Cartafolio veneciano (XXVIII)


Los gondoleros resultan perfectamente creíbles porque asumen con absoluta seriedad su personaje. Pero si uno los espía con atenta dedicación descubrirá, en cierto momento, una fugaz sonrisa irónica, como la de unos actores que se rieran un poco de nuestra ingenuidad de espectadores crédulos y también de ellos mismos por haber llegado a olvidar que interpretan un papel. Del mismo modo, Venecia parece convencida de sí misma y nos convence. Embelesada ella y embelesados nosotros, de repente y sólo durante un instante, la ciudad se desdobla y esboza una sonrisa irónica. Es la sonrisa del ensueño que conserva el sentido de la realidad.

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La sonrisa franca y abierta de la estatua de Carlo Goldoni que ocupa el centro del Campo San Bartolomeo no es la sonrisa de Venecia, sino aquella otra, irónica e inteligente.

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En el último momento, cuando Venecia roza peligrosamente el engreimiento, recurre a una ironía descreída. Su belleza es mayor cuando advertimos que posee el sentido del humor y la inteligencia de no tomarse completamente en serio, ni a ella misma ni a nuestra devoción.

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El sentido del humor de Venecia, rápido y fugaz como un guiño, ha pasado, generalmente, inadvertido. No para Mary McCarthy que salpicó su Venecia observada con ejemplos del humor que hay en la Venecia improbable, inesperada e inverosímil, la que nos permite descubrir lo absurdos e insensatos que resultan los presupuestos de lo que llamamos sentido común en el contexto veneciano. Venecia, afirmó la escritora, es “un Liliput swiftiano”. Envidiable lucidez, la de McCarthy y la de Venecia.

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