera. Así lo hizo en 1934, cuando se cumplían veinte años de la publicación de su primer artículo en la prensa:

“¡Veinte años de fidelidad profesional, de labor diaria, constante, sin una interrupción, sin el más pequeño cambio, con la misma regularidad, tal vez monótona, pero sin duda eficiente, del peregrino que va siguiendo paso a paso un solo y recto sendero, a menudo mirando a uno y otro lado, oyendo de continuo mil cantos y voces tentadoras al margen, mas sin dejarse nunca distraer de lo fundamental, que es seguir siempre adelante! ¿Le parecerá a alguien extraño, por lo tanto, que hoy experimente yo, al considerar el tiempo pasado y el camino recorrido, una disculpable, una ligera emoción? Mientras me enjugo el sudor y me paro un instante a respirar un poco de aire puro, quiero hacer un examen de conciencia…
¿Cuál ha sido mi labor en esos veinte años? Una labor muy simple: publicista libre, desligado de todo partidismo, procuré decir siempre a mis lectores lo que me pareció más conveniente en cada caso, ante cada problema. Bien: lo más conveniente ¿a quién? ¿A mí…?
[…] A mí, periodista ingenuo, no sé por qué extraña ilusión u oscuro instinto, se me ocurrió preocuparme por el bien público. Naturalmente: lo mismo en veinte años, que en veinte mil, es ésta un peregrina preocupación que, sentida con candor y a secas, prácticamente no conduce a nada.
Yo no recuerdo haber escrito, entre tantos millones de palabras, ni una sola línea dictada por el interés personal. Millares de artículos ha ido labrando sobre el papel mi pluma, como en el campo los surcos que con su arado abre el labrador; enjambres de ideas lancé a manos llenas, como el sembrador las semillas; y nunca, ni una sola vez, lo hice movido por un afán de beneficio propio. Me habré podido equivocar mil veces, otras, algunas, habré dado en el clavo. Pero siempre mis aciertos han sido tan gratuitos, tan desinteresados como mis errores”.


Gaziel bien podía preciarse de su independencia y de haber ejercido el periodismo como un fin en sí mismo y no “a manera de trampolín, como tantos, sólo el tiempo necesario para escalar otros planos más altos y otras situaciones más pingües”. Lo que no obstaba para que supiera lo que aquellos veinte años de periodismo podrían haber rendido en otra ocupación:

“En veinte años, con un poco de inteligencia y con la actividad, sin duda considerable, desplegada por mí, hoy yo podría haber sido un comerciante, un industrial, un financiero, un abogado, un político, no diré de primera ni de segunda fila, pero sí, tal vez, de cuarta o quinta, de ésos que tienen sólidamente remachada ya, contra viento y marea, una fuerte posición social, que se sustenta en copiosos bienes muebles e inmuebles, cuentas corrientes, hipotecas, valores bursátiles o altas consejerías remuneradoras. No he de hacer más que mirar a un lado y otro, desde mi polvoriento camino, y ahí los veo, a esos hombres admirables, con sus haciendas, sus fábricas, sus almacenes, sus villas y sus palacetes. […] Y lo curioso es que incluso algunos pretenden modestamente que yo valgo más que ellos. ¿A qué valor se referirán?...”

El periodismo había sido un oficio menudo, uno de los modos de vivir que difícilmente dan para vivir, “no un negocio malo, sino pésimo” que, además, no le había reportado ningún honor.

“¿Honores? ¡Santo Dios! Creo, sinceramente, ser el único español a quien todavía no se le ha hecho un homenaje. […] De suerte que cuando veo, en días de gala, a esos señores con el pecho acribillado de condecoraciones, o simplemente, cuando en el despacho de cualquier abogado, médico, industrial, o en la rebotica de un tendero o en el camerino de una cupletista contemplo tantas placas, medallas, diplomas, dedicatorias y otros afectuosos ex votos; cuando diviso por el mundo tanto botarate encumbrado, tanto granuja enriquecido, los ojos se me pasman, la boca se me entreabre largamente, y yo me digo con razón: ‘¡Qué poco debes de ser tú, cuando jamás has merecido nada de eso!’. Pero lo más extraño de todo es que esta reflexión no me apesadumbra en lo más mínimo, sino que -¡seré yo loco!- al hacérmela siento brotar en la soledad de mi alma el calorcillo de un orgullo casi irreprimible”.

Gaziel concluía: “No me arrepiento de mi vida. Estoy satisfecho de mis veinte años de periodismo”. Y hacía votos por otros veinte años más de profesión. La guerra civil y la dictadura le negaron un periódico donde escribir, pero eso no significó que el periodista fuese liquidado. Basta leer el prólogo que puso a Meditaciones en el desierto, donde afirmaba que aquellos apuntes, fechados entre 1936 y 1956, eran “artículos nonatos”, nacidos de “un instinto irreprimible” que lo empujaba a continuar comentando, aunque fuese en soledad, la vida pública día a día como siempre había hecho. Así que Gaziel continuó siendo periodista, incluso en el desierto.

En definitiva, Gaziel llegó al periodismo sin habérselo propuesto y hasta abandonando una vocación anterior, que siempre contempló con esa nostalgia tramposa que se dirige a lo que pudo ser y no fue. Pero estaba orgulloso de su carrera y hondamente convencido de la dignidad e importancia de la prensa, que permitía llegar “al fons de les consciències”, que era “l’educadora per excel.lència de la gran massa popular”. Quizás fue eso, la posibilidad que le ofrecía el periodismo de convertirse en un espectador privilegiado de su tiempo y de modelar las conciencias de sus lectores, lo que encontró sumamente tentador el joven Agustí Calvet y lo que lo mudó en Gaziel.

Desmintiendo los temores de Gaziel sobre la fugacidad de su obra como periodista, desde hace algún tiempo se suceden las ediciones en libro que recogen sus textos y los estudios sobre su trayectoria, destacando la magnífica biografía que Manuel Llanas le dedicó en 1998. También ha llegado el reconocimiento a su trabajo como director de La Vanguardia. Fueron sus “facultades de piloto”, que él mismo reivindicó en más de una ocasión, las que permitieron la modernización del diario de la familia Godó. Ratificando, todavía hoy, su idea de lo ingrato que puede llegar a ser el periodismo, algunas frases, como puñales, se clavan en una obra considerada, a pesar de todo, insuficiente. A buen seguro Gaziel estaría con Josep Pla cuando afirmó que “el periodista será siempre el pariente pobre –aunque gane más- del literato”, quizás también con el Pla que escribió:

“Debo señalar, aún, otra variante de disidencia condicional: los que pretenden que dadas mis –dicen ellos- facultades podría dedicarme perfectamente a un género de trabajos más elevado. Estos honorables señores piden una novela. […] El paternalismo difuso que hay detrás de esas insinuaciones es, sin duda, de agradecer; aunque, puestos a ser francos, diré que este retintín se ha vuelto, a mis oídos, algo fastidioso”.

A quienes andan hoy pidiendo a Gaziel, dadas sus facultades, un ensayo, quizás el periodista les respondiese, más o menos, con las palabras del solitario de Llofriu que son citadas por Xavier Pericay en Josep Pla y el viejo periodismo:

“Me habría gustado enormemente poderme dedicar a la literatura narrativa de una manera sistemática. […] Las necesidades de la vida me introdujeron en el engranaje periodístico y en la dispersión ineluctable. Con todo, no querría pasar por un hombre de ‘posibilidades fallidas’. En los trabajos desprovistos de opción, he puesto toda mi buena voluntad”.

No, Gaziel no fue un hombre de posibilidades fallidas. Pertenece a una estirpe, quizás ninguneada, pero que en él y en algunos otros alcanzó la excelencia. En ella se pueden mirar los profesionales de hoy para enorgullecerse de ser lo que son, periodistas. Algunos de ellos, a veces y aunque sólo sea por epatar al personal, sienten hormiguear la tentación de decir en voz alta qué gran periodista se perdió en tal o cual escritor, congelado fatalmente por el virus de la literatura. La respuesta que obtuve, en cierta ocasión en que me rendí al impulso, fue una sonrisa que pretendía ser indulgente y que, en realidad, resultó sarcástica.

Revival de los ochenta

Una va paseando despreocupada y felizmente, distraída, mirando como sin mirar los escaparates. Hasta que advierte que no es uno, sino dos y tres y cuatro los maniquíes que gritan a los transeúntes: ¡vivan los ochenta! Visten aquellos pantalones ceñidísimos con los que había que pelearse ferozmente para lograr embutirnos en ellos y aquellas camisas que, en virtud de una categórica ley de compensación textil, tenían la suficiente holgura para hospedar a un coloso. Las camisas van sobradas de tela a lo ancho y también a lo largo, de hecho, llegarían a las rodillas si no fuesen recogidas, abolsando el excedente de tela, con un cinturón convenientemente escandaloso que descansa al bies en las caderas torturadas por su peso. Nada tiene de particular todo esto. Cualquiera sabe que, tarde más, tarde menos, toda moda regresa y que lo hace con pretensiones de novedad que sólo los más jóvenes pueden creer. Quienes tenemos la memoria de más años hemos asistido a la vigencia de la moda que ahora vuelve. Es más, vestimos entonces según sus dictados para descubrirnos después irremediablemente ridículos, absurdos sin paliativos, en aquella estampa que el tiempo tornó inverosímil y caduca.

Así es que una va despreocupada y felizmente paseando y la banal visión de los escaparates se convierte en la súbita constatación del paso del tiempo. Ya tenemos edad para ver regresar una moda o, visto de otra forma, ya no tenemos edad para asumirla, nos sabemos condenados a ser disidentes. Así es como advertimos, de repente y sin previo aviso, que tenemos la edad que no sabemos ver en el espejo por las mañanas, porque el reflejo del paso del tiempo sólo estamos dispuestos a descubrirlo en los demás o en relampagueantes signos externos, como estos escaparates que proclaman una verdad cruel. Tampoco tiene todo esto nada de particular, incluso ya sabíamos la teoría por el tango, aquello de que veinte años no es nada. El caso es que vamos paseando distraídamente, igual que envejecemos, y también para distraernos de estúpidas cavilaciones que arruinen la tarde nos ponemos a rezar al santo patrón de los diseñadores implorando que no permita que este revival de los ochenta nos devuelva también aquellas hombreras imposibles en su desmesura, de verdadero espanto.

Café con gotas (VI)

¡Qué tendrá el café que prepara la Negra Tomasa! Estrellas de Areíto probaron su pócima y, bajo los efectos del bilongo, cantaron así.

Contar y andar


“Contar y andar es la función del periodista”, dijo Manuel Chaves Nogales. Así que se trata de eso, de contar y andar o, si se permite la levísima corrección, de andar para contar. Puede que ya no se estile esa forma de hacer periodismo, pero en el primer tercio del siglo XX hubo toda una generación de periodistas andariegos. A ella perteneció Corpus Barga. Lo tuvo claro desde el principio: había que patear las calles antes de ponerse a escribir. Era el programa que formuló en 1913 en la presentación de Menipo, donde fue director de sí mismo, puesto que era el redactor único del semanario:

“Menipo salta definitivamente del cuadro del Museo del Prado y después de calentarse los pies con unas cuantas fuertes pisadas, convenciéndose al mismo tiempo de que su cuerpo puede caminar, ha echado un trago del jarro que tiene a su vera, y volviendo a embozarse en su capa, firme de figura y único de genio, se ha lanzado a la calle. […] Menipo sabe que un periódico no se hace en la redacción por unos señores que, teniendo que ir a la Redacción, no se enteran de las cosas. Un periódico donde se va a hablar de lo que pasa en la calle, tiene que hacerse en la calle también”.

El procedimiento, ése de andar y contar, queda bien a la vista, por ejemplo, en las crónicas italianas que publicó en El Sol en los años 20. En ellas aparece la descripción de piazza Navona en la noche de la Befana, de las callejas del antiguo Campo de Marte tomadas por los voceadores de periódicos, del ambiente de los viejos cafés como el Greco y de los novísimos como el Biffi, del Corso desbordado por una manifestación de camisas negras, de las iglesias napolitanas en una mañana dominical y de la galería Vittorio Emmanuele de Milán. Para evitar equívocos habrá que advertir que Corpus Barga no tiene vocación de guía turístico. Sus textos no sirven de Baedeker, ni siquiera cuando visita el Vesubio y Pompeya. Por otra parte, tampoco son los suyos banales cuadros de tipos y costumbres. Aquellos con quienes se topa en su paseo por el Pincio, pongamos por caso, le permiten hacer la disección de la sociedad romana. El callejeo es el método del atento observador que encuentra en la anécdota una categoría; en el detalle, un síntoma y en el escenario de la ciudad, el pálpito de la sociedad, la política y la cultura, de la época, que es, en definitiva, lo que interesa al periódico.

En 1915, cuando Europa se está matando en la Gran Guerra, él se encuentra en París como corresponsal de la revista España. Se presenta a sus lectores y les explica cómo afronta su trabajo:

“[…] no busquéis en mí nada esencial; soy hombre de ciudad, quiero decir, de café y de tranvía; vivo entre cosas movibles y pasajeras; no tengo el eterno espectáculo de los campos, sino la visión vertiginosa y chocante del tráfago del arroyo… Y por este arroyo he de navegar en la vana cáscara de nuez de la anécdota callejera.
Pero dentro de su banalidad hay anécdotas que flotan en la superficie y anécdotas que se sumergen. En calidad de hombre negativo, de hombre pozo, de hoyo en el cauce del arroyo callejero, a las últimas he de agarrarme.
Lo más sorprendente de esta gran guerra, para dar una gran sorpresa a las profecías, no ha sido la guerra aérea, sino la guerra submarina. La anécdota sumergible es el submarino de la reflexión. Yo dejaré a estos submarinos que lancen sus torpedos contra todos los enemigos boyantes.
¡Españoles y lectores míos! ¡No me leáis si habéis de llevaros las manos a la cabeza cuando las palabras sumergidas en estas páginas intenten torpedear, sin aviso previo, a algún enorme Lusitania de la España vieja!”

El periodista, uno de los que confiaban en que una victoria aliada diese una oportunidad a una España nueva y vital frente a la España vieja y oficial, advierte que se agarrará a la anécdota callejera. Y así fue siempre, anda que te anda, cuenta que te cuenta, Corpus Barga construyó sus crónicas a partir de anécdotas llenas de intención que eran lo mismo que torpedos. Su estrategia tenía validez universal, lo mismo servía al corresponsal destinado en una ciudad europea que al periodista cuando ejercía la profesión en casa. No por azar dio el título genérico de “Paseos por Madrid” a una serie de artículos que publicó en El Sol entre diciembre de 1922 y enero de 1923. El título cuadra perfectamente para reunir a su amparo los escritos sobre Madrid que Corpus escribió ruando por sus calles.

El paseo también fue el método de otros, por ejemplo, de Joseph Roth. Él mismo lo explicó en un artículo de 1921 que, como proyecto periodístico, Corpus Barga no habría tenido inconveniente en suscribir. La cita, larga, merece ser reproducida íntegra, porque resulta imposible parafrasearla o comentarla sin despojarla de su ajustada, precisa y exactísima expresión:

“Lo que veo es el rasgo ridículamente anodino en la faz de la calle y del día. […] Solo son importantes las pequeñas cosas de la vida.
¿Qué me importa, a mí, paseante que marcha en diagonal por un avanzado día de primavera, la gran tragedia de la historia universal que recogen los editoriales de los periódicos? […] En vista de los acontecimientos microscópicos, todo pathos es en vano, se pierde sin sentido. Lo diminuto de las partes impresiona más que la monumentalidad del conjunto. Ya no necesito los gestos ampulosos, que intentan abarcarlo todo, del héroe del teatro universal. Yo soy un paseante.
Al soporte publicitario en el que se anuncian con grandes caracteres cosas como, por ejemplo, los cigarrillos Manoli, como si de un ultimátum o de un memento mori se tratara, le pierdo todo el respeto. De alguna manera, creo, el valor ilusorio de un ultimátum y de un cigarrillo se revela aquí en la manera en que ambos hallan expresión. Lo que se anuncia con letras tan grandes es pobre en importancia y contenido. Y me parece que en esta época no hay nada que no se anuncie con grandes caracteres. En eso consiste su grandeza. Tengo para mí que la tipografía se ha transformado en ideario. Lo más importante, lo menos importante y lo poco importante solo son asuntos que parecen tener más, menos o ninguna importancia. Les otorgamos valor por su imagen, no por su esencia. El acontecimiento de la semana es aquel que ha sido declarado acontecimiento de la semana gracias a la presión, al gesto y al ademán del brazo que se levanta para golpear. No hay nada que sea; todo significa. Sin embargo, ante el resplandor de un sol que se extiende implacable por el muro, por la calle, por el raíl, que se cuela por las ventanas y se refleja, concentrado, multiplicado por mil, lo irrelevante hinchado se eclipsa. Irrelevante –cree un servidor, engañado por la impresión, por la tipografía como ideario que predomina- es todo cuanto consideramos importante y nos tomamos en serio: el cigarrillo Manoli y el ultimátum”.


Dice Joseph Roth: “Lo que veo es el rasgo ridículamente anodino en la faz de la calle y del día”. Apunta Corpus Barga: “No busquéis en mí nada esencial; soy hombre de ciudad, quiero decir, de café y de tranvía; vivo entre cosas movibles y pasajeras; no tengo el eterno espectáculo de los campos, sino la visión vertiginosa y chocante del tráfago del arroyo…”. Replica Roth: “La naturaleza ha entrado en una guía. Lo que veo, sin embargo, no aparece en ninguna guía. Lo que veo es el vaivén inesperado, repentino, sin ningún fundamento […]”.

Los paseos madrileños de Corpus Barga –un “hombre negativo” que no está, según su propio aviso, “satisfecho de mí mismo ni de los demás”– y los paseos berlineses de Joseph Roth –un “huraño”, de acuerdo con su autorretrato– tienen mucho en común. Ambos convirtieron la anécdota sumergible y el rasgo anodino que encontraron en la calle en el pilar de sus crónicas, que, no obstante, distan mucho de ofrecer un resultado trivial o insustancial. Las páginas que escribieron en los periódicos han migrado ya a las de los libros de historia. Es imposible prescindir de los artículos de Corpus Barga para dibujar la estampa del Madrid de los años 30 e inevitable remitirse a los textos de Roth para reconstruir la Alemania de Weimar, como bien sabe Eric D. Weitz.

Corpus Barga y Joseph Roth ocuparon sus plumas escribiendo sobre los automóviles, el tranvía y el suburbano, la barbería, los cafés, la alpargatería, los parques y el cinematógrafo. Su atención no fue casi nunca para el Palais Royal, el Luxemburgo o la fachada del Louvre. Ellos eran paseantes y periodistas, viajeros sentimentales de la insigne estirpe que desciende de Laurence Sterne, quien creía que en ese tipo de "minucias, en apariencia desdeñables, se descubren los rasgos del carácter nacional mucho mejor que en las graves materias de estado”. Y fue Sterne quien les enseñó el método: “[…] y me eché a la calle sin saber bien adónde iba. Ya lo pensaré en el camino”. En el camino, lo que hicieron Corpus y Roth fue “dibujar el rostro del tiempo”. La cita es de Roth y también la apostilla: “Y ésa es la tarea de un gran periódico”. De esos grandes periódicos que inventaron una forma de hacer periodismo que ya no es. ¡Ay, el viejo periodismo!, que exclamaría Xavier Pericay.

Unha bágoa por Alonso

Na xerga xornalística de principios do século XX, as notas necrolóxicas chamábanse tamén bágoas. Aquí esvara unha por Alonso...

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Alonso era en realidade o seu primeiro apelido, pero converteuse no nome polo que foi coñecido un dos xornalistas máis veteranos da cidade de Lugo. Creo que estaba orgulloso da súa profesión e da súa carreira, así mo pareceu o día que me deu unha fotocopia dun vello Boletín de La Voz de Galicia na que figuraba unha pequena foto súa coa data de ingreso na empresa: o primeiro de decembro de 1969. Se é posible un orgullo sen vaidade, ese foi o que tamén percibín cando, antes de mandarme a informar sobre a segunda visita de Fidel Castro á terra natal do seu pai, Láncara, me deu copia de dúas crónicas que, anos antes, el firmara con ocasión da viaxe anterior do ditador cubano.

Tiven a inmensa fortuna de facer prácticas durante varios veráns na redacción de La Voz de Galicia en Lugo cando a dirixía Alonso. Lémbroo diante do plano das páxinas do xornal do día seguinte aínda en branco, cando o único certo era a publicidade que ían levar; escribindo os seus textos ou facendo a última revisión dos escritos dos seus redactores; elixindo a fotografía de portada; mantendo unha tranquilidade inconcibible cando todos estabamos abelloados polos nervios ou entrando e saíndo do seu despacho, e volta a entrar e saír, contaxiando a todos a súa excitación, o que, en verdade, podía chegar a ser crispante cando xa estabamos todos dabondo crispados; consumíndose ante a inminencia da hora de peche nun día complicado; interrompendo o traballo da tarde con calquera conto mentres remexía nos petos do pantalón facendo un estrondo metálico cunha chea de moedas, chaves e sabe deus que máis; relatando un sucedido con ollos pícaros e un chisco maliciosos que rían antes que a cara; confirmando por teléfono coa sede do xornal en A Coruña que recibiran as páxinas coa información lucense antes de dar por concluída a xornada.

Alonso chamoume por teléfono o día que fixen o derradeiro exame da licenciatura para ofrecerme un contrato de traballo. Nunca esquecerei a alegría que representou aquela chamada, a euforia desenfreada que nin un Pulitzer creo que poida regalar. Así volvín a traballar con el e cos excelentes xornalistas que dirixía, sen dúbida ningunha, dos mellores que teño coñecido. Todos foron comigo bos e xenerosos, nunha medida imposible de expresar. Todos ensináronme o que a facultade de xornalismo non soubo ensinarme e tamén o que ningunha facultade de xornalismo pode ensinar. Se sei algo do traballo ben feito e do orgullo modesto de ser xornalista é grazas a eles.

Alonso, José Abelardo Alonso Sánchez que ese era o seu nome completo, foi un home e un xornalista bo e xeneroso. Era sobrio e tímido na expresión dos seus afectos diante das persoas que estimaba e hiperbólico e excesivo cando non as tiña enfronte. Acabo de recibir a noticia da súa morte e supoño que esta é unha necrolóxica, a primeira que escribo. Meu querido Alonso non sabe canto me doe que sexa a súa. Eu non sei quen me vai desculpar, coma el fixo noutras ocasións, a falta de experiencia, quen a sobriedade, que non é falta de cariño nin de admiración.

[Publicado na edición lucense de La Voz de Galicia, 2 de maio de 2009]

Enric González, censurado

Definitivamente, Carlos Boyero eligió un mal día para dejar de fumar. Vale renunciar al tabaco y hasta prescindir del café que tira del cigarrillo prohibido, pero, al mismo tiempo, no poder meterse el chute diario de Enric González es un infierno sólo imaginable por quien sea esclavo de la adicción a su columna. Yo conozco ese infierno. Yo misma padezco los síntomas del mono en esta mañana de domingo. Ya son varios días de abstinencia forzada. El cuerpo no consiente más aplazamientos y reclama perentoriamente su dosis. Las manos temblorosas pasan con ansiedad las páginas del periódico. Los ojos vidriosos rebuscan a la desesperada el “asunto marginal”. Sin éxito. Mendigo entonces la metadona que me permita sobrevivir al día. La nocilla no sirve ni para endulzar el desayuno, como para pedirle que calme el síndrome de abstinencia. El artículo llorando la clausura del Pequeño País es un amable cuadro costumbrista que hace más pesarosa la añoranza de los afilados análisis de Enric González sobre el desmantelamiento del periodismo por parte de los dueños del sector. Y la defensora del lector ejerce de defensora de la empresa cuando comenta la foto de los culos de Letizia Ortiz y Carla Bruni; debió de pensar que estaba eximida de su trabajo puesto que ya lo había dejado hecho Enric González en la última página del periódico del mismo día que su portada llevaba la imagen.

Dicen que la culpa de la ausencia de Enric González y de mi mono es de la censura. Se veía venir. No podía quedar impune la costumbre del periodista de poner un poco de dinamita en algunas frases que colaba aquí y allá, de hablar para quien quisiera entender, de decir su canción a quien con él va. Estaba llamando demasiado la atención. Alguien ha debido de entender que ya estaba bien de que anduviese celebrando el bicentenario de Larra a lo grande, con sus ensayos sobre cómo decir lo que no se puede decir. Alguien ha creído llegado el momento de que aprenda a preguntar en qué sentido ha de escribir para verse impreso, respete el látigo que lo gobierna y concluya todos sus artículos proclamando “lo que no se puede decir, no se debe decir”. ¡Con ésas a Enric González! Para empezar ha dejado El País en blanco. Género viejo éste de los artículos en blanco y el único que aplaca el mono dominical de los adictos, antes y mejor satisfechos con las cábalas sobre qué dirá o qué no dirá el artículo en blanco que con la certeza de lo que dicen los artículos en negro.

La más acendrada retórica franquista

ABC, queriendo sin duda ahorrar el trámite de convertirse en rata de hemeroteca a quien esté interesado en estudiar la retórica franquista que exudaban los periódicos en los años de la dictadura, publica hoy esta noticia necrológica:

“Cristianamente ha fallecido a los 95 años en Madrid doña Menganita de Tal. Era viuda del general de Caballería don Zutanito de Cual, héroe de nuestra Guerra civil, que luchó en Rusia con la División Azul y jinete olímpico que batió el Récord del Mundo de salto de longitud en Barcelona, en 1951. Dama de acrisoladas virtudes, de espíritu indomable, siempre destacó por su simpatía y naturalidad. Doña Menganita de Tal deja nueve hijos, veintisiete nietos y treinta y cuatro bisnietos. El funeral por el eterno descanso de su alma se celebrará…”.

El obituario pretende incensar las glorias de la dama de acrisoladas virtudes y del héroe de nuestra guerra civil, pero resulta que el único que realmente se cubre de gloria es el propio periódico.