Cartafolio veneciano (XXXIX)


El tópico es cierto: Venecia tiene la luz y los colores que pintaron Tiziano, Tintoretto y Canaletto. Así lo advierte el visitante que, no por ir avisado, deja de sorprenderse. Su asombro es idéntico al de otro viajero que, en ese mismo momento, estará alcanzando la magnífica revelación de que los cielos velazqueños son los de Madrid. No sé por qué nos desconcierta el descubrimiento de que los pintores no necesitaron inventar el cromatismo de sus lienzos. Tal vez porque parecen ser descabalgados de su condición de dioses todopoderosos trabajando en la génesis del mundo. Qué extraña es nuestra fe en la capacidad creadora del hombre y nuestro escepticismo sobre la potencia germinal de la naturaleza.

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En Betanzos encontraba Álvaro Cunqueiro “algo que es violeta y oro y como un color que fuese solamente luz” y que siempre le recordó las tintas de los últimos grandes pintores de Venecia. Para el escritor constituía un placer contemplar “en septiembre y por la vendimia ese colorido de la gran escuela veneciana –esas lentas tardes del Veronés, carmesí y oro, que luego se hacen vino fresco y frutal, de tal modo coloreado que nos podemos beber al Veronés y al Tintoretto-”. En cierta ocasión, en uno de sus artículos periodísticos, Cunqueiro dijo que se entretenía buscando parecidos europeos a los paisajes gallegos “como quien busca tres pies al gato”, por motivos “de vaga imaginación y todavía más vaga literatura”. Yo creo más bien que esa necesidad que sintió de ver vivos los colores de la pintura veneciana, más todavía, de bebérselos y comulgar con ellos, era el desahogo que encontraba su inmensa nostalgia veneciana.

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Si sería un achaque grave la nostalgia de Cunqueiro, que hasta los caneiros le parecían una fiesta veneciana…

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No tengo el propósito de adelantar acontecimientos y, menos que ninguno, mi regreso de la ciudad de los canales, pero he de reconocer que mi saudade veneciana convertirá un catamarán en un vaporetto y los cañones del Sil en el Gran Canal.

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La historia bíblica de Susana y el juicio de Daniel es uno de los temas recurrentes de la pintura veneciana. Invariablemente, la escena elegida para evocar el relato es aquella en que los viejos, escondidos en el jardín, acechan con lujuria a Susana mientras se baña. Los turistas somos esos viejos voyeurs espiando el baño de la hermosa y joven Venecia.

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Venecia puso extremo cuidado en evitar que sus dogos se convirtiesen en príncipes y su República, en una monarquía hereditaria. Para entender hasta qué punto el dogo era antes una figura simbólica que un poder efectivo, basta contemplar cualquiera de los retratos de los sucesores de Orso Ipato. Pueden parecer figuras patricias o aristocráticas, porque lo eran, pero ninguna de ellas aparece investida por el menor signo de dignidad mayestática o regia.

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Ignoro por completo si los estudios de Doppler explicaron la percepción engañosa que tenemos en ocasiones, cuando creemos oír por la derecha un tren que, en realidad, se aproxima a nosotros por la izquierda, o a la inversa. En cualquier caso, en Venecia yo experimenté esa sensación. Me pareció que el tren que oía aproximarse por la derecha era el de Tintoretto y en aquel sentido yo vigilaba. Resultó que el tren se acercaba por la izquierda y, desprevenida como estaba, me arrolló. Era el tren de Bellini y Carpaccio, quienes literalmente me arrollaron con su exquisita sensibilidad.

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Es extraño que sea precisamente Venecia la que conserve el retrato que hizo Giorgone de la vejez de aquella mujer con la advertencia Col tempo.


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Paolo Veronese cumplió el encargo, pero no al gusto de sus clientes. La última cena que pintó para decorar el convento dominico de Santi Giovanni e Paolo fue considerado absolutamente inapropiado por la Inquisición. En el lienzo aparecían hombres vestidos según la moda alemana y que, además, parecían estar borrachos, bufones, un apóstol usando un escarbadientes y un personaje sangrando por la nariz. Se había tomado demasiadas licencias para representar un momento crucial del relato de los Evangelios y se le pidió que rectificara el cuadro. Pero el pintor no retocó ni uno solo de los detalles irreverentes que tanto habían disgustado a los celosos guardianes de la ortodoxia. Se limitó a cambiar el título del cuadro por el de Banquete en casa de Leví, que es con el que todavía hoy se expone en la Accademia. No cabe duda de que la solución de El Veronés –sacrificar el título para salvar el cuadro– fue muy ingeniosa, pero no nos es válida a los periodistas. Sabemos que nuestros lectores no siempre contemplan el cuadro pintado por la crónica, sino que acostumbran a quedar satisfechos con el titular. Siendo así, no nos queda más remedio que poner toda la intención en nuestros títulos y, después, defenderlos con uñas y dientes ante la Inquisición.

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Imposible discernir si la luminosidad que inunda el vestíbulo del Palazzo Venier dei Leoni es la luz de Venecia que entra por los ventanales que dan a la terraza o sale del lienzo En la playa (El baño) de Picasso. Quizás sean las dos luces sumadas y confundidas. En cualquier caso, no imagino lugar en el mundo más adecuado para que ese cuadro sea mostrado y admirado.

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En realidad, no cabe imaginar mejor marco que Venecia –bizantina, gótica y renacentista– para toda la colección de arte contemporáneo de Peggy Guggenheim. Venecia es el contexto clásico en el que esas obras de vanguardia de principios del siglo XX alcanzan otra dimensión de su belleza. De un modo similar, no cabe imaginar una banda sonora más perfecta para contemplar la Piazzetta de San Marco al anochecer que la música de jazz de Charlie Parker interpretada por la orquesta del Caffè Chiogga. Sólo se me ocurre comparar ambas experiencias con la del descubrimiento de la belleza inédita que adquiere la escultura romana expuesta junto a la maquinaria hidroeléctrica de la Centrale Montemartini en la capital italiana. La belleza no entiende las distinciones escolares de estilos y épocas. La belleza es siempre congruente con la belleza.

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