Torno subito

Cartafolio de Barcelona (y VII). Plaça del Dubte



La Plaza de la Duda, dudando de sí misma.

Cartafolio de Barcelona (VI). Chocolate o café

Barcelona sí ha sabido conservar granjas como La Pallaresa, en la calle Petritxol, o M. Viader, en la calle Xuclà. Esta última mantiene intacto o, por lo menos, verosímil, el encanto de cuando fue inaugurada en 1870. Es difícil resistirse a las dulces promesas de su escaparate o su mostrador. Por supuesto, sirven café, pero una vez dentro ni al más acreditado cafeinómano le apetecerá otra cosa que no sea una taza de chocolate. Eso fue lo que pidió Lieschen, desoyendo por una vez sus prejuicios, que los tiene. Algunos de los más arraigados le hacen sospechosa esta bebida, quizás porque gozó del prestigio de merienda de curas con tonsura y señoras encopetadas y aburridas, de la reputación como saludable reconstituyente que, con el añadido de sus generosas cucharadas de manteca, se dispensaba antaño a las recién paridas. Tal vez esos prestigios hayan caducado, pero los recelos se mantienen incólumes.

El chocolate es caliente y oscuro como el café, pero hasta ahí llegan las semejanzas. El chocolate adormila el cuerpo y apacigua la conciencia, infunde un vago sopor que reclama una pausa o, mejor, una siesta. Es una bebida doméstica y, ciertamente, domestica y amansa. Aplaca los ánimos, las intenciones y hasta los intentos. Por el contrario, el café tiene una dosis de electricidad que tensa los músculos, aviva la percepción y despabila los atrevimientos. Propaga una cierta celeridad nerviosa al pulso y a la respuesta. Es un excitante que reclama el acompañamiento de otras drogas infamadas por insanas e insensatas, como el tabaco, la conversación, la lectura o la calle. No hay compatibilidad posible entre el chocolate y el café. Se trata de una disyuntiva que exige pronunciarse: mojar el bizcocho del tedio en el chocolate o las inquietudes en el café, reverenciar el vuelo espiritualoide de las sotanas o las enseñanzas terrenales de los maestros laicos, buscar el calorcillo de la mesa camilla o el aire fresco ruando a la intemperie, complacerse en la dócil sumisión o en la revoltosa desobediencia, darse a la mesura conservadora o a la agitación insurrecta, en resumen, chocolate o café. No hay solución intermedia. En la granja M. Viader, Lieschen advirtió que el chocolate era delicioso, pero que su inclinación innata, imposible de reeducar, era el café.

Cartafolio de Barcelona (V). Un trampantojo

Buscando, mientras el Velódromo se hace desear, un escenario para aquello de imaginar cómo sería Barcelona si hubiese sabido conservar los cafés de otros tiempos, Lieschen se va a la calle Montsiò y entra en Els Quatre Gats, quizás más cervecería que café, pero perfectamente adecuado para sus intenciones.

La época gloriosa del local, en la planta baja de la Casa Martí construida por Puig i Cadafalch, se extendió entre 1897 y 1903. Fue abierto, como indica su nombre, a iniciativa de cuatro gatos: Pere Romeu, Ramón Casas, Miquel Utrillo y Santiago Rusiñol. El establecimiento tuvo, como era preceptivo, su tertulia y, siguiendo el ejemplo de los cafetines franceses de artistas, también allí se celebraron recitales de nuevos compositores como Enric Granados e Isaac Albéniz y exposiciones como la de un Picasso que entonces contaba dieciocho años. En Els Quatre Gats nació la revista homónima y, más tarde, otra titulada Pèl & Ploma.


Los asiduos del establecimiento y las actividades que tuvieron allí su epicentro fundaron la leyenda del local que, para los mitómanos, saldrá indemne al saber que Romeu reñía seriamente a los camareros que, en un arrebato higiénico, tenían la ocurrencia de limpiar las telarañas de los rincones. El propietario estimaba que constituían parte imprescindible de la debida ambientación mugrienta que se le supone a un lugar frecuentado por artistas. Lo dicho, esta información no dañará la leyenda, si acaso le pondrá una nota de color que hará las delicias del cliente nostálgico que seguramente no será tan romántico como para dejar de agradecer que el local se vea aseado como no lo debió de estar nunca en el pasado. Lo que con toda probabilidad no podrá tolerar es que ya no se encuentre aquí el cuadro que Ramón Casas hizo para decorar el local y en el que se retrató a sí mismo, en compañía de Pere Romeu, pedaleando en una bicicleta tándem. El original se exhibe en el Museu Nacional d'Art de Catalunya. En Els Quatre Gats sólo hay una reproducción mala. Ella avisa de que la supervivencia del local no ha sido ni siquiera en calidad de museo, sino como trampantojo triste para una Lieschen desilusionada y para los turistas americanos de la mesa vecina.


Un café no es sólo un local, es la encarnación de un tiempo y de sus hombres. Hay cafés que sobreviven a su época únicamente como museos o supuestos tributos a la leyenda. Basta entrar en ellos para percibir la tristeza cansada del simulacro. Mientras, hay otros que, sin dejar de reverenciar su historia, contienen la textura vital y cotidiana del presente. Resulta difícil desentrañar cómo lo consiguen, pero esos son los que, sin duda alguna, encantan a Lieschen... Lo que tal vez demuestre que el suyo no es un temperamento tan nostálgico como a ella le gusta decir.

Cartafolio de Barcelona (IV). El Velódromo

Mi temperamento tiende a esa trampa sentimental que es la nostalgia. No es que precise de estímulos para desatarse, pero en este caso, por si me sirve de disculpa, puedo decir que sí hubo uno: la escena que pintó en 1890 Santiago Rusiñol del interior de un Café de Montmartre. A Vila-Matas, el pinchazo melancólico le sobrevino en el Café Majestic de Oporto y debe ser también excusado, porque, desde luego, el magnífico local parece haberse salvado de los naufragios del tiempo con el propósito declarado de suscitar añoranzas y evocaciones melancólicas. Un café de Montmartre o uno de Oporto pueden ser las precarias excusas de la imaginación para ponerse a fantasear con “cómo sería Barcelona si hubiera sabido conservar El Oro del Rhin, La Luna y el Términus”, los cafés de otras épocas. Admitamos que el ejercicio, por muchas coartadas con que lo intentemos justificar, denota una flaqueza sensiblera imperdonable; pero admitamos también que somos más de uno y de dos los que la padecemos.

De otra forma no se explicaría que la reapertura del Velódromo, inaugurado en 1933 por Manuel Pastor y que permanecía clausurado desde hace algunos años, haya suscitado tanta atención y tantos entusiasmos. El alcalde Jordi Hereu afirmó que este café-bistrot forma parte de la historia sentimental de la ciudad. Y sentimentales se pusieron los cronistas para celebrar que Barcelona recuperase en el 213 de la calle Muntaner el rótulo con el nombre del local y también las sillas Thonet de madera curvada, el billar, las lámparas con racimos de globos, sus dos plantas, la escalera central y las barandillas de caoba. Incluso se ha rescatado el color original de las molduras de las columnas y los techos que había ocultado la pátina marrón de la nicotina y el paso del tiempo. Las crónicas, unánimes, aplaudieron el mimo puesto en la restauración y el escrupuloso respeto a las señas de identidad del local.

Quienes no conocimos el viejo Velódromo nos ilusionamos con la oportunidad de disfrutar de sus encantos de antaño. Interpretamos como un buen augurio que el horario, de seis de la mañana a las tres de la madrugada, sea propicio todas las rutinas y todos los estados de ánimo. Además, a los muy cafeteros nos hacen un guiño con eso de que el café será servido en bandeja, acompañado de azucarera y vasito de agua, lo que, por otra parte, me trae instantáneamente morriñas porteñas del Tortoni. Pero también hemos encontrado un motivo para recelar: en la inauguración para las autoridades y la foto, las persianas permanecieron cerradas a cal y canto, según se advertía claramente en una imagen publicada por El Periódico de Catalunya. No es sólo que los transeúntes no estuviesen llamados a estrenar el nuevo Velódromo, es que, por lo que parece, ni siquiera les fue permitido curiosear desde la calle. El establecimiento ha puesto mucho cuidado en recuperar la decoración y el mobiliario, en recrear su espíritu de siempre, pero si quiere ser algo más que un trampantojo del pasado tendrá que confiar en que la gente lo haga suyo, hoy.

Para cuando el público pudo estrenar el Velódromo, días después de la inauguración oficial, Lieschen ya no estaba en Barcelona. Por si no tenía motivos suficientes para regresar, dio con otro más para desear hacerlo cuanto antes.

Cartafolio de Barcelona (III). Kioscos

Sesudos profetas del apocalipsis nos vienen anunciando desde hace tiempo, pero cada vez con mayor insistencia y seguridad en sus vaticinios, la inminente extinción de los papeles periódicos. No tengo constancia de que ninguno de estos agoreros haya reflexionado sobre la que, de repente, se me antoja como una de las repercusiones más espantosas que el fenómeno acarrearía: la desaparición de los kioscos, fastuosos aunque no sean de malaquita, que engalanan Barcelona. La fisonomía urbana quedaría completamente trastornada. No sé si alguien puede imaginar las Ramblas sin los kioscos desbordados por las portadas multicolores de las revistas y un gato que, sesteando encima de los periódicos del día, pone un poco de serenidad al trajín del que hablan los titulares. Yo no.

Cartafolio de Barcelona (II). Plazas y plazas

La plaza de Catalunya es el remate que no se merecen las Ramblas y el arranque que no se merece el paseo de Gracia. Manuel Vázquez Montalbán –o tal vez fue Pepe Carvalho, ahora mismo me entra la duda– se refirió en alguna ocasión a la mediocridad de esta plaza. Resulta de una benevolente indulgencia calificar de mediocre un espacio que es feo con ganas y sin atenuantes. Así lo aprecia cualquier turista: “¿De modo que ese bodrio de ahí es la famosa plaza de la ciudad de los prodigios?”. Esta fue la pregunta puramente retórica que unos italianos espetaron a su cicerone en la ciudad, Enrique Vila-Matas, quien no tuvo más remedio que asentir y concederles que llevaban toda la razón en su veredicto. En efecto, la plaza de Catalunya es un bodrio que pretende disimular su absoluta vulgaridad disfrazándola con perifollos de una retórica grandilocuente y pretenciosa. El juicio es admitido con aplastante unanimidad por los propios barceloneses, que llevan discutiendo desde el siglo XIX qué hacer con ese triángulo que resultó del derribo de las murallas borbónicas. Ha sido un tema de conversación muy socorrido, según escribió Josep Pla, quien no encontró motivo para sortearlo:

“Quan a Barcelona no se sap què fer i les converses s’esgoten, es parla de la plaça de Catalunya. Els diaris reben cartes preguntant què s’ha de fer amb aquesta plaça. ¿Per què no parlar de la plaça de Catalunya? En vaig parlar una mica. En primer lloc, la plaça de Catalunya no és una plaça. És un espai urbà, un solar. Una plaça és un espai de terra i d’aire posat davant un bon edifici. A la plaça de Catalunya, hi falta aquest edifici –un palau Pitti, per citar-ne un d’important. Quan veig que construeixen aquestes grans baluernes, generalment bancàries o simplement urbanístiques, em vénen ganes de poder anar-hi a viure. Aquests marbres de ciment armat deuen tenir frescor a l’estiu i calefacció a l’hivern. Ara aquests edificis no tenen la pretensió de resoldre la plaça de Catalunya. Si ho pretenguessin tindrien un altre aspecte.
Em creguin. Si pretenen resoldre aquesta plaça sense l’edifici que requereix l’espai d’aire del solar, no despenguin més diners posant-hi arbres, ni fonts, ni estàtues mitològiques, ni cavalls esverats per la sorpresa que els produeix trobar-se en un lloc tan cèntric. No hi posin més brolladors, ni estàtues de senyoretes simbòliques, ni de personatges històrics, ni parterres amb floretes. És un bon edifici el que hi ha de posar, no pas a la part baixa, sinó a la part alta de la plaça, perquè l’espai fa una mica de pendent, que ajudaria a la seva visualitat. Si no hi ha ningú capaç de fer-lo, o de posar-lo, val més no fer-hi res més i deixar que els vianants, a cavall o a peu, la travessin de la manera més còmoda i ràpida possible”.

Si en algún momento el edificio que Pla reclamaba en 1944 para intentar resolver el problema de la plaza de Catalunya pretendió serlo el levantado allí por El Corte Inglés, es evidente que tal engendro arquitectónico no arregló nada, sino que vino a empeorar la situación hasta límites difícilmente superables. Ignoro si este inmueble o simplemente el aburrimiento causado por un debate tan largo y estéril sobre un apaño para este espacio urbano han logrado resignar a los barceloneses a admitir que lo de la plaza de Catalunya no tiene remedio. De haber alcanzado tal convicción, debe de tener el regusto amargo de la derrota para una ciudad que sabe crear plazas y vivirlas. Porque hay ciudades que saben hacer plazas y otras que no; es una cuestión de arquitectura y también de temperamento.

Una plaza puede conseguirla la arquitectura, ese gran edificio delante de un espacio de aire del que hablaba Pla, pero no siempre es condición suficiente. En la plaza de Sant Jaume no hay uno, sino dos edificios importantes, y entre ellos, mucho aire. Es, sin embargo, un aire administrativo y burocrático que me expulsa. Busco y prefiero, sin dudas, la animación de la calle de Ferran y la plaza Reial. En la plaza Reial puede uno admirar más o menos el diseño de los edificios de Francesc Molina i Casamajó, la fuente o las farolas de seis lámparas diseñadas por un joven Gaudí. Pero todos esos elementos no terminan de convertir este lugar en una plaza, lo que le da auténtica personalidad y lo hace hermoso, lo que invita a sentarse en una de las mesas que los bares sacan fuera, son las palmeras. Resultan un detalle exótico en este escenario cuadriculado, ordenado y racionalista, pueden parecer un poco incongruentes, pero dan un toque de alargada emoción vegetal que es perfecto. Tengo para mí que si un día talan las palmeras, esta plaza perderá todo su encanto.

Hay plazas que no pueden presumir de un edificio importante y no les hace ninguna falta para alcanzar la gloriosa categoría de plaza, reconocimiento que sólo puede otorgar la gente que va a ellas a quedar y estar. Hay plazas recoletas, chatas o minúsculas, que aparecen dibujadas apenas con un insignificante puntito en los callejeros, pero que cuando uno llega a ellas, sin saber muy bien por qué, sin saber descifrar cuál es su secreto, le entran ganas de demorar el paseo, quedarse en el espacio que definen y participar, siquiera sea por un momento, de la vida que las atraviesa.

Váyase uno al barrio de Gràcia y descubrirá ese tipo de plazas, como la del Diamant de Mercè Redoreda, que no son espectaculares, pero que tienen algo, una armonía que nace de no se sabe qué y que las hace perfectas. En una, la de Rovira, Vila-Matas se sentó en un par de ocasiones, sintiendo la necesidad de describir hasta la extenuación del último detalle “lo que pasa cuando no pasa nada, sólo el tiempo, la gente, los coches, las nubes”, como hiciera George Perec con la plaza de Saint-Sulpice contemplada desde el Café de la Mairie. Ese mismo ejercicio es con el que me gusta entretenerme en la plaza Vila de Gràcia, sentada a los pies de la campana que tocó a somatén durante siete días de 1870, cuando el Ejército quería llevarse a los jóvenes a cumplir el recién creado servicio militar. La campana, que el general Gaminde quiso hacer callar con disparos de artillería, se convirtió en un símbolo de la resistencia popular contra las quintas y dio nombre a dos revistas de tono republicano y anticlerical: La Campana de Gracia y L’Esquella de la Torratxa. A los pies de la torratxa, me detengo a pensar que, desde mi última visita, esta plaza ha sido rebautizada con el nombre que recuerda que el hoy barrio barcelonés fue villa independiente. Ha perdido el nombre por el que la conocí, el de Rius i Taulet, el alcalde de la ciudad de los prodigios que noveló Eduardo Mendoza, el alcalde de los preparativos de la Exposición Universal de 1888, aquel que gastaba, como si fuese un chivo con dos barbas, unas patillas que debían ser incluso desmesuradas para el gusto decimonónico y que las muchas caricaturas que le hicieron aquellas dos revistas satíricas no precisaban exagerar. A veces pasa, que la fidelidad fotográfica del retrato, de la realidad, resulta caricaturesca. Suena la campana y devuelve mi atención a la vida de la plaza. Pienso entonces que el corazón de la ciudad no está en un único lugar, sino disperso, latiendo en las plazas que de verdad lo son, como esta.

Cartafolio de Barcelona (I). Les Set Portes

Los primeros indicios de que, efectivamente, acabo de regresar a Barcelona los reconozco en la humedad marítima que adensa el aire y el color salmón de las páginas del cuadernillo “Vivir” de La Vanguardia. Que, en efecto, es Barcelona y, además, el mes de junio, lo corroboran las flores que cuajan las ramas de los palos rosa, flores amarillas que todavía no han envejecido cobrando ese tono anaranjado que terminará por alfombrar las calles. Que, para más señas, son las vísperas de Sant Joan lo proclaman las cocas en los escaparates de las pastelerías y, con un estrépito que pilla a los transeúntes desprevenidos, los petardos que a deshora hacen estallar quienes son incapaces de contener la impaciencia por deshacerse de la munición destinada a la barahúnda atronadora de chispazos, humo y olor a pólvora, al latigueo festivo y anarquista de la noche más corta del año. Pero nada de todo esto, ni siquiera el paseo por las Ramblas que aprovecho para comprar los periódicos y una floreta, me termina de convencer que estoy de nuevo en Barcelona. Devota de la repetición ritual, esa sensación sólo la tendré una vez haya entrado en Les Set Portes.

Así que allá me voy, al restaurante que se encuentra en el Passeig d’Isabel II, bajo los Porxos d’en Xifré. Me acomodan en una mesa y pido –la repetición ritual también afecta, por supuesto, al menú– una paella Parellada sólo de pescado. El arroz estará absorbiendo el sabor del sustancioso caldo de pescado y entretengo la espera con unos buñuelos de bacalao y pensando que no es sólo por su cocina –para mi gusto, espléndida– por lo que me encanta este lugar. Hay algo vago e indefinible que crea un ambiente que me resulta cálido y acogedor. Será la distribución de los distintos salones, la disposición de las mesas, los bancos corridos junto a las paredes, los techos altos cruzados por vigas de madera, las columnas, las enormes tulipas de tela naranja de sus lámparas o los inmodestos espejos colgados con la precisa inclinación con respecto a la pared para que les sea permitido reflejar y descubrir otras perspectivas del local, convertirse en un cuadro en movimiento y cambiante del propio restaurante, del trajín de los camareros y la animación de los comensales. Será por algo de esto o será por la armonía que conjugan todos los elementos por lo que me encuentro tan cómoda aquí. Es, sin duda, por el horario ininterrumpido del local entre la una del mediodía y la una de la madrugada, lo que permite sublevarse contra la dictadura del reloj y de una vida ordenada, y comer, por ejemplo, cuando dicen que toca merendar. Y es también por la rareza, tratándose de un restaurante, de que ponga a disposición de sus clientes la prensa del día, no sólo la local, sino también cabeceras extranjeras como Le Monde y Il Corrieri della Sera.

Lieschen espera la paella repasando todas las pistas: el mobiliario, la decoración, el horario que se presta para una vida golfa, los periódicos... Y ahora que lo sabe, ahora que le ha sido desvelado el misterio de Les Set Portes, le parece absolutamente increíble que en sus visitas anteriores desatendiese tal acumulación de indicios inequívocos, que no los supiese interpretar, que ni siquiera indujeran una imprecisa sospecha. ¡El restaurante fue en sus orígenes un café! ¡Cómo no advirtió que lo que le seducía del local, ese algo que no acertaba a precisar, ese difuso espíritu que, no obstante, presentía, era el de los duendes del café!

La revelación la dispensó la lectura del libro La ciutat dels cafès. Barcelona, 1750-1880 (La Campana, 2008), el primero de tres volúmenes que su autor, Paco Villar, ha prometido dedicar al tema y que ya esperamos con ansiedad. Sus páginas informan de que Josep Cuyás inauguró el local a finales de 1838. Aunque sin un rótulo que lo identificase inicialmente, Cuyás proyectó llamarlo Café de Minerva, pero terminó bautizándolo como Café de las Siete Puertas atendiendo la propuesta que firmó Aben Abulema, seudónimo de Joan Cortada, en el Diario de Barcelona. Era un lujoso establecimiento y todavía más después de la reforma de 1849, que colocó un farol de gas giratorio que iluminaba seis estampas pintadas en los vidrios de la fachada que representaban el interior de famosos cafés europeos. Los cronistas de la época derrocharon elogios sin reservas para este y otros detalles de la remodelación, desde el resultado que lucía el “Salón de las Mil Columnas” hasta la nueva porcelana y los servicios de plata.

La ubicación de Les Set Portes siempre fue magnífica y de un acusado simbolismo. Empezando por el mismo edificio que lo alberga desde sus orígenes cafeteriles y que fue mandado construir por Josep Xifré i Cases. Uno de sus frentes mira al mar y el otro, a la Lonja. Orientado a las que habían sido las dos fuentes de riqueza de la ciudad, en su decoración, además, están presentes motivos alusivos al comercio, la navegación y el descubrimiento del Nuevo Mundo. La proximidad del café a la Lonja y a la Aduana le procuró una clientela de hombres de negocios, a los que se atendía también poniendo a su disposición una completa guía comercial, industrial y fabril de la ciudad.

En 1929 el café fue reconvertido en restaurante. Pero ni la mudanza ni el paso del tiempo desgastaron el símbolo. Así se lo hizo notar, en 1947, señor Parellada –el que da nombre a la paella que ahora mismo disfruto y que entonces era el propietario del establecimiento– a Josep Pla. En uno de sus Articles amb cua, atribuye al restaurador unas palabras que tendemos a creer más bien del propio Pla:

“Aquests porxos i aquestes Set Portes són l’essència del vuitcentisme català, aquest vuit-cents que ha estat tan anàrquic i tan criticat i que ha creat la cosa més important que té la nostra vida material: el proteccionisme industrial. El proteccionisme fou la fi del colonialismo peninsular, que durà segles. Ací davant té la Llotja de Barcelona, que és un edifici anic recobert per un neoclàssic una mica inflat, com correspon a l’hiperbolisme del món modern. La Llotja és importantísima i s’hauria de conèixer més bé. En aquesta Llotja hi ha un record del senyor Güell i Ferrer, gran dialèctic, home intel.ligent i discret, autor principal del proteccionisme. […] I aquí, a la cantonada, té la plaça de Palau: a la dreta, mirant cap al Parc, hi ha el mar i la Barceloneta; a l’esquerra, hi ha un carrer estret que porta a Santa Maria del Mar, que és la nostra parròquia –església importantísima. Al centre de la plaça hi ha el monument, que és una mica cursi, després el Govern Civil, edifici que té una gran històrica vuitcentista i, més enllà, l’estació de França. Com vostè pot veure, no crec que es pugui negar que Les Set Portes té una situació magnífica”.

Terminada la paella, pido directamente un café cortado. Creo tener cierta autoridad para afirmar que el café dista de ser excelente, pero no resulta tan malo como para estropear la comida y, eso sí, es servido con una sabiduría desusada, quizás dictada por los duendes que aquí habitan: la taza con la infusión se acompaña de una pequeña jarrita aparte que contiene la leche y que permite al cliente manchar el café a su gusto, con la dosis láctea justa y precisa. Para Lieschen es sólo una gota, medida que cualquiera consideraría ridícula y que Pla reprobaría, sin duda alguna, por lo contrario, por inmoderada y excesiva. No he olvidado el postre, es que hoy no tengo el ánimo goloso para él, como tampoco el ánimo filosófico para detenerme a estudiar si el viejo simbolismo del lugar burgués que acertó a explicar Josep Pla sigue vigente.

Salgo por la puerta, la única del local que antaño tuvo siete y que para mí –el símbolo quizás sólo tenga sentido para uso personal, o no– es la que franquea la entrada en Barcelona. Salgo del restaurante y entro en la ciudad, feliz y dispuesta para la siguiente ceremonia ritual, la visita a Santa María del Mar. Y entonces sí, entonces ya me sé en Barcelona.

Café con gotas (X)

Hay quien, negándose a dejarme a solas mientras me debato entre mantener mi identidad o mudarla, pone en mis manos el libro Bach. La cantata del café. La seducción de lo prohibido (Antonio Machado Libros y Fundación Scherzo, 2007), de Domingo del Campo.

Su lectura me recuerda algunos de los argumentos que me convirtieron en Lieschen y me proporciona otros nuevos para continuar en el empeño de llegar a ser digna de ese nombre. Queda zanjada la cuestión sin que, por supuesto, mengüe mi admiración, teñida de envidia cierta, hacia la Negra Tomasa. Los Manolos le rinden el penúltimo homenaje en este café con gotas.




El mandilón

Falda gris, camisa blanca y jersey de pico azul marino. Ese fue el uniforme que llevé durante los primeros años de colegio. No recuerdo exactamente cuándo me liberaron de aquella ropa triste y fea, pero creo que fue dos minutos antes de convertirme en una de esas colegialas que recortan el largo de sus faldas de tablas todo lo que pueden y un poco más, en una de esas lolitas que todavía andan por ahí. Pude despedirme del uniforme, pero no del mandilón escolar, que vestí desde los cuatro años y hasta los catorce. El mandilón era rosa y blanco, a rayas. Mi madre compraba la tela, lo confeccionaba y bordaba mi nombre en él. El mandilón formaba parte de uno de los ritos que entonces marcaban el paso del tiempo: los viernes lo llevaba a casa y los lunes regresaba al colegio con él lavado y perfectamente planchado, impecable, como nuevo, dispuesto para la semana que comenzaba. Desde siempre la prenda fue tan cotidiana, tan acostumbrada, tan por supuesta, que nunca reparé demasiado en ella; ni entonces, ni después.

Si recuerdo ahora mi mandilón es porque acabo de asistir, en la Sala Pequeña del Teatro Español, a la representación de la obra La lección de Eugène Ionesco. Un profesor da clases en su domicilio a una alumna. Ella llega con su cartera y sus libretas, su frescura juvenil y sus ganas de aprender. En cuanto entra por la puerta, antes incluso de serle presentado el profesor, es obligada a vestir un mandilón. A solas, mientras aguarda, se lo quita de encima. Y el profesor, nada más aparece, la vuelve a cubrir con la prenda. No sé si este detalle está en el texto de Ionesco o forma parte de la puesta en escena por decisión del director, en cualquier caso no me pasó inadvertido y, desde luego, no me resultó banal. El profesor, con aquel gesto en apariencia menudo y, en realidad, tan violento, aplaca lo que interpreta como un amago de rebeldía y que no es más que el deseo de la alumna de mantener su identidad. Antes de que la clase comience, la primera lección –la única, en realidad– ha sido dictada: el sometimiento es una de las reglas que la pupila deberá observar en el juego perverso que se inicia.

En ese mismo instante de la representación, tuve la difusa premonición de lo que iba a suceder, de que todo estaba ya anunciado allí, de que las lecciones serían tan absurdas como aquel mandilón y que procurarían infringir en la alumna un sentimiento de culpa por no saber y no entender, acabar con el entusiasmo y el deseo de aprender de la muchacha, más todavía, aniquilarla toda ella, hasta las últimas consecuencias. En ese preciso momento de la representación, también recobré el vago recuerdo de la extrañeza que sentí cuando dejé de vestir aquel mandilón. Ahora puedo poner palabras a lo que entonces no fue más que un impreciso descubrimiento: el de la inédita sensación de desahogo y libertad que me proporcionaba ser yo misma, el de la comprensión de que aprender no significa ser domado y que hay profesores que enseñan para la libertad. A la salida del teatro acerté a explicarme, por fin, lo que el mandilón significó para mí.

Café con gotas (IX)

Estoy comenzando a estudiar seriamente la posibilidad de dimitir como Lieschen y convertirme en la Negra Tomasa. No se me oculta que no tengo el secreto de su bilongo, ni sé colar el café como ella... Pero acaricio la ilusión de que si persevero, quizás... Ni siquiera tendría que renunciar a las K de la cabecera. "¡Kikiribú!", grito en un ensayo delante del espejo. No sé yo… Me lo sigo pensando mientras escucho a Eddie Palmieri.






Almuerzos periodísticos

No tengo claro si Maruja Torres iba con segundas o las segundas intenciones las malicio yo. Me refiero a cuando el otro día escribió que la sección “Almuerzo con…” de la contraportada de El País servía, antes que nada, para un ejercicio diario de comparación de menús y precios y para que, a través de él, los lectores descubran cuán bien comen y por cuánto menos. Qué duda cabe de que la comprobación, siempre y cuando arroje ese balance, resulta reconfortante en tiempos de crisis económica. Por lo demás, estos almuerzos son desoladores en estos tiempos que también lo son de crisis de los periódicos. Me explico.

Compartir mesa y mantel parece disponer un espacio de comunicación especialmente propicio para que el entrevistado realice confidencias que no haría en otras circunstancias, para que aparque un discurso aprendido e incluso para que trate asuntos imprevistos que sólo surgen al calor del vino y de una conversación felizmente desordenada, llena de rodeos y sin meta conocida. Y si el almuerzo no consigue derrotar al personaje, al menos ha de dejar a la vista otras caretas e imposturas distintas de las que habitualmente gasta. Esto ya lo dijo, por supuesto, antes y mejor, Manuel Vázquez Montalbán:

“El almuerzo es un ámbito. Determina un territorio especial, unas claves de comunicación, un tiempo entre dos tiempos. […] Comer, beber, hablar, relajamiento en los esfínteres del espíritu, habitualmente a la defensiva de la propia imagen preferida. Creía yo que el almuerzo propiciaría una cierta sinceridad, no necesariamente identificable con la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Los almuerzos propician sinceraciones completamente falsas, improvisadas, fingidas, pero que por su tono de sinceridad son sumamente interesantes para el observador”.

Pues bien, con raras excepciones, los almuerzos de El País no consiguen esa justificación periodística. Lo mismo daría que las entrevistas se realizasen en otro contexto. La parrillada de verduras, las croquetas de hongos, la provoleta, el pastel de carne, los chipirones de anzuelo encebollados, las sakuskinas con mermelada de albaricoque y helado de orujo, el flan y la torrija cumplirán un propósito alimenticio, pero no obtienen ningún rédito periodístico, fracasan con escándalo porque las viandas podrían ser sustituidas por una grabadora sin perjuicio alguno para la entrevista.

Por otra parte, las declaraciones de los entrevistados en estos almuerzos son aderezadas con apuntes sobre si dejan algo en el plato, mojan el pan en la salsa o son golosos que piden el postre acreditado como la más brutal bomba calórica. Estas informaciones son prescindibles morcillas -y que Mariano de Cavia, que demostró su destreza para cocinar la metáfora gastronómica en sus “Platos del día”, me perdone la comparación facilona y la que viene ahora mismo. Esas notas no son la guinda que completa el retrato periodístico del entrevistado, como lo eran en otros almuerzos periodísticos anteriores. Por ejemplo, en algunos pasajes de Mis almuerzos con gente importante, de José Mª Pemán, así se lo reconozco aunque no sea santo de mi devoción, y, desde luego, en Mis almuerzos con gente inquietante, de Manuel Vázquez Montalbán, este sí, diablo –cojuelo– de todas mis devociones y oraciones.

Por aquellas entrevistas publicadas en 1984 a personajes que inquietaban a Vázquez Montalbán y que “juntos y sumados, podrían posar para una fotografía fin de transición”, nos enteramos, por ejemplo, de que Rodolfo Martín Villa optó por “una reforma pactada de los propósitos del maître” con respecto al postre, que a Manuel Fraga, la derecha que se reinventa, “no le gustan las cosas crudas” y que a Ernesto Milá, la derecha que no tiene intención de reinventarse, “le gustan las cosas crudas”. Por cierto y dicho sea de paso, Fraga, personaje importante e inquietante, almorzó con Pemán y Montalbán. En ambas ocasiones y a pesar del tiempo transcurrido entre una y otra, eligió un menú de régimen de adelgazamiento, lo que permite deducir la perenne lucha entablada por el político contra ciertas grasas y colesteroles ideológicos.

No tenía que ser cosa fácil sentarse a la mesa con Manuel Vázquez Montalbán, que llegaba al restaurante precedido por su fama de sabio periodista y gourmet. Debía de ser tan peliagudo responder algunas de sus preguntas, como elegir el menú bajo su escrutinio. Vázquez Montalbán censuró la elección de casi todos sus comensales, que podían decantarse por platos vitamínicos y proteínicos, pero de una tristeza insondable: “La mayor parte de alegría gastronómica que hay en este libro la he puesto yo”, escribió. Con toda justicia podría haberse atribuido también la alegría periodística de aquellos almuerzos.

Conclusión: Una cosa es alimentarse y otra distinta, comer. Una cosa es preguntar y otra, entrevistar. Y para que los almuerzos sean un éxito, es decir, no provoquen dispepsia a los lectores, parece tan conveniente que el periodista sepa comer como entrevistar.

Café con gotas (VIII)

La Negra Tomasa, en una versión de
Israel López Cachao.
Suma y sigue.





La “réclame”

Que los periódicos franceses de principios del siglo XX abandonasen las graves disquisiciones políticas -“su largo editorial, los extensos capítulos de antes o las dilatadas vociferaciones”- se debió, según Rubén Darío, a la influencia del modelo que ofreció la edición parisina del New York Herald: “En cambio, en todo, en literatura, en arte, en sport, se aumenta la parte informativa, el elemento curioso, la anécdota inédita”. En efecto, fue la penny press en EEUU la que inventó esa nueva forma de hacer periodismo -que había de ser el periodismo del futuro, según podía vislumbrar cualquiera que no estuviese obcecado por un romanticismo recalcitrante- y la que mostró el camino a la prensa europea. Como bien advirtió Rubén Darío, para recibir las lecciones de los pioneros ni siquiera hacía falta hacer el viaje trasatlántico, porque uno de ellos vino a dictar sus clases a domicilio: el diario fundado por James Gordon Bennett. Tampoco pasó inadvertido para el escritor nicaragüense que la importación de aquel periodismo conllevó algo más que cambios en los contenidos:

“Con esto ha llegado también la réclame. Hay diarios que dan primas a sus suscriptores; otros, como el Journal, han inundado de carteles vistosos los muros de París, recomendando tal o cual folletín espeluznante, y ofreciendo un premio de valor a la persona que averiguase el final de la novela y la suerte de cada uno de los personajes, después de publicados los primeros capítulos. Le Matin y el Français han iniciado las sorpresas. Los redactores del periódico, desde el redactor en jefe hasta el último repórter, han salido por las calles a ofrecer un sobre cerrado a las personas que andan con el diario ostensiblemente. Los sobres contienen billetes de mil francos, automóviles, una villa amueblada y otros regalos de mayor o menor precio. El Journal siguió el ejemplo y lanzó una especie de combinaciones que eran simplemente una lotería, por lo cual la ley cayó sobre la tentativa. Hoy hace lo mismo que el Matin. Naturalmente, esa auto-reclame no la hacen diarios graves y estirados. Entre esos, el Figaro ofrece a sus suscriptores el aliciente de las invitaciones a sus fiestas y recepciones”.


Una vez que los periódicos decidieron dejar de dirigirse sólo a los correligionarios, a los convencidos o militantes de un partido o una ideología; cuando se fijaron como aspiración no segregarse público molestándole con sermones políticos, sino sumar a cuantos lectores fuese posible; entonces el periodismo se hizo informativo y, al mismo tiempo, la réclame se convirtió en una estrategia ineludible para los diarios, para todos, por muy estirados que se pretendiesen. El invento era americano y fue adoptado por los periódicos franceses y de estos, a su vez, copió la prensa española la moda.


El concurso promocional que había organizado en 1903 Le Petit Parisien, consistente en adivinar el número de granos de trigo contenidos en una botella, requirió, en la versión de ABC de pocos años después, una mínima adaptación a la idiosincrasia española: la sustitución del cereal por el castizo garbanzo. El diario madrileño daba a eligir un premio en metálico o una joya a quien acertase una porra con los nombres de los políticos que integrarían el próximo gobierno. Y el formidable éxito de otro concurso obligó a su suspensión para evitar previsibles desórdenes públicos: el ganador sería quien localizase en Madrid a un hombre que portaba un sobre con el logotipo de ABC y su premio, el contenido del sobre, ni más ni menos que quinientas pesetas de principios del siglo XX. Es indudable que Torcuato Luca de Tena poseía un fino instinto para los negocios y no sólo para los relacionados con el agua de azahar y jabones como decían algunos con muy mala baba y peor intención, sino también para los periodísticos. Ahora bien, cabe recordar que sus iniciativas no era originales y que, por otra parte, tampoco fue el primero en ensayar aquí aquella mercadotecnia.

En 1886, Mariano de Cavia escribió un par de artículos mofándose de los periódicos con regalo o con sorpresa –tampoco una novedad entonces, según advertía el periodista– que se voceaban y vendían en las calles de Madrid y que, en una perversión de la estrategia comercial, se habían convertido en un género en sí mismos:

“-¡La Gran Sorpresa, periódico con regalo!
La Mayor Sorpresa, gran periódico con gran regalo!
El Tío Fortuna, periódico con regalo, y un jamón!”


El regalo era una sorpresa mayúscula y una fortuna minúscula, porque “un mondadientes, un bote de pomada rancia o un dedal de acero” resultaban ser los fabulosos obsequios anunciados con tantas alharacas. Entre bromas y veras, Cavia denunciaba el timo y, lo que le preocupaba más, lo “dañinas y perniciosas” que eran aquellas iniciativas que no dejaban de proliferar y que utilizaban el nombre del periodismo en vano, lesionando el “prestigio de esta noble institución del periodismo (¡oh!), de este sacerdocio de la civilización (¡ah!), de esta palanca del progreso (¿eh?)…”.

“A La Gran Sorpresa, La Mayor Sorpresa y El Tío Fortuna, han seguido dos nuevos ‘periódicos’ de la misma laya.
El Madrid Sorpresa y La Suerte en la Mano son los dos nuevos papeles –íbamos a decir naipes- que están sobre ese tapete de color verde-alfalfa. […] Dícenme que uno de los papeles en cuestión se queja de la campaña emprendida contra ellos, e invoca… ¡las leyes del compañerismo!
Oiga usted, ¿en qué timba hemos tallado juntos?
¿En qué chirlata hemos servido como gurupiés, ganchos o puntos figurados?”


Hace unos años, cuando los periódicos percibieron los síntomas de la sangría de público, intentaron frenarla. Las promociones parecieron una buena estrategia para fidelizar a sus lectores y para ganar a otros nuevos. Las hubo para todos los gustos y algunas ciertamente exóticas, como el cruasán para el desayuno, la lata de bonito del Norte, la imagen del santo patrón de la ciudad y hasta un vídeo con la ceremonia de consagración de un nuevo obispo. Con las promociones, hoy imprescindibles, los periódicos han vendido más ejemplares, pero… El pero lo explica Juan Luis Cebrián en El pianista en el burdel que acaba de editar Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores:

“Gracias a estos métodos, los ingresos se han incrementado, pero no siempre la rentabilidad de los negocios. Entre otras cosas porque como es preciso dar a conocer al gran público que mañana venderemos, junto a las noticias y artículos, una muñeca Barbie o un sobre de sopa instantánea, no hay otro remedio que acudir a anunciarlo en televisión. En 2006 la industria periodística dedicó alrededor del 12% de sus ingresos anuales a financiar las campañas promocionales, por valor de 334 millones de euros”.

Lástima que Cebrián no se pregunte por los resultados que podría haber tenido la inversión de esa millonada en la réclame de una información de calidad. Otra objeción a la política de promociones es la que señalaba con sorpresa, ayer mismo, Enric González. Sin duda, pasma la paradoja: el último grito en promociones son cacharros electrónicos que hacen la competencia a la lectura de los periódicos. La prensa escrita, ayudando a cavar su propia tumba. Pero esto, al fin y al cabo, no resulta más inverosímil o prodigioso que la falta de imaginación de los diarios a los que, sabiéndose llamados a reinventarse si quieren resistir, no se les ocurre otra cosa que recurrir a estrategias novicias hace un siglo; peor todavía, que los periódicos hayan accedido a convertirse en aquellos papeles de los que hablaba Cavia, que eran comprados sólo por el regalo, la sorpresa o la rifa. Han devaluado su mercancía ellos mismos y ahora culpan –así lo hace Cebrián en su libro– a Internet de convertir la información en un bien mostrenco.

Razones desordenadas que explican por qué me gusta la Feria del Libro

Vuelve la Feria del Libro de Madrid y con ella el repertorio de tópicos que algunos editores, escritores y periodistas desgranan a propósito de ella. Los hay que se declaran comedidamente descreídos; otros, pretendiéndose más atrevidos o beligerantes, dicen abominar de la cita. Repasan sus razones en los suplementos y páginas de cultura de los periódicos. Las mías, como lectora, para gustar de la feria no creo que sean más desarregladas y estúpidas que las suyas. Aquí van, desarregladas y desordenadas:

Porque la primavera sólo comienza para mí cuando el Paseo de Coches del Retiro es tomado por las casetas llenas de libros.

Porque estreno la primavera y también, aunque nunca lo planeo deliberadamente, algo de ropa.

Porque me trae a la memoria mis primeros paseos por la feria y el recuerdo no es melancólico ni nostálgico.

Porque me siento una opulenta millonaria no teniendo que escoger sólo uno o dos libros, tal y como me obligaba el presupuesto menudo de mis primeras ferias.

Porque, como no soy una opulenta millonaria y además no puedo desprenderme del todo de una conciencia del dinero y una moral del ahorro heredadas, cuando acarreo de vuelta a casa las bolsas con las compras, se apodera de mí la sensación de haberme concedido un fastuoso lujo; igual, exactamente igual, que cuando llevaba un solo libro.

Porque en esta feria compré libros que me son muy queridos.

Porque en esta feria espero comprar libros que me serán muy queridos.

Porque salen de las catacumbas de los almacenes a tomar el sol del Retiro libros que no conocen las mesas de novedades de las librerías.

Porque la gente parece ir sin prisa y contenta.

Porque yo voy sin prisa y contenta.

Porque hojeo libros que sé que no voy a comprar.

Porque me hace una ilusión tonta llevarme un marcapáginas que me ha gustado.

Porque sé que por ahí anda un libro que ahora ignoro y que codiciaré el año que viene.

Porque encuentro el libro que, por pereza o desidia, no encargué en las librerías.

Porque doy finalmente con el libro perseguido tenazmente y que, no obstante, ninguna librería me consiguió.

Porque el precio de los libros tiene un 10% de descuento.

Porque en Visor tienen la amabilidad de elogiar el buen criterio de mi elección.

Porque me echo en el césped o me siento en un banco con mis libros relucientes y nuevos.

Porque me encapricharé de un libro en cuanto lea su título.

Porque puedo cultivar al por mayor la afición que tengo y no sé razonar por los índices de los libros.

Porque me gustará más el libro que elige mi acompañante que el que yo me llevo.

Porque sale a mi encuentro el libro que había olvidado que quería leer.

Porque me está buscando un libro que resultará ser una maravillosa sorpresa, un fabuloso descubrimiento.

Porque me reencuentro con libros que me apetecieron el año pasado y que me siguen apeteciendo este año y que me apetecerán el próximo año; a ver cuándo me decido.

Porque me da por ponerme a pensar en tantos libros que me gustaría leer y la avalancha libresca, en lugar de aplastarme, me resulta completamente vivificante.

Porque me encanta rebuscar en las casetas de literatura infantil algún libro que, con el pretexto de regalar a unas niñas, disfrutaré yo primero.

Porque me gusta ver a los peques encaramados a esos peldaños que algunas casetas les ponen para que puedan curiosear sin dificultad y sin ayuda.

Porque en la caseta de Kókinos, con la excusa de venderme un libro, me cuentan un cuento.

Porque es un espectáculo contemplar las maneras de curtidos y correosos regateadores que emplean algunos niños cuando negocian con sus padres cuántos libros pueden llevarse.

Porque empiezo a soñar con las vacaciones de verano con la elección de alguna lectura que se me antoja perfecta para ellas.

Porque sé que el libro que he comprado para el verano lo comenzaré a leer en cuanto llegue a casa.

Porque no sé todavía que el libro que he comprado para el verano resultará una lectura perfecta para el invierno de diciembre o enero.

Porque en una ocasión me acerqué a la caseta de Libertarias Prodhufi a comprar un libro y me llevé dos y salí huyendo antes de que me vendiesen todo su catálogo.

Porque Libertarias Prodhufi vuelve a tener caseta, después del disgusto por su ausencia el año pasado.

Porque tengo una curiosidad loca por saber qué libro me venderá este año el señor de Libertarias Prodhufi.

Porque me escaparé un día de diario a pasear por la feria.

Porque, durante el paseo, recordaré otras gozosas razones que explican por qué me encanta esta feria, las recordaré de forma tan repentina como caerá un tormentón levantando inmediatamente el olor a tierra mojada.