Las lenguas del exilio

El fotógrafo Agustí Centelles fue uno de los exiliados que, en penosas condiciones, se vieron forzados a cruzar los Pirineos en febrero de 1939 ante la inminencia de la entrada de las tropas franquistas en Barcelona. Fue uno de aquellos republicanos que escucharon los gritos de “allez, allez!” de los gendarmes franceses apremiándolos a entrar en la playa de Argelès-sur-Mer, donde con alambradas se había cercado un campo de concentración. Por las anotaciones del diario que Centelles comenzó a llevar poco antes de su salida de España y que acaba de editar Península, podemos seguir su peripecia en aquellos días. En sus páginas queda constancia del dolor por dejar atrás a su familia; del hambre que no podían saciar los mendrugos de pan que fueron el único y escaso alimento probado durante días; de la diarrea y de los piojos, que se ensañaban con los refugiados, y de aquel viento que, por más que nos sea descrito por éste y tantos otros testimonios de quienes estuvieron allí, sigue siendo inimaginable en su torturadora constancia y su inclemente fuerza. A pesar de las terribles circunstancias, Centelles no dejó de hacer apuntes en su diario, que se extiende hasta poco después de su salida, en octubre de 1939, del campo de Bram a donde había sido trasladado a principios del mes de marzo.

Las fotografías que tomó en Bram comparten con su diario una inquebrantable voluntad de dejar, para el futuro, el relato de la experiencia personal y colectiva de los exiliados españoles refugiados en Francia. Y parte de ese futuro era su propio hijo Sergi, entonces un pequeño que todavía no había cumplido dos años. A él dedica un resumen de su vida que comienza a redactar, en el mismo cuaderno que le sirvió de diario, el día 20 de abril de hace exactamente setenta años. Aquel relato arrancaba con una justificación: por qué escribe en catalán.

“Utilizo el catalán para que, sea cual sea nuestra suerte y allá donde estemos tú, tu madre y yo y los otros familiares que puedan vivir con nosotros, tengas el orgullo y la satisfacción de llamarte catalán.
Ya desde este momento te pido perdón por la serie de faltas que puedas encontrar, con el tiempo, a lo largo de este escrito. Yo nunca había practicado el catalán por medio de la escritura. Ahora, desde que estoy en este campo, he recibido innumerables cartas de compañeros y amigos en esta lengua, y no me ha quedado más remedio que contestarles como ellos lo hacían. Lo que acabo de escribir no refleja toda la verdad. Ahora recuerdo que a tu madre, de solteros y luego de casados, contigo ya en el mundo, le había escrito muchas veces en catalán, desde el frente de guerra o desde Lérida, donde yo, soldado de la leva de 1930, prestaba servicio como fotógrafo del Comisariado General de Guerra. Estoy seguro de que en castellano me saldría más redondo, más florido, pero no. Prefiero que tu lectura de esto sea en catalán para que de esta forma te llegue más al alma”.


Lamento citar en castellano estas líneas que hicieron arrepentirme de haber evitado el pequeño esfuerzo que hubiese representado la lectura de la edición catalana de este diario.

La advertencia de Centelles sobre la lengua que utiliza no es, ni mucho menos, banal. Explicando por qué descarta el castellano aclara también qué es lo que impulsa su escritura. Ella no busca la efectividad literaria que le permitiría el castellano. Su testimonio pretende un tipo de eficacia más radical: comunicar la verdad descarnada de su propia alma que sólo podía expresarse en la lengua que hablaba y que sólo ocasionalmente había cultivado antes por escrito, el catalán. Son las palabras en catalán las únicas en las que le resulta concebible la historia de su vida, de sus circunstancias actuales y el retrato de su propia identidad. Sólo a través de ellas es posible la serena afirmación de todo lo que es y ha hecho, de todo aquello que los vencedores de la guerra censuran y de lo que querrían despojarlo, en definitiva, de todo aquello que el exilio no puede derrotar.

El exilio sólo pudo expresarse en su propia lengua, que no fue una. En el caso de Centelles fue el catalán. En el de un hombre que acababa de perder a su padre en Estados Unidos, el gallego. De él tenemos noticia por el cuaderno de notas, fechadas entre 1938 y 1940, de Castelao:

“Cando morreu un galego en Nova York. Embalsamado e pintado. Un fillo, ao verme, esclamou con ledicia: ‘Morreu papá’”.

La alegría a la que se refiere este apunte es la nacida de la posibilidad de expresar aquel íntimo dolor en la lengua de la vida y de la muerte, en la que prestaba las únicas palabras que enunciaban el momento y los sentimientos. “Morreu papá”. Ésas, y ninguna otra, eran las que permitían comunicar y compartir el dolor, las que quizás también proporcionaban una suerte de consuelo.

En los escritores que vivieron el exilio no son infrecuentes las alusiones a él como un medio hostil para la lengua propia. El profesor Vicente Lloréns, interpretando el sentir de aquellos escritores desterrados, que bien pudo ser el suyo propio como exiliado en Estados Unidos, escribió:

“Para todo escritor expatriado, tanto discursivo como imaginativo, la lengua del lugar donde encuentra acogida tiene primordial importancia. En país de lengua ajena se siente cohibido y empequeñecido. Por bien que llegue a dominarla, la espontaneidad con que la emplea cualquiera nacido en el lugar, por poco dotado que esté, le producirá una sensación de inferioridad, y no digamos en presencia de sus iguales en cultura, que pueden permitirse el juego, la sutileza, la originalidad de expresión de que él sólo es capaz en su propia lengua, no en la otra. Añádase a esto la impresión, falsa muchas veces pero que el tiempo puede hacer verdadera, de que en un medio extraño su misma lengua nativa se empobrece”.

En otra ocasión, el mismo Vicente Lloréns, abundando en sus reflexiones sobre la imposición de otra lengua que conllevó tantas veces el exilio y, en especial, de la dolorosa sensación de deterioro de la propia, se preguntaba: “Esta muerte muda, en que el habla se extingue por falta de su natural aliento nativo, ¿a quién puede afectar más sensiblemente que al poeta, cuya razón de vida parece inseparable de la lengua?”.

Los escritores y, singularmente, los poetas del exilio acertaron dar una eficaz expresión literaria al sentimiento por esa “muerte muda”, pero por qué negar que idéntico sentimiento, en absoluto amortiguado, pudo ser albergado por cualquiera de los desterrados de 1939. En la verdad sin galas poéticas de Agustí Centelles en Bram o de aquel gallego anónimo en Nueva York, se encuentra una manifestación tan directa, sincera, sensible y conmovedora, o incluso mucho más, que en otros testimonios literarios sobre la imposibilidad de la renuncia a la lengua que los expresaba. Nada indica que fuese específico del escritor desterrado “el afán –que le atribuyó Vicente Lloréns– de afirmación propia a través de la lengua, con la cual se identifica plenamente; salvarla es salvarse: por eso teme también perderla”. Los expulsados tras la guerra civil, no sólo los escritores, se aferraron a la lengua –a las lenguas del exilio– para salvar de la derrota su propia identidad. La lengua no sólo hablaba por ellos; ellos eran la misma lengua. La fidelidad a las palabras era, en definitiva, la fidelidad a sí mismos y a las causas de su exilio.
 

J. Casals, el viejo dueño de unos libros de lance

Julio Camba y yo nos conocimos en Buenos Aires. Yo pasaba los días metida en el archivo de la sede de la Federación de Sociedades Gallegas en la calle Chacabuco. Él me aguardaba a la vuelta de la esquina, en una librería de viejo minúscula que sacaba parte de su mercancía a la calle. En una de las dos mesitas que flanqueaban la puerta de entrada reposaban unos tomitos con sus artículos. Entonces no tenía ni idea de que la capital porteña era el escenario perfecto para nuestra presentación. Él había viajado allí en su juventud y aprovechó su estancia para escribir artículos en algunos periódicos y para jugar a ser anarquista. Lo mío era infinitamente más aburrido: me había llevado a Buenos Aires una beca y me pasé el tiempo, muy formalita y como era debido, estudiando. Él hizo el viaje de ida y vuelta gratis: llegó como polizón y regresó deportado por el gobierno argentino por sus actividades políticas, envuelto en un prestigio revolucionario que a él le encantaba y que al periódico español que dio la noticia de su retorno le parecía perfectamente coherente con el apellido que le cambió por error, Caníbal, Julio Caníbal. Lo mío prometía ser infinitamente más caro, sobre todo, la vuelta. Porque había llenado con libros una maleta que pesaba un quintal y cuya facturación comportaba una fortuna que no tenía. Me salvó la mejor actuación de mi vida: con la cara más beatífica y menos caníbal que pude poner, expliqué a un responsable de la compañía aérea que era una estudiante pobre de solemnidad y que la maleta contenía un tesoro para mí. Aquellas dotes teatrales, que ignoraba poseer, debieron de resultar muy convincentes. O eso o al tipo le hizo gracia mi desfachatez, el caso es que los libros viajaron gratis. Entre ellos iban los de Julio Camba, que hacía una nueva travesía transoceánica de bóbilis.

Los cinco tomitos de Camba estaban editados por Espasa-Calpe. Me costaron cada uno de ellos un peso, el precio medio de mis adquisiciones bibliográficas en Buenos Aires. Esto vendría a demostrar que no mentía cuando declaraba ser una menesterosa estudiante y que las librerías de viejo de aquella ciudad eran un paraíso, incluso para los más exiguos presupuestos. Los títulos de los libros eran Un año en el otro mundo, Sobre casi nada, Haciendo de República, Aventuras de una peseta y La ciudad automática. No incluían ninguna noticia biográfica del autor, tampoco un prólogo que me pusiese sobre aviso de lo que me disponía a leer. De manera que la única tarjeta de presentación de Camba fue su propia obra. Luego vendría el interés por la biografía de aquel periodista, la búsqueda de otros libros, las visitas a la hemeroteca, el rencor hacia mis profesores de periodismo por no haber citado siquiera su nombre, la indignación por el silencio al que parecía condenado y la absurda campaña de proselitismo en la que me empeñé durante un tiempo. Pero eso fue después, al principio sólo estuvieron aquellos libros que fundaron mi devoción por Julio Camba, sin intermediarios.

En realidad sí hubo un intermediario, se llama J. Casals. Deduzco que fue el primer dueño de estos libros de Camba que tengo ahora mismo sobre la mesa mientras escribo. Su firma, escrita a lápiz, figura en cada una de las primeras páginas de los cinco volúmenes. ¿Quién era J. Casals? Tuvo que ser, desde luego, un ferviente admirador de Camba. No sólo compró, uno tras otro, estos ejemplares, sino que los debió estimar de una forma especial, puesto que les hizo poner unas nuevas cubiertas, de un color granate que ha perdido la viveza original, pero no su distinción. En la parte superior del lomo, en letras doradas, hizo estampar el nombre de Camba y el título de cada libro; en la inferior, sus propias iniciales, J. A. C. Nunca he lamentado su decisión de reencuadernar estos libros sacrificando sus cubiertas originales. No lo he lamentado, ni siquiera en el caso de la primera edición de Sobre casi nada. No soy de ese tipo de fetichistas. Antes que dolerme por la pérdida, valoro el cariño mimoso que aquel lector dispensó a los libros.

Desde el día en que compré estos libros de Camba, fantaseo con la biografía de J. Casals. Casals, ¿un apellido catalán? ¿Era quizás un emigrante que llegó a Argentina a hacer fortuna? ¿Cuándo llegó y cómo le fue en su aventura? Tal vez sugestionada porque yo me encontraba en Buenos Aires siguiendo el rastro de los exiliados republicanos de 1939, quienes, por otra parte, parecían conjurados para facilitarme la tarea y salían a mi encuentro sin apenas buscarlos, he terminado por adjudicarle esa misma condición a J. Casals. Me amparo en algunos datos que, sin llegar a ser concluyentes, al menos me permiten no tener que desechar la hipótesis como si de una fantasía caprichosa se tratase. Un año en el otro mundo, Sobre casi nada y Haciendo de República son ediciones madrileñas de Espasa-Calpe de los años 1927, 1928 y 1934. Los ejemplares de Aventuras de una peseta y La ciudad automática fueron publicados bajo el sello Espasa-Calpe Argentina en 1942. Me figuro, entonces, que los tres primeros libros fueron comprados en España y los dos últimos, en el exilio bonaerense. De ser cierta la frágil deducción, surgirían otros enigmas por esclarecer en torno a la figura de J. Casals. Entre todos ellos, me intrigaría sobremanera qué le ocurrió entre 1934 y 1942. En cualquier caso y fuera quien fuese J. Casals, nunca le he dejado de agradecer que me presentase a Camba y los libros que recibí en herencia.

Los otros dueños de mis libros

Los libros de lance llevan siempre consigo la historia secreta de sus anteriores dueños, que juegan con nosotros a mostrarse y a esconderse. Es imposible descifrar la firma estampada con chillona tinta roja en la primera página de Charlas de café de Santiago Ramón y Cajal, una edición de Espasa-Calpe de 1941 que hoy me pertenece. Sin embargo, el antiguo propietario ha guiado mis lecturas ocasionales de este libro a través de los subrayados y marcas que dejó junto a algunos de los aforismos, pensamientos y anécdotas que recogen sus páginas. Abro ahora mismo al azar el libro y no puedo evitar la sensación de leer por encima de su hombro cuando llama mi atención sobre este comentario: “Afirmaba Diógenes ‘que nada hay más miserable que el viejo pobre’. Hay todavía algo peor: el viejo enfermo, desengañado y escéptico”. ¿Qué le decían estas líneas? ¿Se sentía él ese anciano derrotado, como parece sugerir también su atenta lectura de otros pasajes del capítulo dedicado a la vejez y el dolor? ¿Y cómo leeré yo misma esas frases el día que, sintiéndome vieja, reabra el libro casualmente, otra vez, por esta página? ¿Pondré una nueva señal junto a la que él colocó?

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Que la mañana de aquel domingo de junio en el mercado de Sant Antoni de Barcelona fuese luminosa no debió de ser interpretado como un buen augurio sobre las posibilidades de conocer al anterior dueño de los libros que compramos, los cuatro tomos publicados por Casa Editorial Estudio entre 1915 y 1917 con las crónicas que Gaziel escribió sobre la I Guerra Mundial para La Vanguardia. Su identidad es un misterio absoluto. Le reprochamos que no nos ofrezca una pista, ni un minúsculo detalle que desate la imaginación y permita inventarle una identidad, una biografía; pero le agradecemos su decisión de reencuadernar los volúmenes con unas resistentes cubiertas que han protegido eficazmente del paso del tiempo las páginas amarillentas que recibimos en legado. Al librero le reconocimos en secreto la sensibilidad de querer vender los cuatro tomos juntos, evitando la diáspora en distintas bibliotecas de los libros hermanos, sin por ello pretender sablearnos. Sería por eso que la mañana barcelonesa era luminosa o quizás porque entonces comenzó nuestro trato con Gaziel.

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Una no termina de sentirse dueña de los libros de lance que ha ido comprando. Parece que estuviesen aquí de prestado y que, el día menos pensado, fuera a presentarse alguien reclamando su legítima propiedad. Quien aspire a recuperar los nueve volúmenes de la preciosa edición que Aguilar hizo de las obras completas de Wenceslao Fernández Flórez y que están ahora mismo ante mí, tendrá que acreditar que un nieto travieso e irreverente garabateó en sus páginas, aquí y allá, permitiéndose incluso “corregir” los trazos de la caricatura del escritor coruñés que hizo Fresno y que se incluye en uno de los tomos. Siempre he bendecido el imaginario descuido del abuelo y la vocación pintarrajeadora del nieto, porque gracias a los desperfectos causados me vendieron los libros a un precio módico, desde luego muy lejos de la fabulosa cotización que suelen alcanzar en el mercado. De este modo he llegado a creer que sólo pagué el precio de un alquiler que expirará en cualquier momento, que, en efecto, no me puede garantizar la propiedad indefinida de estos libros.

Café con gotas (V)

Nada, que no aparece. Continúa perdido el calderito pa’ tostar un buen café… No está ni en casa de Eugenia, ni en la de Antonia… Y Compay Segundo sigue empeñado en buscarlo, ahora en compañía de su hija.







Händel y la dulzura de vivir

Ernst Bloch escribió: “La música no llena el espacio: lo crea”. Para mí, la música de Händel crea un espacio para la celebración de la vida, para la alegría. Esto parece evidente en Música para los reales fuegos artificiales o en su Música acuática. Pero en muchos pasajes de sus Concerti grossi también encuentro una suerte de regocijado alborozo que quizás se remansa en las sonatas, las suites o las fugas, pero sin llegar a desaparecer nunca del todo.

La música de Händel crea un espacio para una alegría tranquila, más honda y mucho más verdadera que la de los arrebatos eufóricos que revelan su mentira una vez han quemado todas nuestras energías en piruetas alocadas. Esa alegría reposada no se encuentra jamás en los espacios monumentales, fastuosos y apabullantes, escenarios excesivos donde parece incongruente otra cosa que no sea un reverencial respeto y una postrada admiración. La sosegada alegría de Händel no habita en esos recintos sobrehumanos y asfixiantes, sino en salones amplios y maravillosos, al tiempo que discretos y sobrios, donde es posible la vida y donde se respira un aire tónico y revitalizador.

Quizás fuese más preciso llamar a esa alegría serena “dulzura de vivir”. Jesús Bal y Gay definió con exquisita sensibilidad ese poderoso sentimiento, que participa de la alegría y la felicidad, pero es distinto a ellas:

“En la alegría de vivir, así como en la felicidad muy intensa, hay una cierta dosis de embriaguez, de enajenamiento, incompatible con la claridad de conciencia esencial a la dulzura de vivir. Por eso ésta se manifiesta con un tempo moderato cantabile, entre placeres con sordina, placeres menudos, concurrentes, ninguno de los cuales bastaría para arrebatarnos, pero que juntos producen en nosotros esa imponderable sensación de felicidad consciente de sí misma, que es, al mismo tiempo, reconciliación con la vida, con la naturaleza, con el prójimo, eco humano de la aprobación de Dios a su propia obra en los días del Génesis. […] Nadie, por mucho que se lo proponga, logra por sí mismo la dulzura de vivir: cosa es ésta que recibimos como un don, gratuita e inesperadamente, cuando el corazón está desembarazado de urgencias y de afanes y el espíritu en reposada, ociosa vigilia. Todo nuestro ser comienza entonces a sentirse vivir plenamente y en su interior vibra un ronroneo de gato o de Rolls-Royce. Hay en ese estado una conjunción de finas delicias de los sentidos, al fondo de las cuales late un horizonte iluminado por una luz espiritual”.

No importa el estado de ánimo con el que llegue a escuchar a Händel. Invariablemente con su música percibo la dulzura de vivir, me siento moradora de un espacio en el que “un dorado enjambre hibleo” de menus plaisirs, que diría Bal y Gay, colma “horas tan apacibles que el tiempo se convierte en una epifanía de la eternidad”. Incluso el lamento de Almirena, llorando su cruel suerte, construye ese lugar. Su aria es de una suave melancolía a la que algunos días también me abandono, dulcemente.

George Orwell y T. S. Eliot

Los periódicos traían el otro día la noticia de que T.S. Eliot rechazó en 1944, en nombre de la editorial Faber & Faber, la publicación de Rebelión en la granja de George Orwell. ABC dedicaba toda una página al asunto y Público, nada menos que dos. Causa sorpresa el alarde tipográfico y de espacio concedido a la supuesta revelación proporcionada por una carta manuscrita del poeta que, según estas informaciones, acaba de hacerse pública. Asombra porque, en primer lugar, son bien conocidas las dificultades que encontró la novela de Orwell. Rechazada por más de un editor, Rebelión en la granja tuvo que aguardar un año a ser publicada. Por otra parte, también era sabido que T. S. Eliot fue uno de los que dijo no. Es más, The Times sacó a la luz el 6 de enero de 1969 la carta de la negativa. En ella, Eliot se cuidaba de piropear el talento literario de Orwell: “Estamos de acuerdo en que la novela es una destacada obra literaria y que la fábula está muy inteligentemente llevada gracias a una habilidad narrativa que descansa en su propia sencillez, cosa que muy pocos autores habían logrado después de Gulliver”. Tras los parabienes, expresaba sus dudas respecto a que “el punto de vista que ofrece sea el más apto para criticar, en el momento presente, la situación política”. Incluso está documentada la reacción de Orwell ante la sugerencia de que “cualquier animal que no fuera el cerdo podía haber sido elegido para representar a los bolcheviques”: la tachó de estúpida.

Caben serias sospechas de que la carta a la que se refieren las crónicas publicadas ahora sobre este viejo episodio sea la misma que se conoce desde 1969 y que, sin necesidad de sabihondas erudiciones ni de rebuscar en secretas bibliografías, se encuentra citada por Bernard Crick en el prólogo a la edición de Destino de Rebelión en la granja. Los extractos recuperados estos días por la prensa parecen calcos, salvo por los inevitables matices debidos a la mano de distintos traductores, de los reproducidos por el profesor Crick.

Así, resulta inevitable el desconcierto intrigado por el modo en que la historia de Orwell censurado por T. S. Eliot, que cualquier lector de la edición de bolsillo de Rebelión en la granja conoce, ha llegado a adquirir la categoría de magnífica e inédita revelación. Pero no seré yo quien critique a los periódicos por convertir el viejo suceso en noticia sensacional, sobre todo si sirve para ir al corazón del dilema -hoy y siempre, actual- que el episodio ejemplifica en la historia.

Rebelión en la granja fue considerada una novela decididamente incómoda e inoportuna por su crítica al estalinismo en el momento en que éste se había convertido en un aliado en la guerra contra Hitler. En ese sentido, la posición de T.S. Eliot era la expresión de una corriente de opinión compartida de forma prácticamente unánime por la intelligentsia británica. Los perfiles del debate que Orwell suscitaba fueron trazados con claridad por él mismo en un prólogo, que no llegó a ver publicado, para su libro:

“El tema que se debate aquí es muy sencillo: ¿Merece ser escuchado todo tipo de opinión, por impopular que sea? Plantead esta pregunta en estos términos y casi todos los ingleses sentirán que su deber es responder: ‘Sí’. Pero dadle una forma concreta y preguntad: ¿Qué os parece si atacamos a Stalin? ¿Tenemos derecho a ser oídos? Y la respuesta más natural será: ‘No’. En este caso, la pregunta representa un desafío a la opinión ortodoxa reinante y, en consecuencia, el principio de libertad de expresión entra en crisis”.

Sustituyamos en esta cita la crítica a Stalin, minoritaria e inoportuna en 1944, por cualquier otra considerada hoy impolítica. Sustituyámosla por cualquier opinión con la que la sociedad esté hoy en radical desacuerdo, con la que no ya la sociedad, sino nosotros mismos discrepemos ferozmente. Y, como recomendaba Orwell, volvamos a preguntar: ¿reconocemos y defendemos el derecho de esa opinión a tener cauces de expresión? Interpelados de este modo, descubrimos que la verdadera defensa de la libertad no puede ser egoísta. No tiene ningún mérito ni valor defender nuestra propia libertad. Lo que hay que decidir es si estamos dispuestos a suscribir las palabras de Voltaire citadas por Orwell: “Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo”.

En el marco definido por la Guerra Fría resultaba muy fácil defender la libertad de Orwell a decir lo que decía en Rebelión en la granja. Lo difícil había sido hacerlo sólo un poco antes, en el preciso momento en que su discurso era objeto de censuras. Cómodamente instalados en el presente, donde todavía queda más lejos el año 1944 con su ganga histórica, también resulta muy sencillo condenar a T. S. Eliot, como hace Sergi Doria en ABC. Lo difícil es saber si el juez está dispuesto a pronunciarse con semejante severidad contra los “hormigueos conservadores” actuales.

Por otra parte, es desviar la atención del verdadero problema debatir si Rebelión en la granja es un texto de “trazo grueso y esquemático”, tal y como sostiene Constantino Bértolo en Público, para exculpar a T. S. Eliot, al que sólo critica el error de reconocer valores literarios a la novela. Parecería que Bértolo quiere decir que la equivocación política de Eliot constituyó, en realidad, un acierto literario, si no fuese porque tampoco aprecia nada reprochable en su negativa a publicar una voz política inconveniente. Algo no he debido de entender correctamente y confieso la total confusión que me provoca que el autor de La cena de los notables (Periférica, 2008) califique la decisión editorial de Eliot de “responsable y prudente”. Advierto una discrepancia irreconciliable entre la demoledora crítica expuesta en aquel libro y este último y condescendiente juicio.

Parece imposible declarar inocente de los cargos que se le imputan a T. S. Eliot sin que eso signifique una aquiescencia comprensiva y cómplice con las opiniones acreditadas por la adhesión de la mayoría que niegan la posibilidad de expresión a aquellas minoritarias, molestas e inoportunas. Pero, ya quedó dicho, tampoco parece que tenga mucho sentido dictar una condena contra T. S. Eliot si, al tiempo, no estamos dispuestos a descabalgar de nuestra pretendida superioridad moral para ser igual de implacables con nosotros mismos. Antes de condenar o absolver, quizás tendríamos que arrancar el caso de T. S. Eliot y George Orwell de los libros de Historia, traerlo realmente a las páginas de los periódicos y responder con sinceridad a las preguntas que plantea. No sé si somos capaces, ni siquiera si estamos dispuestos a intentarlo.

Café con gotas (IV)


“¿Dejar el café y el tabaco? Antes me escondo en un platanar”, dijo Compay Segundo. De hacer caso al rumor, continúa atrincherado en sus convicciones. Hay quien jura haberlo visto por ahí, envuelto en la fantasmal nube de humo de un habano H. Upmann y buscando el calderito extraviado para prepararse un café. No me cuesta nada creerlo.



Colocando la biblioteca

Con regular periodicidad, me veo obligada a poner un poco de orden en la biblioteca. Por las mesas y por el suelo, se terminan apilando montones periódicos, papeles varios y libros. Las torres alcanzan tal prodigiosa e inestable altura que amenazan con desmoronarse y, ¡oh, catástrofe!, en ocasiones lo hacen. Cuando resulta imposible, incluso con pértiga, saltar por encima del caos, sé que ha llegado el momento, aplazado una y otra vez, de intervenir. Soy capaz de ser inclemente con los periódicos y hasta con los recortes que les amputé en su día con el bienintencionado propósito de archivar. Sin concederme tiempo para muchas contemplaciones, arramplo con ellos y los llevo al contenedor del reciclaje de papel para que les sea dada una nueva vida. Lo hago tanto por un prurito ecologista, como por estropear un poco el tópico de la caducidad de las hojas del periódico. Pero con los libros… con los libros me puede la conciencia infantil y adolescente que fue educada en el sacrosanto respeto por las páginas encuadernadas, en la terminante prohibición de garabatear en ellas y en el indeclinable deber de forrar con mimo sus cubiertas. Nunca he sido capaz de creerme lo de la reencarnación del papel a través del reciclaje en el caso de los libros y no podría jamás dar sepultura en el contenedor al viejo compañero de unas horas, ni al que me aguarda pacientemente con la promesa de una futura camaradería. Descartado por aberrante el procedimiento expeditivo aplicado a los periódicos, sólo queda ponerme a colocar morosamente los libros en los estantes. Parece fácil restituir a su sitio los libros que lo abandonaron con cualquier motivo y que no regresaron una vez cumplida su misión. Pero no, porque con ellos han establecido una feroz competencia las nuevas adquisiciones que buscan también su hueco en unas baldas baldadas por el peso de una doble o triple fila de volúmenes apretujados. Los que permanecen en el mueble ven súbitamente alterado su plácido reposo: asisten a la encarnizada lucha con creciente inquietud, porque saben que se aproxima la hora en que serán llamados a participar en ella y, en efecto, terminan por sumarse violentamente, haciendo valer los derechos adquiridos por el largo inquilinato.

He aquí la guerra que estos días se libra en mi biblioteca. En una tregua, encuentro en uno de los libros recién llegados, Pilotos, caimanes y otras aventuras extraordinarias de Jacinto Antón, un artículo titulado “Cómo desprenderse de esos libros de más”. Porque soy supersticiosa y creo en los providenciales azares, me pongo a leer con la esperanza de dar con una solución conciliadora que traiga la paz a mi casa. Hasta que la ilusión de encontrar la fórmula de la cuadratura del círculo o, lo que viene a ser lo mismo, de la duplicación milagrosa de los centímetros de las estanterías es desbaratada por el sentido común de Enric González, que del paraíso soñado de la utopía nos devuelve bruscamente, a Jacinto Antón y a mí, al feudo de la más elemental lógica aritmética: “Uno entra, uno sale”. Dicho así, la operación parece sencilla, pero quién creerá que el corazón es gobernado por el álgebra. Como si un amor nuevo pudiese jubilar otro antiguo, como si un clavo pudiese sacarse con otro.

El caso es que Jacinto Antón –pensará el muy cuco que no me doy cuenta– se ha pasado por el forro que no puse a su libro la Convención de Ginebra. Ha violado la tregua para conquistar un sitio en mi biblioteca. Porque cómo negárselo a quien cataloga de aventura extraordinaria el buscar acomodo para los libros. Es más, lo premio con un espacio, vecino del que ocupa su colega y amigo Enric González, que supongo que será de su agrado. Mientras él celebra la hazaña que lo ha salvado del exilio del trastero (uno entra), yo me voy cabizbaja a decidir cuál es el próximo sacrificio (uno sale).

Imagen:
Vincent van Gogh: Les Livres jaunes (1887).

Delirio alcohólico sobre Larra

Mariano de Cavia presumía de poder ver, desde su ventana, la casa de la calle de Santa Clara en la que vivió y murió Mariano José de Larra. Llegaban los amigos a visitarlo y, antes de que se diesen cuenta, su anfitrión ya los había echado al balcón para que certificaran la proximidad que le permitía llamar a Larra el “vecino de enfrente”. Yo no puedo decir, como Cavia, que la mesa en donde se trazan a vuelapluma las presentes líneas tenga frente por frente las habitaciones de Fígaro. Así que sálgome de casa con mi cara infantil –no tanto o nada– y bobalicona –tanto y más– a procurar una fugaz e inspiradora vecindad en las calles que pateó el periodista.

Pero el paseo en el que Larra –un flâneur antes de que el flâneur fuese inventado y llamado así– encontraba los temas para sus artículos, a mí me resulta de una esterilidad pasmosa, lo que ratifica clamorosamente que no sólo la cara es boba. Paseo y no se me ocurre nada. Sigo paseando y lo mismo: nada de nada. Se me encasquilla entonces, como pobrecita bobalicona que soy, el primer tópico que pillo al vuelo al doblar la tercera esquina de la caminata. El tópico reza que Larra ya lo dijo todo, antes y mejor que nadie. Y es cierto, Larra escribió para los papeles del día la crónica del día que continuamos leyendo al cabo de los días, pero no por interés arqueológico. Y es que no hemos salido a pasear por el Madrid de 1833, sino por el de hoy. Y hoy Fígaro sigue siendo Fígaro, el factótum de la ciudad, el rapabarbas que se conserva lúcido y penetrante y se ofrece como cicerone para enseñarnos a reparar en lo que está bien a la vista en nuestro callejeo y que, sin embargo, no sabemos ver por nosotros mismos.

Han tenido que pasar doscientos años para que alcancemos la que quizás sea la única certeza desconocida por Larra, una evidencia que para él sólo pudo ser intuición: la realidad es porfiada y se empecina en ser costumbrista. Porque la obstinada realidad se complace en su machacona condición, el costumbrismo del Duende satírico, aun sin otra pretensión que la de escribir sobre su tiempo y para su tiempo, también nos retrata a nosotros. Larra abrió el único camino que tiene el periodismo digno de tal nombre, el que pretende mostrar la realidad en su verdad desenmascarada y aspira a machacarla en el mortero de su crítica.

Pero Larra sigue manteniendo un monólogo desesperante y triste que nadie escucha y nadie comprende. No se enteran en la Universidad ni en la Academia, donde se teme llamar a las cosas por su nombre y se habla del “escritor” de “ensayos culturales”, cuando advierten que se les ha colado de matute en la historia de la literatura un periodista y sus artículos.

No se enteran quienes creen que todo lo que dejó fue el “Vuelva usted mañana”; sean disculpados, porque es lo único que han leído de él, no el artículo, su título.

No se entera el alcalde Gallardón, proclamando “El mundo todo es máscaras. Todo el año es carnaval”. Sea también disculpado, porque entre las lecturas de las que presume no debe de contarse la crítica de Larra a la “Manía de citas y epígrafes”; absolución que agota el crédito de indulgencia que disfrutaba e impide perdonarle la ceguera de no advertir que Larra hablaba, entre otras caretas, de la que él mismo lleva puesta ahora y todo el año.

No se enteran los que después de decir que entienden las razones del 98 y las de Juan Goytisolo en 1960 para descubrir en Larra a un contemporáneo, se apresuran a agregar, muy satisfechos, que no hay motivo para seguir rogando a santa Rita, abogada de los imposibles, que, por fin, Dios nos ha asistido y que ya nos hemos desecho de aquellas pesadillas políticas provocadas por la cuasi libertad, que ahora la tenemos completa.

No se entera el chozno de Larra, autor del libro del bicentenario, que se presenta estos días investido por la autoridad del linaje y del estudio para concluir, haciendo malabares políticos y necrófilos, que hoy Larra no se suicidaría, tesis aplaudida por muchos, incluido el Borbón de visita en el Ateneo.

No se enteran los que ayer, en las páginas de El Mundo, se llamaban a sí mismos hijos de Larra, sin recato y sin darse cuenta de que las hechuras de su levita no se ajustan a sus carnes. Sólo pueden posar sujetando la prenda, a la que suma la pistola del suicidio aquel que se pretende hermano de Umbral e hijo pródigo de Larra. Un hijo que, por otra parte, ha resultado ser un parricida, porque utiliza el arma para descerrajarle un tiro a Larra, sin ocurrírsele ni por un momento atentar contra sí mismo disparando a la sien de su propia prosa. Él y el resto de la prole reescriben algunos de los artículos patriarcales y con la elección demuestran su fofa mansedumbre. Ninguno se atreve a utilizar la pluma para replicar al Andrés Borrego que les paga veinte mil reales al año, como hizo Fígaro en mayo de 1836. Ninguno está dispuesto a confesar que contempla el reflejo de su propia imagen en el espejo que sujeta Larra delante de sus caras en “El hombre pone y Dios dispone, o lo que ha de ser un periodista”. Todos ven a Diego Rabadán y a Carnerero escribiendo en otro periódico. Y todos se complacen en su cordura, que los mantiene bien lejos de la salvaje esquizofrenia de verse desdoblados en el criado que les canta la verdad de su impostura.

No se enteran los hijos postizos que le han salido a Larra, ni tampoco los que quisieran ser el mismísimo Larra redivivo, claro que sin la condena del pistoletazo suicida, que para eso han pasado por la cura de escepticismo de Camba, ¿verdad, Arcadi?

Y así estamos, dando todavía la razón a Larra, que bien puede seguir quejándose: “Mi vida está reducida a querer decir lo que otros no quieren oír”. Vamos, que aquí no se entera ni dios. Yo, que tampoco, me matriculo como alumna del periodista Miquel dels Sants Oliver quien, en las páginas de La Vanguardia, en 1908, dejó una de las más sabias lecciones que han sido dictadas sobre Larra. El profesor termina la clase con la recomendación de ir a buscar la vibración de aquel talento en el único sitio donde se encuentra, en sus escritos. Así que pongo fin al paseo y, en el barrio en el que se avecindó el periodista incomprendido, me meto en un local llamado 1917, donde me hago servir unos blinis y vodka para emprender la revolución incruenta de leer a Larra. En éstas estoy cuando levanto la cabeza y, a través de la ventana, veo pasar a un grupo de chicos que vienen discutiendo alegres y alborotadores. Yo diría que han pedido permiso a Cernuda para, en vez de llevar violetas a una tumba de la Sacramental de San Justo, ir a la calle de Santa Clara a buscar al joven de 28 años que viste una levita de paño azul y solapas de terciopelo negro y que ahora los acompaña. Parece que se lo llevan de farra, a tomar unas cañas y a hacerle algunas preguntas. A ese parnasillo me apuntaba yo, por ver al de la levita en el brete de responder y por ver si me entero de una vez o ni por esas. Pero, al levantarme, descubro que el vodka, además de muy poco castizo, no es agua. Me vuelvo a sentar para dominar el mareo y, ya de perdidos, decido ahogar el delirio bobalicón y alcohólico de estas líneas en otro vodka.

A los chicos del 33.

Todo el mundo era de un mismo lenguaje e idénticas palabras…

Otro periódico de papel ha muerto en EEUU, el Seattle Post-Intelligencer. Quedan clausurados 146 años de historia de una artesanía que trabajaba con tinta, papel y rotativas. Desde hace unos pocos días, la cabecera se fabrica sólo para internet. Y menos mal, porque no seríamos capaces de encontrar en el dolor que causaría la expiración definitiva del diario la digna entereza para grabar un RIP en su lápida cuando todavía estamos sumidos en el duelo por el “Goodbye, Colorado” del Rocky Mountain News. Por otra parte, empezamos a sospechar que, a este paso, las defunciones periodísticas van a dejar de ser noticia al perder, por pura reiteración, la excepcionalidad que requiere el género o bien van a terminar por envolver nuestra sensibilidad en la costra impermeable que genera la costumbre. En tanto no llega ese momento de embotamiento anestésico, sea disculpado este nuevo rapto de romanticismo fetichista de Lieschen.

Con la vista puesta en las dificultades del Seattle Post-Intelligencer y de sus compañeros de gremio, Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes de EEUU, ha solicitado que se exima a la prensa escrita de cumplir “estrictamente” con la ley anti-trust. La demanda nace de la convicción de que el fin justifica los medios. El laudable y noble fin es salvar la vida de decenas de periódicos locales en EEUU que ahora mismo agonizan; los medios, no poner trabas a la insaciable voracidad de los magnates de la comunicación para zamparse esos diarios, por más que de ese modo resulte apuntalado un ominoso monopolio informativo.

Aunque los periodistas no acostumbramos a derrochar muestras de solidaridad corporativa, pienso por un momento en el negro futuro laboral de mis compañeros de profesión. Más que por un sentimiento de fraternidad, es porque en su destino veo el mío propio y, entonces, aparco mis escrúpulos y me digo: hágase el milagro, aunque lo haga el diablo. Eso pienso como periodista amenazada por el desempleo. Como lectora de periódicos, me inquieta la impostura –que parece haber emprendido el camino de la perfección– de tener un único periódico que se vende en los kioscos bajo distintos nombres, creando la ilusión de una pluralidad que, en realidad, no existe. Mientras los lectores nos entretenemos pensando si podemos vivir de ilusiones, un Yahvé, furioso, inclemente y castigador como el del Antiguo Testamento, ya ha comenzado a reescribir el relato bíblico. Advertido de que la confusión de lenguas no ha hecho cejar a algunos periodistas en su empeño de levantar la torre de Babel, ha rectificado su sentencia y los condena ahora a hablar con el mismo lenguaje e idénticas palabras. Ésa es la divina providencia, no nos engañemos, aunque, por el momento, la hipocresía de Yahvé le haga guardar las apariencias y se presente como el ángel salvador de los nombres de algunos periódicos en lugar de mostrarse como el espíritu que, implacable, los fulminará.

Leer de memoria

En la segunda mitad del siglo XIX, los cigarreros cubanos de la fábrica El Fígaro instituyeron la figura del lector. Distraían parte de su salario para pagar a quien encomendaron la misión de leer en voz alta durante la jornada laboral. Mientras sus manos liaban las hojas de tabaco, las del lector pasaban las hojas de los periódicos, opúsculos políticos, novelas y libros de poesía o historia que su auditorio había elegido por consenso. El ejemplo pronto fue imitado en otras fábricas y, con idéntica celeridad, las autoridades se aprestaron a prohibir aquellas lecturas con el argumento de que ellas y las discusiones que suscitaban distraían a los obreros de sus obligaciones y quehaceres. En realidad, querían alejar de los talleres la letra impresa que, según entendían, plantaba la semilla de la subversión. De este modo, las lecturas públicas fueron condenadas a la clandestinidad y, poco a poco, abandonadas, pero no olvidadas. Es seguro que su recuerdo estaba muy presente en la decisión de muchos de aquellos cigarreros, exiliados en Key West a raíz de la primera Guerra de Independencia en 1868, de recuperar las lecturas que les habían sido censuradas. Y debieron hacerlo con la desbordada pasión bibliófila de quien sueña con los sueños de los libros y los incorpora a la vigilia de su vida. Sólo de una pasión semejante pudo nacer la iniciativa de escribir al autor de uno de sus libros predilectos solicitándole permiso para dar el nombre de uno de sus personajes a uno de los cigarros que ellos elaboraban. El novelista era Alejandro Dumas y en 1870 consintió, seguramente en una de las últimas grandes satisfacciones de su vida, que un puro fuese bautizado Montecristo, en recuerdo de Edmundo Dantés.

Todavía bien entrado el siglo XX, los cigarreros de Key West mantenían la costumbre de hacer que les leyesen mientras trabajaban. Todo esto lo cuenta Alberto Manguel en Una historia de la lectura, donde recoge el testimonio del hijo de uno de aquellos lectores y su recuerdo de algunos de aquellos oyentes que, a lo largo de los años, terminaron por memorizar largos pasajes de las obras que les habían sido leídas. Al parecer, uno de ellos era capaz de citar íntegras las Meditaciones de Marco Aurelio.

¿Quién sería aquel cigarrero? ¿A quiénes y en qué ocasiones leería de memoria las Meditaciones? ¿Cuáles eran los pasajes que prefería? ¿Era un ferviente discípulo del estoicismo que predicaba Marco Aurelio? ¿Encontraba en su filosofía una suerte de consuelo para la vida? Como las preguntas no tienen respuesta conocida, yo prefiero fantasear con la idea de que, en realidad, aquel cigarrero era un epicúreo que memorizó las Meditaciones de tanto discutir con su autor durante las horas de trabajo; prefiero imaginarlo más osado todavía, desafiando conscientemente una de las máximas del emperador filósofo: “Todo es efímero, lo que recuerda y lo recordado”. Si fuese así, le envidiaría mucho más que su prodigiosa memoria.


[La primera ilustración, publicada originariamente en The Practical Magazine en 1873, aparece reproducida en el libro de Alberto Manguel Una historia de la lectura (Alianza Editorial)]

Café con gotas (III)

Al que no lo le hizo ninguna falta embadurnarse la cara para cantar “¡Ay, Mamá Inés! ¡Ay, Mamá Inés! Todos los negros tomamos café…” fue a Ignacio Villa. Aquel cubano era negrísimo, como bien decía la ironía de su nombre artístico: Bola de Nieve. Todo el calor del Caribe y del grano de café tostado estaba en la voz de quien, con toda razón, se presentaba afirmando que él era la canción que cantaba.

Lástima que no tengamos más que el medio minuto de esta grabación, en la que se ve a Bola de Nieve ¿sentado? ante el piano y diciendo la canción con una picardía alegre, saltarina y juguetona. Derrite la más gélida insensibilidad musical y el más alicaído y tristón ánimo.



Leer en voz alta

Hay que haber leído, con toda la dulzura de que somos capaces, a una niña a la que queremos mucho “Margarita, está linda la mar,/ y el viento/ lleva esencia sutil de azahar;/ yo siento/ en el alma una alondra cantar: tu acento./ Margarita, te voy a contar/ un cuento”. Hay que haber vuelto a nuestra propia infancia para recordar con qué deleite degustábamos la sonoridad fantástica de las palabras tisú y malaquita para recrearlo mientras recitamos despacio, paladeando nuevamente, pero como si fuera la primera vez: “Este era un rey que tenía/ un palacio de diamantes,/ una tienda/ hecha del día/ y un rebaño de elefantes,/ un kiosco de malaquita,/ y un gran manto de tisú,/ y una gentil princesita,/ tan bonita,/ Margarita,/ tan bonita como tú”. Hay que haber utilizado un aliento soñador para contar que “una tarde la princesa/ vio una estrella aparecer;/ la princesa era traviesa/ y la quiso ir a coger./ La quería para hacerla/ decorar un prendedor,/ con un verso y una perla,/ y una pluma y una flor”. Hay haber sentido los nervios de la aventura para acelerar un poco, tampoco mucho, la lectura: “Pues se fue la niña bella,/ bajo el cielo y sobre el mar,/ a cortar la blanca estrella/ que la hacía suspirar./ Y siguió camino arriba,/ por la luna y más allá,/ mas lo malo es que ella iba/ sin permiso del papá”. Hay que haber impostado la voz para hacer gruñir al rey estas palabras: “¿Qué te has hecho?/ Te he buscado y no te hallé;/ y ¿qué tienes en el pecho,/ que encendido se te ve?”. Hay que haber dado un timbre de absoluta inocencia a la respuesta de Margarita: “Fui a cortar la estrella mía/ a la azul inmensidad”. E, inmediatamente, hay que haber conseguido la furia furibunda y la voz grave, gravísima, del rey clamando “¿No te he dicho/ que el azul no hay que tocar?/ ¡Qué locura! ¡Qué capricho!”; a la que replica la sincera candidez de la princesita: “No hubo intento;/ yo me fui no sé por qué;/ por las olas y en el viento/ fui a la estrella y la corté”. Hay que haber enojado la voz del rey dictaminando: “Un castigo has de tener:/ vuelve al cielo, y lo robado/ vas ahora a devolver”. Hay que haber olvidado que no nos gusta mucho el modo en que continúa el relato y haber hecho el esfuerzo de que la niña para la que leemos no lo note para juntas disfrutar de la fastuosa fiesta con la que el rey celebra que Margarita puede quedarse con su estrella: “Viste el rey ropas brillantes,/ y luego hace desfilar/ cuatrocientos elefantes/ a la orilla de la mar./ La princesa está bella,/ pues ya tiene el prendedor/ en que lucen, con la estrella,/ verso, perla, pluma y flor”. Y, al fin, hay que recuperar la ternura del principio: “Margarita, está linda la mar,/ y el viento/ lleva esencia sutil de azahar:/ tu aliento”.

Hay que haber leído a esa misma niña, mientras la espiamos por el rabillo del ojo, los cuentos de Beatrix Potter, las geniales y desvergonzadas ocurrencias de Manolito Gafotas, los tebeos con las trastadas de Zipi y Zape y la vida de Mr. Popper desde el momento en que el servicio de correos le trajo un paquete urgente procedente de la Antártida que contenía el regalo más fantástico que podía imaginar: un pingüino, ¡Ork!

Hay que haber leído al compañero de viaje, a orillas del Duero, en Soria, algunos versos de Machado; en un parque de Lugo, a Luis Pimentel y a Ánxel Fole; ante las ruinas de Madinat al-Zahra, la descripción de la ciudad en su momento más soberbio que hizo Muñoz Molina en Córdoba de los omeyas, y, paseando por Compostela, hay que haber recitado “Chove en Santiago, meu doce amor”. Hay que haber leído a quien con nosotros viajó a Roma, ante el Panteón, aquel fragmento de los paseos romanos de Stendhal.

Hay que haber leído a quien esperas que te acompañe un día a Praga unas páginas de Kafka y también de Jaroslav Seifert, Jan Neruda y Johannes Urzidil; a quien compartirá tus paseos por Londres, las aventuras de Sherlock Holmes; y a quien llegará contigo a Nueva York, a E. B. White y Brendan Behan y El secreto de Joe Gould. Hay que haber leído a quien te llevará a Venecia los pasajes más evocadores de la historia de la ciudad que escribió John Julius Norwich, más que nada, porque no lo podrás hacer allí, a no ser que antes inventen lo imposible: una edición de bolsillo de las más de mil páginas que no lastre la mochila.

Hay que haber leído, como quien pronuncia un sortilegio, las letras de todos los tangos a aquel con quien esperas compartir tus conocimientos de la geografía lunfarda de Buenos Aires.

Hay que haber leído al compañero de todos los viajes los destinos soñados con Las ciudades invisibles de Italo Calvino y la Guía de lugares imaginarios de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi.

Hay que haber leído a quien contigo desayuna la noticia del periódico que te acaba de indignar.

Y hay que haber leído al amado y al amante, en la cama, poco antes de dormir, el párrafo en el que acabas de encontrar expresado un secreto.

Hay que haber hecho todas estas lecturas -y muchas más- para comprender, al fin, por qué siguen resonando en la cabeza las palabras que un día me leyeron:

“Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan. Me parecen hombres gordos sin cabeza, que se balancean colgados de las cuerdas del tendedero. Los chicos corremos entre las hileras de pantalones blancos y repartimos azotazos sobre los traseros hinchados. La señora Encarna corre detrás de nosotros con la pala de madera con que golpea la ropa sucia para que escurra la pringue. Nos refugiamos en el laberinto de calles que forman las cuatrocientas sábanas húmedas. A veces consigue alcanzar a alguno; los demás comenzamos a tirar pellas de barro a los pantalones. Les quedan manchas, como si se hubieran ensuciado en ellos, y pensamos en los azotes que le van a dar por cochino al dueño”.

En efecto, hay que haber hecho todas aquellas lecturas para llegar a comprender que los pantalones se inflaron y las sábanas se agitaron en las cuerdas del tendedero no por el viento, sino por el aliento de la voz que leyó para mí.

Café con gotas (II)

Con la cara bien, pero que bien tiznada, Rita Montaner se transformó en el negro calesero que cantó por vez primera aquello de "¡Ay, Mamá Inés! ¡Ay, Mamá Inés! Todos los negros tomamos café...".

Este tango-congo, compuesto por Eliseo Grenet, era una de las piezas de la zarzuela Niña Rita o La Habana en 1830 que se estrenó, bajo la dirección de Ernesto Lecuona, en septiembre de 1927 en el teatro Regina de la capital cubana.

El maquillaje no parece que resultase muy convincente. El secreto del éxito, sin duda, fue otro. Den por concedido el permiso para cantar y bailar.






El lector común

Lumen acaba de publicar una hermosa edición de El lector común (The Common Reader). En el ensayo que da título al libro, Virginia Woolf recuperó esta cita de Samuel Johnson: “…me regocijo de coincidir con el lector común; pues el sentido común de los lectores, incorrupto por prejuicios literarios, después de todos los refinamientos de la sutileza y el dogmatismo de la erudición, debe decidir en último término sobre toda pretensión a los honores poéticos”. Estando muy lejos de ser una lectora común, Virginia Woolf se sentía, no obstante, más cerca del espíritu libre y desprejuiciado del lector común ideal que del fundamentalismo obcecado de tantos críticos y académicos. Así lo demuestra la colección de ensayos reunidos en este libro en los que la entusiasta lectora Virginia Woolf comparte sus lecturas y explica con luminosa claridad lo que en ellas encontró. Sus textos no son sólo la expresión del juicio que le merecían ciertas obras; de alguna manera, constituyen también una enseñanza sobre cómo leer, por más que ésa fuese una lección que ella no tenía la más mínima pretensión de dictar. Ninguna reflexión sobre el modo de leer puede ser aseverativa y si lo fuese, su autor ha de admitir que sólo es válida como explicación de su propia dedicación lectora. Así lo explica la propia Virginia Woolf en uno de los ensayos recogidos en El lector común, el titulado “¿Cómo debería leerse un libro?”:

“En primer lugar, quiero enfatizar los signos de interrogación de mi título. Aunque pudiera contestar a esa pregunta por mi cuenta, la respuesta se aplicaría solo a mí y no a usted. El único consejo, en verdad, que una persona puede dar a otra acerca de la lectura es que no se deje aconsejar, que siga su propio instinto, que utilice su sentido común, que llegue a sus propias conclusiones. Si estamos de acuerdo en esto, entonces me siento con autoridad para proponer algunas ideas y sugerencias, porque usted no dejará que coarte esa independencia que es la cualidad más importante que puede tener un lector. […] Permitir que unas autoridades, por muy cubiertas de pieles sedosas y muy togadas que estén, entren en nuestras bibliotecas y dejar que nos digan cómo leer, qué leer, qué valor dar a lo que leemos es destruir el espíritu de libertad que se respira en esos santuarios. En cualquier otra parte nos pueden atar leyes y convenciones; ahí no tenemos ninguna”.

Los lectores comunes no deberíamos escuchar otra voz, por muy legitimada que se presente para dictarnos qué leer y de qué modo, que la propia. Es lo que nos dice Virginia Woolf. Los lectores comunes no deberíamos olvidar que no necesitamos muletas, como tantas veces nos quieren hacer creer, es más, que no teniendo ninguna tara que nos impida caminar, las muletas sólo pueden entorpecer nuestra marcha. Leer es un ejercicio de irrenunciable libertad, uno de los pocos que nos quedan. Así lo entendió Gustaw Herling, prisionero durante dos años en el Gulag. Entre los recuerdos de aquella experiencia que rescató en Un mundo aparte (Turpial y Amaranto, 2000), se encuentra uno relacionado con la biblioteca existente en el campo de prisioneros:

“Lo que se llamaba biblioteca sólo contenía un montón de ejemplares de Los fundamentos del leninismo, de Stalin, varias obras de propaganda comunista en idiomas extranjeros publicadas por la Imprenta del Estado, alguna colección de clásicos rusos, y varios centenares de folletos con los textos de discursos y deliberaciones de las sesiones del Soviet Supremo”.

Es decir, en lo que las autoridades llamaban biblioteca sólo se encontraban aquellos textos que la ortodoxia –carcelaria, como todas las ortodoxias- consideraba útil para la “reeducación” de sus presos. Herling desafió a sus guardianes y ejerció su libertad como lector en los pequeños resquicios por los que circulaba literatura clandestina. Así, en el relato que Dostoievski hizo en La casa de los muertos sobre sus años de reclusión en una prisión siberiana en la época de los zares, Herling encontró una descripción de su propia experiencia, una denuncia de sus mismos padecimientos, un grito de protesta contra aquellos que lo mantenían a él amordazado.

Tanto o más que con su lectura clandestina de Dostoievski, Herling desafió y burló el dogma del Gulag cuando tomó, de entre las lecturas allí permitidas, un libro de discursos de Dolores Ibárruri. En principio, fue sólo para justificar ante sus guardianes los ratos dedicados a lecturas prohibidas, hasta que encontró un mensaje de la Pasionaria que sintió destinado a él:

“Recuerdo que en el libro de esta última [Dolores Ibárruri] encontré y subrayé con lápiz una frase de los tiempos de la defensa de Madrid: ‘Es mejor morir de pie que vivir de rodillas’. Desde ese momento el libro se volvió muy popular en el campo, hasta que una comisión de inspección de la Nvkd de Vologda lo retiró de la circulación. Evidentemente, esas valientes palabras, que yo había escuchado por primera vez en una reunión del grupo comunista al que pertenecía cuando era estudiante en Polonia, tenían un sonido diferente en prisión y había que prohibirlas”.

¡Dolores Ibárruri, en el Index de libros prohibidos del Gulag! Sí, por obra de un heterodoxo que se atrevió a subvertir la lectura que le era dictada e impuesta. El ejemplo de Gustaw Herling nos recuerda a los lectores comunes que el único mandamiento sobre el correcto y debido modo de leer que es dado hacer y el único que debemos atender es el que proclama nuestra absoluta libertad. Leer es un ejercicio de libertad. La lectura, como la libertad, es el medio y el fin.

“[…] ¿quién lee –se preguntó Virginia Woolf- para conseguir un fin, por más deseable que sea? ¿No hay algunas actividades que practicamos porque son buenas en sí mismas, y algunos placeres que son inapelables? Algunas veces he soñado, al menos, que cuando llegue el día del Juicio Final y los grandes conquistadores y juristas y hombres de Estado vayan a recibir su recompensa –sus coronas, sus laureles, sus nombres esculpidos indeleblemente en mármol imperecedero–, el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y le dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo: ‘Mira, estos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Han amado la lectura’”.

Entre los que no precisarán recompensa se encontrará, sin lugar a dudas, Anne Fadiman, autora de Ex Libris. Confesiones de una lectora (Alba Editorial, 2000), una hermosísima declaración de amor a los libros en forma de varios ensayos llenos de un delicioso y chispeante sentido del humor que fueron publicados originariamente en la revista Civilization, por cierto, bajo el título genérico de The Common Reader. A mí no me parece que Anne Fadiman sea una lectora común. Ni ella, ni nadie que lea con absoluta y soberana libertad, por su cuenta y riesgo. Y los riesgos son patentes, como descubrió la reina Isabel II de Inglaterra que el acendrado sentido del humor británico de Alan Bennet inventó en la nouvelle titulada, por cierto, The Uncommon Reader (Una lectora nada común, Anagrama, 2008).