Cartafolio de Barcelona (VI). Chocolate o café

El chocolate es caliente y oscuro como el café, pero hasta ahí llegan las semejanzas. El chocolate adormila el cuerpo y apacigua la conciencia, infunde un vago sopor que reclama una pausa o, mejor, una siesta. Es una bebida doméstica y, ciertamente, domestica y amansa. Aplaca los ánimos, las intenciones y hasta los intentos. Por el contrario, el café tiene una dosis de electricidad que tensa los músculos, aviva la percepción y despabila los atrevimientos. Propaga una cierta celeridad nerviosa al pulso y a la respuesta. Es un excitante que reclama el acompañamiento de otras drogas infamadas por insanas e insensatas, como el tabaco, la conversación, la lectura o la calle. No hay compatibilidad posible entre el chocolate y el café. Se trata de una disyuntiva que exige pronunciarse: mojar el bizcocho del tedio en el chocolate o las inquietudes en el café, reverenciar el vuelo espiritualoide de las sotanas o las enseñanzas terrenales de los maestros laicos, buscar el calorcillo de la mesa camilla o el aire fresco ruando a la intemperie, complacerse en la dócil sumisión o en la revoltosa desobediencia, darse a la mesura conservadora o a la agitación insurrecta, en resumen, chocolate o café. No hay solución intermedia. En la granja M. Viader, Lieschen advirtió que el chocolate era delicioso, pero que su inclinación innata, imposible de reeducar, era el café.
Cartafolio de Barcelona (V). Un trampantojo

La época gloriosa del local, en la planta baja de la Casa Martí construida por Puig i Cadafalch, se extendió entre 1897 y 1903. Fue abierto, como indica su nombre, a iniciativa de cuatro gatos: Pere Romeu, Ramón Casas, Miquel Utrillo y Santiago Rusiñol. El establecimiento tuvo, como era preceptivo, su tertulia y, siguiendo el ejemplo de los cafetines franceses de artistas, también allí se celebraron recitales de nuevos compositores como Enric Granados e Isaac Albéniz y exposiciones como la de un Picasso que entonces contaba dieciocho años. En Els Quatre Gats nació la revista homónima y, más tarde, otra titulada Pèl & Ploma.

Los asiduos del establecimiento y las actividades que tuvieron allí su epicentro fundaron la leyenda del local que, para los mitómanos, saldrá indemne al saber que Romeu reñía seriamente a los camareros que, en un arrebato higiénico, tenían la ocurrencia de limpiar las telarañas de los rincones. El propietario estimaba que constituían parte imprescindible de la debida ambientación mugrienta que se le supone a un lugar frecuentado por


Un café no es sólo un local, es la encarnación de un tiempo y de sus hombres. Hay cafés que sobreviven a su época únicamente como museos o supuestos tributos a la leyenda. Basta entrar en ellos para percibir la tristeza cansada del simulacro. Mientras, hay otros que, sin dejar de reverenciar su historia, contienen la textura vital y cotidiana del presente. Resulta difícil desentrañar cómo lo consiguen, pero esos son los que, sin duda alguna, encantan a Lieschen... Lo que tal vez demuestre que el suyo no es un temperamento tan nostálgico como a ella le gusta decir.
Cartafolio de Barcelona (IV). El Velódromo

De otra forma no se explicaría que la reapertura del Velódromo, inaugurado en 1933 por Manuel Pastor y que permanecía clausurado desde hace algunos años, haya suscitado tanta atención y tantos entusiasmos. El alcalde Jordi Hereu afirmó que este café-bistrot forma parte de la historia sentimental de la ciudad. Y sentimentales se pusieron los cronistas para celebrar que Barcelona recuperase en el 213 de la calle Muntaner el rótulo con el nombre del local y también las sillas Thonet de madera curvada, el billar, las lámparas con racimos de globos, sus dos plantas, la escalera central y las barandillas de caoba. Incluso se ha rescatado el color original de las molduras de las columnas y los techos que había ocultado la pátina marrón de la nicotina y el paso del tiempo. Las crónicas, unánimes, aplaudieron el mimo puesto en la restauración y el escrupuloso respeto a las señas de identidad del local.
Quienes no conocimos el viejo Velódromo nos ilusionamos con la oportunidad de disfrutar de sus encantos de antaño. Interpretamos como un buen augurio que el horario, de seis de la mañana a las tres de la madrugada, sea propicio todas las rutinas y todos los estados de ánimo. Además, a los muy cafeteros nos hacen un guiño con eso de que el café será servido en bandeja, acompañado de azucarera y vasito de agua, lo que, por otra parte, me trae instantáneamente morriñas porteñas del Tortoni. Pero también hemos encontrado un motivo para recelar: en la inauguración para las autoridades y la foto, las persianas permanecieron cerradas a cal y canto, según se advertía claramente en una imagen publicada por El Periódico de Catalunya. No es sólo que los transeúntes no estuviesen llamados a estrenar el nuevo Velódromo, es que, por lo que parece, ni siquiera les fue permitido curiosear desde la calle. El establecimiento ha puesto mucho cuidado en recuperar la decoración y el mobiliario, en recrear su espíritu de siempre, pero si quiere ser algo más que un trampantojo del pasado tendrá que confiar en que la gente lo haga suyo, hoy.
Para cuando el público pudo estrenar el Velódromo, días después de la inauguración oficial, Lieschen ya no estaba en Barcelona. Por si no tenía motivos suficientes para regresar, dio con otro más para desear hacerlo cuanto antes.
Cartafolio de Barcelona (III). Kioscos

Cartafolio de Barcelona (II). Plazas y plazas


Em creguin. Si pretenen resoldre aquesta plaça sense l’edifici que requereix l’espai d’aire del solar, no despenguin més diners posant-hi arbres, ni fonts, ni estàtues mitològiques, ni cavalls esverats per la sorpresa que els produeix trobar-se en un lloc tan cèntric. No hi posin més brolladors, ni estàtues de senyoretes simbòliques, ni de personatges històrics, ni parterres amb floretes. És un bon edifici el que hi ha de posar, no pas a la part baixa, sinó a la part alta de la plaça, perquè l’espai fa una mica de pendent, que ajudaria a la seva visualitat. Si no hi ha ningú capaç de fer-lo, o de posar-lo, val més no fer-hi res més i deixar que els vianants, a cavall o a peu, la travessin de la manera més còmoda i ràpida possible”.
Si en algún momento el edificio que Pla reclamaba en 1944 para intentar resolver el problema de la plaza de Catalunya pretendió serlo el levantado allí por El Corte Inglés, es evidente que tal engendro arquitectónico no arregló nada, sino que vino a empeorar la situación hasta límites difícilmente superables. Ignoro si este inmueble o simplemente el aburrimiento causado por un debate tan largo y estéril sobre un apaño para este espacio urbano han logrado resignar a los barceloneses a admitir que lo de la plaza de Catalunya no tiene remedio. De haber alcanzado tal convicción, debe de tener el regusto amargo de la derrota para una ciudad que sabe crear plazas y vivirlas. Porque hay ciudades que saben hacer plazas y otras que no; es una cuestión de arquitectura y también de temperamento.


Hay plazas que no pueden presumir de un edificio importante y no les hace ninguna falta para alcanzar la gloriosa categoría de plaza, reconocimiento que sólo puede otorgar la gente que va a ellas a quedar y estar. Hay plazas recoletas, chatas o minúsculas, que aparecen dibujadas apenas con un insignificante puntito en los callejeros, pero que cuando uno llega a ellas, sin saber muy bien por qué, sin saber descifrar cuál es su secreto, le entran ganas de demorar el paseo, quedarse en el espacio que definen y participar, siquiera sea por un momento, de la vida que las atraviesa.
Váyase uno al barrio de Gràcia y descubrirá ese tipo de plazas, como la del Diamant de Mercè Redoreda, que no son espectaculares, pero que tienen algo, una armonía que nace de no se sabe qué y que las hace perfectas. En una, la de Rovira, Vila-Matas se sentó en un par de ocasiones, sintiendo la necesidad de describir hasta la extenuación del último detalle “lo que pasa cuando no pasa nada, sólo el tiempo, la gente, los coches, las nubes”, como hiciera George Perec con la plaza de Saint-Sulpice contemplada desde el Café de la Mairie. Ese mismo ejercicio es con el que me gusta entretenerme en la plaza Vila de Gràcia, sentada a los pies de la campana que tocó a somatén durante siete días de 1870, cuando el Ejército quería llevarse a los jóvenes a cumplir el


Cartafolio de Barcelona (I). Les Set Portes

Lieschen espera la paella repasando todas las pistas: el mobiliario, la decoración, el horario que se presta para una vida golfa, los periódicos... Y ahora que lo sabe, ahora que le ha sido desvelado el misterio de Les Set Portes, le parece absolutamente increíble que en sus visitas anteriores desatendiese tal acumulación de indicios inequívocos, que no los supiese interpretar, que ni siquiera indujeran una imprecisa sospecha. ¡El restaurante fue en sus orígenes un café! ¡Cómo no advirtió que lo que le seducía del local, ese algo que no acertaba a precisar, ese difuso espíritu que, no obstante, presentía, era el de los duendes del café!

La ubicación de Les Set Portes siempre fue magnífica y de un acusado simbolismo. Empezando por el mismo edificio que lo alberga desde sus orígenes cafeteriles y que fue mandado construir por Josep Xifré i Cases. Uno de sus frentes mira al mar y el otro, a la Lonja. Orientado a las que habían sido las dos fuentes de riqueza de la ciudad, en su decoración, además, están presentes motivos alusivos al comercio, la navegación y el descubrimiento del Nuevo Mundo. La proximidad del café a la Lonja y a la Aduana le procuró una clientela de hombres de negocios, a los que se atendía también poniendo a su disposición una completa guía comercial, industrial y fabril de la ciudad.
En 1929 el café fue reconvertido en restaurante. Pero ni la mudanza ni el paso del tiempo desgastaron el símbolo. Así se lo hizo notar, en 1947, señor Parellada –el que da nombre a la paella que ahora mismo disfruto y que entonces era el propietario del establecimiento– a Josep Pla. En uno de sus Articles amb cua, atribuye al restaurador unas palabras que tendemos a creer más bien del propio Pla:
Salgo por la puerta, la única del local que antaño tuvo siete y que para mí –el símbolo quizás sólo tenga sentido para uso personal, o no– es la que franquea la entrada en Barcelona. Salgo del restaurante y entro en la ciudad, feliz y dispuesta para la siguiente ceremonia ritual, la visita a Santa María del Mar. Y entonces sí, entonces ya me sé en Barcelona.

Café con gotas (X)

Su lectura me recuerda algunos de los argumentos que me convirtieron en Lieschen y me proporciona otros nuevos para continuar en el empeño de llegar a ser digna de ese nombre. Queda zanjada la cuestión sin que, por supuesto, mengüe mi admiración, teñida de envidia cierta, hacia la Negra Tomasa. Los Manolos le rinden el penúltimo homenaje en este café con gotas.
El mandilón


En ese mismo instante de la representación, tuve la difusa premonición de lo que iba a suceder, de que todo estaba ya anunciado allí, de que las lecciones serían tan absurdas como aquel mandilón y que procurarían infringir en la alumna un sentimiento de culpa por no saber y no entender, acabar con el entusiasmo y el deseo de aprender de la muchacha, más todavía, aniquilarla toda ella, hasta las últimas consecuencias. En ese preciso momento de la representación, también recobré el vago recuerdo de la extrañeza que sentí cuando dejé de vestir aquel mandilón. Ahora puedo poner palabras a lo que entonces no fue más que un impreciso descubrimiento: el de la inédita sensación de desahogo y libertad que me proporcionaba ser yo misma, el de la comprensión de que aprender no significa ser domado y que hay profesores que enseñan para la libertad. A la salida del teatro acerté a explicarme, por fin, lo que el mandilón significó para mí.
Café con gotas (IX)
Almuerzos periodísticos
Compartir mesa y mantel parece disponer un espacio de comunicación especialmente propicio para que el entrevistado realice confidencias que no haría en otras circunstancias, para que aparque un discurso aprendido e incluso para que trate asuntos imprevistos que sólo surgen al calor del vino y de una conversación felizmente desordenada, llena de rodeos y sin meta conocida. Y si el almuerzo no consigue derrotar al personaje, al menos ha de dejar a la vista otras caretas e imposturas distintas de las que habitualmente gasta. Esto ya lo dijo, por supuesto, antes y mejor, Manuel Vázquez Montalbán:

Pues bien, con raras excepciones, los almuerzos de El País no consiguen esa justificación periodística. Lo mismo daría que las entrevistas se realizasen en otro contexto. La parrillada de verduras, las croquetas de hongos, la provoleta, el pastel de carne, los chipirones de anzuelo encebollados, las sakuskinas con mermelada de albaricoque y helado de orujo, el flan y la torrija cumplirán un propósito alimenticio, pero no obtienen ningún rédito periodístico, fracasan con escándalo porque las viandas podrían ser sustituidas por una grabadora sin perjuicio alguno para la entrevista.

Por aquellas entrevistas publicadas en 1984 a personajes que inquietaban a Vázquez Montalbán y que “juntos y sumados, podrían posar para una fotografía fin de transición”, nos enteramos, por ejemplo, de que Rodolfo Martín Villa optó por “una reforma pactada de los propósitos del maître” con respecto al postre, que a Manuel Fraga, la derecha que se reinventa, “no le gustan las cosas crudas” y que a Ernesto Milá, la derecha que no tiene intención de reinventarse, “le gustan las cosas crudas”. Por cierto y dicho sea de paso, Fraga, personaje importante e inquietante, almorzó con Pemán y Montalbán. En ambas ocasiones y a pesar del tiempo transcurrido entre una y otra, eligió un menú de régimen de adelgazamiento, lo que permite deducir la perenne lucha entablada por el político contra ciertas grasas y colesteroles ideológicos.
No tenía que ser cosa fácil sentarse a la mesa con Manuel Vázquez Montalbán, que llegaba al restaurante precedido por su fama de sabio periodista y gourmet. Debía de ser tan peliagudo responder algunas de sus preguntas, como elegir el menú bajo su escrutinio. Vázquez Montalbán censuró la elección de casi todos sus comensales, que podían decantarse por platos vitamínicos y proteínicos, pero de una tristeza insondable: “La mayor parte de alegría gastronómica que hay en este libro la he puesto yo”, escribió. Con toda justicia podría haberse atribuido también la alegría periodística de aquellos almuerzos.
Conclusión: Una cosa es alimentarse y otra distinta, comer. Una cosa es preguntar y otra, entrevistar. Y para que los almuerzos sean un éxito, es decir, no provoquen dispepsia a los lectores, parece tan conveniente que el periodista sepa comer como entrevistar.

La “réclame”

“Con esto ha llegado también la réclame. Hay diarios que dan primas a sus suscriptores; otros, como el Journal, han inundado de carteles vistosos los muros de París, recomendando tal o cual folletín espeluznante, y ofreciendo un premio de valor a la persona que averiguase el final de la novela y la suerte de cada uno de los personajes, después de publicados los primeros capítulos. Le Matin y el Français han iniciado las sorpresas. Los redactores del periódico, desde el redactor en jefe hasta el último repórter, han salido por las calles a ofrecer un sobre cerrado a las personas que andan con el diario ostensiblemente. Los sobres contienen billetes de mil francos, automóviles, una villa amueblada y otros regalos de mayor o menor precio. El Journal siguió el ejemplo y lanzó una especie de combinaciones que eran simplemente una lotería, por lo cual la ley cayó sobre la tentativa. Hoy hace lo mismo que el Matin. Naturalmente, esa auto-reclame no la hacen diarios graves y estirados. Entre esos, el Figaro ofrece a sus suscriptores el aliciente de las invitaciones a sus fiestas y recepciones”.

Una vez que los periódicos decidieron dejar de dirigirse sólo a los correligionarios, a los convencidos o militantes de un partido o una ideología; cuando se fijaron como aspiración no segregarse público molestándole con sermones políticos, sino sumar a cuantos lectores fuese posible; entonces el periodismo se hizo informativo y, al mismo tiempo, la réclame se convirtió en una estrategia ineludible para los diarios, para todos, por muy estirados que se pretendiesen. El invento era americano y fue adoptado por los periódicos franceses y de estos, a su vez, copió la prensa española la moda.

En 1886, Mariano de Cavia escribió un par de artículos mofándose de los periódicos con regalo o con sorpresa –tampoco una novedad entonces, según advertía el periodista– que se voceaban y vendían en las calles de Madrid y que, en una perversión de la estrategia comercial, se habían convertido en un género en sí mismos:
“-¡La Gran Sorpresa, periódico con regalo!
-¡La Mayor Sorpresa, gran periódico con gran regalo!
-¡El Tío Fortuna, periódico con regalo, y un jamón!”

“A La Gran Sorpresa, La Mayor Sorpresa y El Tío Fortuna, han seguido dos nuevos ‘periódicos’ de la misma laya.
El Madrid Sorpresa y La Suerte en la Mano son los dos nuevos papeles –íbamos a decir naipes- que están sobre ese tapete de color verde-alfalfa. […] Dícenme que uno de los papeles en cuestión se queja de la campaña emprendida contra ellos, e invoca… ¡las leyes del compañerismo!
Oiga usted, ¿en qué timba hemos tallado juntos?
¿En qué chirlata hemos servido como gurupiés, ganchos o puntos figurados?”
Hace unos años, cuando los periódicos percibieron los síntomas de la sangría de público, intentaron frenarla. Las promociones parecieron una buena estrategia para fidelizar a sus lectores y para ganar a otros nuevos. Las hubo para todos los gustos y algunas ciertamente exóticas, como el cruasán para el desayuno, la lata de bonito del Norte, la imagen del santo patrón de la ciudad y hasta un vídeo con la ceremonia de consagración de un nuevo obispo. Con las promociones, hoy imprescindibles, los periódicos han vendido más ejemplares, pero… El pero lo explica Juan Luis Cebrián en El pianista en el burdel que acaba de editar Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores:

“Gracias a estos métodos, los ingresos se han incrementado, pero no siempre la rentabilidad de los negocios. Entre otras cosas porque como es preciso dar a conocer al gran público que mañana venderemos, junto a las noticias y artículos, una muñeca Barbie o un sobre de sopa instantánea, no hay otro remedio que acudir a anunciarlo en televisión. En 2006 la industria periodística dedicó alrededor del 12% de sus ingresos anuales a financiar las campañas promocionales, por valor de 334 millones de euros”.
Lástima que Cebrián no se pregunte por los resultados que podría haber tenido la inversión de esa millonada en la réclame de una información de calidad. Otra objeción a la política de promociones es la que señalaba con sorpresa, ayer mismo, Enric González. Sin duda, pasma la paradoja: el último grito en promociones son cacharros electrónicos que hacen la competencia a la lectura de los periódicos. La prensa escrita, ayudando a cavar su propia tumba. Pero esto, al fin y al cabo, no resulta más inverosímil o prodigioso que la falta de imaginación de los diarios a los que, sabiéndose llamados a reinventarse si quieren resistir, no se les ocurre otra cosa que recurrir a estrategias novicias hace un siglo; peor todavía, que los periódicos hayan accedido a convertirse en aquellos papeles de los que hablaba Cavia, que eran comprados sólo por el regalo, la sorpresa o la rifa. Han devaluado su mercancía ellos mismos y ahora culpan –así lo hace Cebrián en su libro– a Internet de convertir la información en un bien mostrenco.
Razones desordenadas que explican por qué me gusta la Feria del Libro

Porque la primavera sólo comienza para mí cuando el Paseo de Coches del Retiro es tomado por las casetas llenas de libros.
Porque estreno la primavera y también, aunque nunca lo planeo deliberadamente, algo de ropa.
Porque me trae a la memoria mis primeros paseos por la feria y el recuerdo no es melancólico ni nostálgico.
Porque me siento una opulenta millonaria no teniendo que escoger sólo uno o dos libros, tal y como me obligaba el presupuesto menudo de mis primeras ferias.
Porque, como no soy una opulenta millonaria y además no puedo desprenderme del todo de una conciencia del dinero y una moral del ahorro heredadas, cuando acarreo de vuelta a casa las bolsas con las compras, se apodera de mí la sensación de haberme concedido un fastuoso lujo; igual, exactamente igual, que cuando llevaba un solo libro.
Porque en esta feria compré libros que me son muy queridos.
Porque en esta feria espero comprar libros que me serán muy queridos.
Porque salen de las catacumbas de los almacenes a tomar el sol del Retiro libros que no conocen las mesas de novedades de las librerías.
Porque la gente parece ir sin prisa y contenta.
Porque yo voy sin prisa y contenta.
Porque hojeo libros que sé que no voy a comprar.
Porque me hace una ilusión tonta llevarme un marcapáginas que me ha gustado.
Porque sé que por ahí anda un libro que ahora ignoro y que codiciaré el año que viene.
Porque encuentro el libro que, por pereza o desidia, no encargué en las librerías.
Porque doy finalmente con el libro perseguido tenazmente y que, no obstante, ninguna librería me consiguió.
Porque el precio de los libros tiene un 10% de descuento.
Porque en Visor tienen la amabilidad de elogiar el buen criterio de mi elección.
Porque me echo en el césped o me siento en un banco con mis libros relucientes y nuevos.
Porque me encapricharé de un libro en cuanto lea su título.
Porque puedo cultivar al por mayor la afición que tengo y no sé razonar por los índices de los libros.
Porque me gustará más el libro que elige mi acompañante que el que yo me llevo.
Porque sale a mi encuentro el libro que había olvidado que quería leer.
Porque me está buscando un libro que resultará ser una maravillosa sorpresa, un fabuloso descubrimiento.
Porque me reencuentro con libros que me apetecieron el año pasado y que me siguen apeteciendo este año y que me apetecerán el próximo año; a ver cuándo me decido.
Porque me da por ponerme a pensar en tantos libros que me gustaría leer y la avalancha libresca, en lugar de aplastarme, me resulta completamente vivificante.
Porque me encanta rebuscar en las casetas de literatura infantil algún libro que, con el pretexto de regalar a unas niñas, disfrutaré yo primero.
Porque me gusta ver a los peques encaramados a esos peldaños que algunas casetas les ponen para que puedan curiosear sin dificultad y sin ayuda.
Porque en la caseta de Kókinos, con la excusa de venderme un libro, me cuentan un cuento.
Porque es un espectáculo contemplar las maneras de curtidos y correosos regateadores que emplean algunos niños cuando negocian con sus padres cuántos libros pueden llevarse.
Porque empiezo a soñar con las vacaciones de verano con la elección de alguna lectura que se me antoja perfecta para ellas.
Porque sé que el libro que he comprado para el verano lo comenzaré a leer en cuanto llegue a casa.
Porque no sé todavía que el libro que he comprado para el verano resultará una lectura perfecta para el invierno de diciembre o enero.
Porque en una ocasión me acerqué a la caseta de Libertarias Prodhufi a comprar un libro y me llevé dos y salí huyendo antes de que me vendiesen todo su catálogo.
Porque Libertarias Prodhufi vuelve a tener caseta, después del disgusto por su ausencia el año pasado.
Porque tengo una curiosidad loca por saber qué libro me venderá este año el señor de Libertarias Prodhufi.
Porque me escaparé un día de diario a pasear por la feria.
Porque, durante el paseo, recordaré otras gozosas razones que explican por qué me encanta esta feria, las recordaré de forma tan repentina como caerá un tormentón levantando inmediatamente el olor a tierra mojada.
