Cartafolio veneciano (XL)


No soy muy original en el juicio. A mí no me gusta, como a casi nadie, la iglesia del Redentore, de Andrea Palladio. Ahora mismo no recuerdo quién dijo que su arquitectura era ártica; me parece exacto. Quizás esa iglesia en otra ciudad nos causaría otra impresión. Pero la exactitud de sus líneas tiradas con escuadra y cartabón y sus perfectas simetrías la hacen intolerable, inadecuada e incomprensible para Venecia, que se complace y nos complace en la diagonal, en lo oblicuo, en la curva. Véanse sus puentes, todos stortos aunque no se llamen así; la planta de la Piazza de San Marco, que no es un rectángulo perfecto como podría parecer en un primer golpe de vista; el plano del callejero de la ciudad, absolutamente enmarañado; sus campaniles inclinados; los meandros que dibuja la “z” del Gran Canal; la madera delicadamente retorcida de la forcola de las góndolas, o la espiral de la escalera de caracol del Palazzo Contarini del Bovolo. Venecia es sinuosa y el temperamento de Palladio, rectilíneo. Definitivamente, Venecia no era una ciudad para Palladio.

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Ya de vuelta en casa, revisando el mapa de Venecia, descubro que desde el arco que se abre al final de Ramo Minelli y que se asoma al canal del Rio de Verona, donde pasé tanto tiempo espiando el paso de las góndolas, veía constantemente la parte trasera del Palazzo Contarini del Bovolo. Me parece increíble. Lo cotejo con otro mapa de Venecia para confirmarlo y lo confirmo. Las vueltas y revueltas que di desde aquel lugar para llegar al palacio me habrían hecho jurar que estaba muchísimo más lejos. Esta experiencia diferida del laberinto veneciano me dio la justa medida de la extraordinaria desorientación que puede provocar la ciudad.

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No es que la propaganda no advierta que se repite, es que sabe que sólo alcanzará el éxito a través de la redundancia. Por eso el Palacio Ducal redunda en la redundancia de la grandeza de la Serenísima República.

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La sucesión de ventanas bajo arcos de medio punto de las Procuratie Vecchie es un momento de enajenación del Renacimiento que, en su delirio, aspira al infinito. Quién podría imaginar ese rapto de maravillosa locura en él, siempre tan medido y cabal, tan equilibrado y cuerdo.


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