Cartafolio veneciano (XXV)

La Casa Goldoni pasa por ser el único museo literario de Venecia. Creo más exacto y ajustado a la realidad señalar que toda la ciudad es un museo literario.

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Tiziano Scarpa se encuentra entre quienes afirman que si un día Venecia se hunde bajo las aguas del Adriático, lo hará aplastada por el peso de tanta literatura como ha tenido que soportar. Yo creo exactamente lo contrario. Puedo admitir que, en ciertos casos, esa literatura resulta insoportable, pero lo es para el gusto del lector, no para Venecia. Todas esas páginas no sólo no representan una carga para ella, sino que son los cimientos sobre los que se yergue orgullosa. En efecto, si los miles y miles de troncos que sostienen la ciudad, en lugar de pudrirse, se mineralizaron hasta adquirir consistencia pétrea, no fue por la adherencia de una capa de barro que los aisló del contacto del oxígeno, como comúnmente suele decirse. No, lo que ha fosilizado esos apoyos que, indestructibles, siempre la mantendrán en pie han sido todas las imágenes literarias que ella ha inspirado y seguirá inspirando.

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María Zambrano afirmó: “Una ciudad sin escritores queda vaciada de su esencia de ciudad, y aparece como un complejo aglomerado, como algo que puede cambiarse, transmutarse o desaparecer sin que su vacío se note”. Porque Venecia es una ciudad con escritores resulta inconcebible y, por inconcebible, imposible, su desaparición.

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El vacío de Venecia actuaría del mismo modo que lo hacen los agujeros negros, engullendo cualquier materia o energía situada en su campo gravitatorio. Para hacerse una idea de las dimensiones del vacío generado por la desaparición de Venecia sólo hay que recordar que en su campo gravitatorio se encuentran el hombre y su idea de la belleza.

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María Zambrano llamó la atención sobre el carácter laberíntico de muchas ciudades del Mediterráneo: “Son, sin duda alguna, reflejo o improntas de una antigua y viejísima categoría de ciudad mítica, del laberinto de Creta”. Estas palabras parecen escritas a propósito para Venecia que, no en vano, conservó durante siglos la posesión colonial de la isla. Quizás fuese tanto para recordar el laberinto minoico primordial como para declararse sucesora de la brillante civilización que alumbró la talasocracia cretense.

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Hablando de otras ciudades o de la ciudad en abstracto, María Zambrano siempre parece estar refiriéndose a Venecia. Da la impresión de que no habría opuesto reparo alguno a suscribir las palabras que Italo Calvino hizo pronunciar a Marco Polo en Las ciudades invisibles: “Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia. […] Para distinguir las cualidades de las otras he de partir de una primera ciudad que permanece implícita. Para mí es Venecia”.

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Conocemos demasiado bien y demasiado mal nuestras ciudades implícitas para atrevernos a escribir sobre ellas. Sólo nos lo permitimos con otras ciudades, donde la ignorancia encuentra misterios y la vaga familiaridad, deslumbramiento, donde el amor no ha tenido tiempo para los reproches. Quizás no haya otra forma que la indirecta y vicaria de ver y describir las ciudades implícitas. No sé si este es el caso, si no hago más que escribir sobre Lugo y Madrid. Pudiera ser.

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La ciudad implícita es la que nos ha enseñado qué es una ciudad. Es una categoría a través de la cual nos es posible observar, comprender, soñar y amar otras ciudades; es una categoría que no se afirma categóricamente.

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Dicen que Venecia es un tema agotado. Si eso fuese cierto, significaría que también están agotados otros temas: la memoria y el deseo, el deseo y los sueños, los sueños y el amor. Pero la ciudad y la memoria y el deseo y los sueños y el amor son los temas de nuestras vidas.

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Marcel Proust advirtió: “La Belleza no fue concebida por Ruskin como un objeto de goce, sino como una realidad más importante que la vida”. Hay que hacer caso al aviso y tener mucho cuidado con Ruskin.

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Nada de Ruskin, mi Baedeker fue la Venecia venérea de Claudio Rodríguez Fer.

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Venecia era una ciudad leída y releída: Henri de Régnier, Philippe Sollers, Jean-Paul Sartre, Paul Morand, Henry James, Jan Morris, Mary McCarthy, Joseph Brodsky, Predrag Matvejevic, Tiziano Scarpa, Diego Valeri, John Julius Norwich, Josep Pla, Corpus Barga, Javier Marías, Víctor Gómez Pin, Mauricio Wiesenthal, Félix de Azúa, Silvia Ugidos, Martín López-Vega... Pero Venecia exige, como ninguna otra ciudad que conozca, la propia experiencia.

Cartafolio veneciano (XXIV)

En las librerías venecianas tienen una presencia destacadísima los libros de Manuel Vázquez Montalbán protagonizados por Pepe Carvalho. Seguramente es debido a la curiosidad que siente toda Italia por el inspirador de comisario Salvo Montalbano de Andrea Camilleri, pero, aún así, me parece una suerte de reparación al injusto olvido al que ha sido relegado aquí el detective gastrónomo y quemalibros, el espectador escéptico de los episodios nacionales que tuvieron lugar durante la transición del franquismo a la democracia.

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No me atrevo a aventurar una explicación de por qué es más fácil encontrar en las librerías venecianas las novelas del detective Pepe Carvalho que las del comisario Guido Brunetti. ¿Será que en la justa literaria triunfa Manuel Vázquez Montalbán o que los venecianos no se creen la Venecia de Donna Leon? Se me escapa si los escaparates de las librerías venecianas expresan un juicio literario o extraliterario.

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Pues ni una cosa, ni otra. Sencillamente Venecia no tiene un juicio sobre las novelas de Donna Leon. Acabo de leer en el periódico una entrevista a la escritora, de paso estos días por Santander. En ella encuentro la explicación a la ausencia de Guido Brunetti en su propia ciudad. Es realmente singular y admito que jamás, ni en mis más retorcidas elucubraciones, se me habría ocurrido: la novelista se niega rotundamente a que traduzcan al italiano sus libros. Dice preservar de este modo su anonimato en Venecia, donde reside, que la ciudad es demasiado pequeña para que la fama que le acarrearía la edición italiana de sus obras no terminase por trastornar su vida. Es portentoso el esnobismo aristocrático de que son capaces los populares autores de best-sellers. Claro que, bien mirado, en la República de las Letras, son los únicos que se lo pueden permitir; el esnobismo y renunciar a los ingresos que reportaría la venta de los derechos de sus novelas.

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Resulta incomprensible cómo el periodista dejó escapar viva a Donna Leon sin acribillarla a preguntas, por ejemplo: ¿Es Guido Brunetti un vero veneziano? ¿Basta que el comisario presuma de ser un buen conocedor de la ciudad si la ciudad no lo conoce a él? ¿Negándose a la traducción, Donna Leon se protege sólo a sí misma o también a su comisario del examen de los venecianos? ¿No considera que ellos serían sus lectores más competentes? ¿Acaso teme someter al juicio de Venecia la ciudad que describe en sus novelas? ¿Cómo es posible que no corroa a la escritora la curiosidad por saber cuál sería el veredicto de Venecia?

Cartafolio veneciano (XXIII)

Salvar Venecia es salvar al futuro de la incredulidad, de la sospecha de que la ciudad no fue más que una quimera, una utopía, un espejismo o una alucinación colectiva de los hombres del pasado.

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El periódico de hoy trae las conclusiones de un estudio realizado por el Instituto de Ciencias Marinas de Venecia: en menos de un siglo, los diques móviles proyectados por el plan Moisés serán insuficientes para contener las acometidas del Adriático. Antes que editorializar sobre la necesidad de combatir el cambio climático que está provocando la subida del nivel de los mares, que es a lo que apuntan los científicos, el periodismo –con la necrofilia que le es propia y sin que la pluma se le conmueva– prefiere titular dando por segura la muerte de Venecia en 2100. Los modernos profetas del apocalipsis tienen la misma querencia que los antiguos por poner fecha al fin del mundo en titulares tremebundos.

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Paul Morand: “Venecia se está ahogando. ¿Será quizá lo más hermoso que le pueda ocurrir?”. No hay manera de disculpar a Morand, ni aun teniendo en cuenta los signos de interrogación.

Cartafolio veneciano (XXII)


Cuentan que, de tanto en tanto, cuando un invierno se presenta especialmente crudo, la laguna se hiela presentando una estampa de una rareza más que inverosímil, imposible, en una ciudad ya de por sí absolutamente singular. Así hemos de admitirlo, si damos crédito a los testimonios escritos y también a algunos cuadros. Por ejemplo, uno que se conserva en Ca’ Rezzonico y que muestra la superficie helada de la laguna animada por juegos infantiles y el paso de transeúntes. El lienzo, fechado en 1788 y obra del taller de Francesco Battaglioli, se titula, precisamente, La laguna ghiacciata. Su autor, consciente de lo insólita que resultaría la escena a sus futuros espectadores, tuvo la precaución de añadir una leyenda subrayando que aquella era una vera imagen. Son extraordinarias las dificultades que Venecia ofrece a los costumbristas que, a poco que se descuiden, ven sus obras tomadas por ejemplos de desenfrenado realismo mágico. En tales circunstancias, ciertamente, todas las precauciones son pocas.

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Venecia, ciudad inverosímil, parece retar a la razón. Pero hay que dominar la tentación racionalista para entender y gozar de la ciudad.

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La incredulidad que provoca Venecia es la reacción de la razón. Es el sentimiento el primero en dar crédito a la ciudad y el que, por tanto, posee el hilo de Ariadna que ha de guiar a la razón por el intrincado laberinto veneciano.

Cartafolio veneciano (XXI)


A finales del siglo XV el impresor Aldo Manuzio el Viejo se instaló en Venecia para cumplir su sueño de editar textos clásicos de Aristóteles, Platón, Horacio, Ovidio o Virgilio, además de grandes poetas italianos, como Dante y Petrarca, en cuidadas y elegantes ediciones en octavo, hoy diríamos ediciones de bolsillo, mucho más manejables que los mamotretos salidos de las imprentas hasta entonces. Para aprovechar el espacio de la página, las letras adoptaban un hermoso carácter inclinado, diseñado por Francesco Griffo, que se llamó itálico o aldino. También con la intención de abaratar el coste final, decidió hacer tiradas de mil ejemplares de cada uno de los libros editados bajo el sello distintivo del ancla y el delfín. Comenzaba así la lenta democratización del libro. Me parece una injusticia desmesurada que uno de los lugares más gloriosos de Venecia, aquel al que Manuzio el Joven trasladó la Academia Aldina fundada por su padre, esté hoy ocupado por uno de los edificios considerados unánimemente más feos de la ciudad, el de la Cassa di Risparmio, en Campo Manin. Sólo una placa en el lateral del edificio que da a Rio Terrà S. Paternian recuerda la relevante historia del escenario. Allí mismo rendí pleitesía a los príncipes del arte de la impresión.

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Sería muy fácil discursear sobre el hecho de que en el lugar de la Academia Aldina, corazón del humanismo renacentista, se levante hoy la sede de un banco. No creo que merezca la pena entristecer el ánimo ni gastar fuerzas en decir lo evidente.

Cartafolio veneciano (XX)


El tráfico comercial y el tráfico informativo siempre han compartido sus rutas. Siendo así y siendo Venecia el enclave en el que se cruzaron las más importantes rutas comerciales entre Oriente y Occidente, bien puede afirmarse que, durante siglos, no hubo mejor lugar que Rialto para estar al tanto de lo que sucedía en el mundo. No por casualidad Shylock preguntaba, en El mercader de Venecia, por las noticias de Rialto. Los barcos que llegaban lo hacían cargados de mercancías y también de noticias. Estas no dejaban de ser una mercancía más y, como tales, eran puestas a la venta allí mismo. Pronto se establecieron impresores que editaban papeles con ese material informativo. Al parecer, un aviso veneciano de 1563 fue el primero en llevar por título Gazzetta, que era el nombre de la moneda de plata que costaban aquellas hojas. La denominación iba a tener éxito internacional y pasaría a designar en toda Europa las publicaciones noticiosas de periodicidad semanal. Esta gacetillera visitó Rialto con la misma reverencia con la que los peregrinos acuden a los lugares santos que contemplaron las obras y milagros de los profetas.

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La gacetillera, que imagina las objeciones que merecerá lo que acaba de escribir, ha de añadir que no ignora que nada santifica los orígenes de la profesión. En Rialto, las noticias ciertas se mezclaban indiscriminadamente con los rumores, los embustes intencionados y las fabulaciones más rocambolescas. Así es que en este lugar no tendría ningún sentido la inscripción que, en el pavimento de la basílica de Santa Maria della Salute, reza: “unde origo, inde salus”. En el origen no encontrará el periodismo la salvación. Pero una cosa es que lamentemos no descender de una estirpe intachable y otra muy distinta, abjurar de ella o negarse a honrar a los padres. Así es que no me desdigo: con reverencial devoción peregriné a Rialto.

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Gacetillero. Dícese del que vende patrañas folletinescas y su alma al diablo por una gazzetta en los mercados de Rialto, donde otros se ocupan en negocios igualmente corruptos, pero mucho más lucrativos.

Cartafolio veneciano (XIX)


No recuerdo dónde leí que había en Venecia una Calle del Cafetier. Debe su nombre al hecho de que, en algún momento impreciso del pasado, en ella tuvo establecimiento un tostadero de café. No me hizo falta buscarla. La encontré recién llegada a la ciudad, cuando todavía arrastraba mi maleta camino del hotel. Por ella habría de pasar a diario. Por si cabe la duda de que el plan de hospedarme tan cerca de aquel lugar fue urdido por los duendes del café, añadiré que, además, el hotel estaba casi puerta con puerta con el Palazzo Minelli en el que se alojó una conspicua cafeinómana, George Sand. La escritora debía medir las dosis de infusión que bebía no por tazas, sino por hectolitros, a la vista de la fabulosa fortuna que gastó en café durante su estancia veneciana y que precisó en una anotación: veinticinco mil francos. Realmente imbatible.

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La singularidad de la Calle del Cafetier era una descomunal mentira. Cuando en uno de mis paseos encontré otra del mismo nombre, me hizo gracia. Con la segunda, me mosqueé. Y la tercera me decidió a entrar en una librería para comprobar en el Calli, Campielli e Canali si la enumeración era infinita. Según la fuente consultada, en Venecia hay cuatro calles Cafetier, dos Corti, un Sottopòrtego y un Ramo del mismo nombre.

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Estaba convencida de que la toponimia cafetera de Venecia ya no guardaba secretos para mí, cuando Giuseppe Tassini me proporcionó una magnífica revelación: antiguamente los venecianos llamaron botteghe da acque a los cafés. De manera que la Calle y el Sottopòrtego delle Acque recuerdan en su nombre haber acogido los locales que en el siglo XVIII y, según dice una guía de la época, servían “le migliori cioccolate, caffè, acque gelate e rinfrescative, ed altre simili bevande”. Además, otros pasajes de la ciudad, como la Corte de Ancillotto, fueron bautizados con el nombre del propietario de un antiguo café. Paseando por las páginas del libro de Tassini, me llega desde todos los rincones el olor amargo del café que era para Simone de Beauvoir, junto a la fragancia dulce de la canela, el aroma de Venecia.

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Dicen que hay más de tres mil callejuelas en Venecia. Pero no cabe atribuir a la fatiga de la imaginación que ciertos nombres –Cafetier, Paradiso o Forno, entre otros– se repitan en tantas ocasiones. Que uno de los barrios bautizase una calle con un nombre no cancelaba la posibilidad de que fuese empleado, de nuevo y con absoluta legitimidad, en otra zona de la ciudad. Estos duplicados, triplicados, cuadriplicados, quintuplicados o sextuplicados son el recordatorio de que Venecia se constituyó como una federación de repúblicas que hoy se hacen llamar sestieri.

Cartafolio veneciano (XVIII)


Sabía ya de antemano que el cuadro de Alessandro Milesi Al caffè, también conocido como Notissie Nove o La lectura del giornale no se encuentra en Venecia. No obstante y por razones obvias, el retrato de esa mujer que sujeta con una mano una taza de café y que tiene en su regazo un ejemplar del Gazzettino di Venezia y, a su espalda, una veduta de la ciudad estuvo muy presente en mi memoria. Rindiéndome al impulso carnavalesco del seudónimo y componiendo mi disfraz con un expresso y un Gazzettino, me hice fotografiar en los cafés venecianos.

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Como Josep Pla, “ir paseando por Venecia, con el sabor del café que habéis tomado en el paladar y la memoria llena del sueño presente”. De todos los cafés, el caffè alla veneziana que me sirvieron en una terraza de Campo Santo Stefano fue el que se conservó durante más tiempo vivo en el paladar. Y entre todos los paseos, el que di con ese gusto resonando en la boca es el sueño pretérito que mejor perdura en mi memoria.

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Incluso a los venecianos les pareció desmesurado el nombre de Alla Venezia Trionfante para un café, así que lo rebautizaron Florian, apócope del nombre de su propietario, Floreano Francesconi. El orgullo inflado por los triunfos de la República no les nublaba la razón hasta el extremo de no advertir que aquella pompa y grandilocuencia atentaba contra el espíritu espontáneo y democrático de la institución del café. Lo tenían claro: primero cafeinómanos, después venecianos.

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Cada una de las salas del Florian es una cajita. Su interior ha sido forrado con papeles primorosos y guarda mesas liliputienses. Tomar allí un café es como hacerlo en una de las habitaciones de una casa de muñecas.

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No es el café (más el suplemento correspondiente por la música de la orquesta) lo que pagan los clientes del Florian, sino la entrada a un museo que da derecho a sentarse a una de sus mesas en compañía de Goethe, Byron, Henry James y el tutti quisqui del otro Libro de Oro de la Serenísima República, en el que están inscritos los nombres de la nobleza literaria de los últimos siglos. Me preguntan por el precio del café en el Florian. A nadie se le ocurre interesarse por el de la entrada en las Gallerie dell’Accademia.

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Uno no va al Florian a tomar café, sino a encontrarse con los fantasmas de los escritores que lo frecuentaron. Como resultó que los fantasmas habían tenido la descortesía de largarse de vacaciones, me entretuve imaginando desencuentros venecianos, un poco a la manera de aquel entre Kafka y Proust, oficiado por el camarero de un café, que inventó Nuria Amat en Viajar es muy difícil.

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Empieza a llover en la Piazza y la orquesta del Florian interrumpe abruptamente la pieza que estaba tocando para interpretar ‘O sole mio. Es probable que la fórmula haya demostrado su efectividad en otras situaciones de emergencia. Pero lo que es hoy la música no consigue conjurar el diluvio universal.

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Miguelanxo Prado incluyó en Papeles dispersos un retrato que le hizo al violinista del Florian mientras continuaba tocando en la terraza que la lluvia reciente había dejado desierta. Yo creo que se ha puesto a diluviar simplemente para que compruebe que es cierta la absoluta imperturbabilidad de los músicos del café, dibujada por Prado, ante las circunstancias más adversas.

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La lluvia cae con tal intensidad que forma una espesa cortina blanca que hace imposible distinguir, desde el interior del café, las Procuratie Vecchie. El diluvio ha convertido el Florian en un submarino y por la escotilla se ven peces surrealistas que huyen del agua.

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Cinco minutos más de tormenta era todo lo que necesitaba la Piazza para convertirse en una piscina y Byron para animarse a salir del Florian nadando.

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En el submarino del Florian viajé a las profundidades abismáticas del subconsciente de Venecia.

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El submarino del Florian es, sin lugar a dudas, incomparablemente más fantástico que aquel que colocó un artista de la Bienale en el Gran Canal, frente al Palazzo Grassi, quizás admirado por su osada genialidad y sin advertir que, además de osadía, hace falta un talento descomunal para competir con la genialidad de Venecia.

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Desde lo alto del Campanile de San Marcos se corrobora la impresión sobre la que quizás cabía alguna duda a ras de suelo: la alineación matemática y perfecta con la que están dispuestas las mesas y las sillas de las terrazas de los cafés Florian, Quadri y Lavena. Ni por un milímetro, fuera de su sitio. Como si las hubiera colocado el mismísimo Palladio.

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En la Piazza de San Marco se libra a diario una guerra. Es la que enfrenta, de una parte, a la orquesta del Florian, y de otra, a las del Quadri y el Lavena. Estos dos últimos cafés, por estar tan próximos, se han visto obligados a llegar a una entente cordiale. Así, cuando una orquesta ameniza a sus clientes, la otra descansa. Respetan escrupulosamente este turno pacífico, del que han excluido o se ha excluido el Florian. De manera que mientras el Quadri se lanza al ataque con My way, el Florian se defiende con If I were a rich man; cuando el Florian reanuda las hostilidades con un tango, el Lavena ya ha afilado sus violines y envía un vals a la contraofensiva. En el medio de la Piazza, el fragor de la batalla es una sinfonía dodecafónica con lejanas reminiscencias de Henry Manzini, Carlos Gardel, Richard Strauss, Frank Sinatra, Lucho Gatica, Barbara Streisand y Tchaikovsky.

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Durante la ocupación austriaca, las bandas militares ofrecían con frecuencia conciertos en la Piazza de San Marco. Sus interpretaciones eran, al parecer, magníficas. Además, en un gesto que pretendía ganarse la simpatía de los venecianos, acostumbraban a elegir temas pertenecientes a óperas italianas. Era en vano, porque en cuanto la música comenzaba a sonar los italianissimi se exiliaban en los soportales de las Procuratie. Sólo retomaban el paseo por la Piazza cuando el concierto había concluido y quedaba despejado el peligro de ser tomados por colaboracionistas musicales o, lo que venía a ser lo mismo, detestados austricanti. Las fronteras territoriales que traza el sentimiento patriótico siempre son así: curiosas y arbitrarias, por no decir ridículas.

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Será por hacer honor a la sobada comparación de la Piazza con un fastuoso salón de baile que las orquestas de los cafés no descansan nunca. Y es por cooperar al acabado perfecto de la metáfora que me pongo a bailar. Mientras giro y giro y giro al compás de un vals vienés, me pregunto si todos, los músicos, el público y los bailarines, advertimos que nos hemos convertido en aplaudidos austriacanti.

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El Caffè al Ponte del Lovo fue el café de Carlo Goldoni, el que citó en Le Massere y el que seguramente inspiró otra de sus obras, La bottega del caffè. Hoy sólo parece un acogedor espacio doméstico y así debió de serlo siempre. Pero, además, el local fue el privilegiado patio de butacas desde el que Goldoni asistió a las representaciones de la sociedad de su época. Allí pudo contemplar y estudiar los tipos, diálogos y escenas de la vida cotidiana que luego trasladó a los textos con los que lideró su rebelión contra la commedia dell’arte. Cafés como éste siempre parecen preguntarse, con nostalgia de su pasado glorioso, en qué momento y por qué motivos dejaron de ser una reproducción a escala de la vida de su tiempo y, por lo tanto, talleres de escritura.

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El Harry’s Bar está perfectamente sellado al exterior y hasta enrejado. No sé si en Venecia a alguien le apetece enclaustrarse, aunque sea en compañía de Ernest Hemingway, Orson Welles y Truman Capote.

Cartafolio veneciano (XVII)


Para Claudio Rodríguez Fer, Venecia es Venus:

“Como Venus, Venecia naceu do mar. Quizais por iso ambas, Venus e Venecia, representan a Beleza: a beleza da muller convertida en deusa pola mitoloxía clásica, a beleza da urbe convertida en canon do fermoso pola literatura e polas artes. Acaso ningunha deusa foi máis exaltada que Venus e ninguna cidade foi máis admirada que Venecia. Porque o corpo de Venus é tanto unha Venecia como a cidade de Venecia un recinto venéreo: por algo se conserva no museo do pazo gótico florido Ca’ d’Oro unha solitaria ‘Venus ante o espello’ atribuída a Tiziano”.

Y si el artista olvida poner a disposición de Venus un espejo, ella lo termina encontrando, como la Venus itálica de Canova que se exhibe en una de las salas del Museo Civico Correr. Es una falsa Venus púdica: parece querer tapar su pubis con un paño y pierde todo su fingido recato al mostrar su espalda y su culo en la imagen que refleja un espejo. Se diría que incluso sabe bien que el azogue desgastado la embellece todavía más.

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De tanto mirar y remirar su propio reflejo, Venecia llegó a creer que los espejos únicamente podían devolver su imagen. Enamorada de ella, como Narciso, no podía permitir de ningún modo que le fuese hurtada. Por eso Venecia puso todo su empeño en guardar el secreto de la fabricación de espejos que en Europa y durante mucho tiempo sólo poseyeron los artesanos del vidrio de Murano.

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No son siete los pecados capitales representados en la decoración de una de las columnas del Palacio Ducal, sino ocho. Venecia añadió la vanidad, representada por una figura que se contempla en un espejo. Ella sabrá porqué, yo creo que también.

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Es indudable que el principal espejismo de Venecia es el agua. Pero no es menos cierto que él no basta para satisfacer el narcisismo de la ciudad, que siente la necesidad constante de buscar o inventar otros espejos. Por ejemplo, al caer la noche, la fachada de la Basílica de San Marcos se refleja en un escaparate del extremo opuesto de la Piazza, en la Fabbrica Nuova. El paseante, que creía haber dado la espalda al templo, se descubre avanzando hacia él. Por eso no tiene ninguna dificultad en disculpar la vanidad narcisista de Venecia, es más, la celebra con entusiasmo puesto que a ella debe tan fantásticos regalos.

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En los laterales del palco real del teatro de La Fenice los espejos han sido dispuestos de tal forma que crean el efecto túnel. Esa vertiginosa sensación de multiplicación hasta el infinito es la que Venecia causa una y otra vez.

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Venecia y la pintura, Venecia y la literatura, Venecia y la música, Venecia y el cine, Venecia y la fotografía. Venecia mirándose en todos los espejos hasta que la imagen especular deja de ser reverberación o reflejo para convertirse en la ciudad misma.

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La Scuola Grande di San Rocco pone a disposición de los visitantes espejos para que puedan apreciar con mayor comodidad las pinturas de Tintoretto que decoran el techo. Si el espectador mueve con cierta brusquedad el espejo mientras localiza la escena que desea contemplar, tendrá la alucinación psicodélica de los tintorettos en movimiento, envolviéndolo, persiguiéndolo, trabándolo, sometiéndolo, sojuzgándolo, subyugándolo. Se diría que el espejo pretende ayudar a las intenciones de Tintoretto en San Rocco, como si eso fuese necesario.

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Parece más que pertinente la sospecha de que las fórmulas del spritz al aperol y el bellini se obtuvieron con el único propósito de conseguir dos de los colores de Venecia. Especialmente evidente resulta en el caso del bellini, al que delata su nombre y nuestra boca, donde nunca se terminan de mezclar los sabores del prosecco y el zumo de melocotón, tal y como reclamaría un cóctel realmente serio.

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Los techos de madera que cubren las iglesias de San Giacomo dall’Orio, San Stefano y San Polo son espejos que reflejan la imagen invertida de la carena de un barco veneciano.

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A los cristales que, sujetos por molduras doradas según el gusto bizantino, cubren las pinturas que decoran las paredes del café Florian les ha sido encomendado el trabajo de protegerlas. Pero su verdadera vocación es la de espejos deslumbrados por las luces venecianas.

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El nombre de Venezia es el espejo literal en el que se mira la "z" del Gran Canal.

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El traghetto cruza de una a otra orilla sorteando lanchas y vaporetti, zigzagueando con profusión de zetas que son el reflejo acuático del cauce del Gran Canal.

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En los espejos venecianos vi reflejada mi propia imagen, sin comprender que me acusaban del mismo narcisismo que me tiene aquí escribiéndome en Venecia.

Cartafolio veneciano (XVI)

Cuando los turistas rescatan del olvido a los insectos es casi siempre para maldecirlos por su saña aguijoneadora. No sucede así en Venecia, que invita a afectar el vuelo de una libélula para validar la tarjeta de transporte antes de viajar en vaporetto.


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En la noche anterior a la festividad del Redentore, el gran espectáculo no lo constituyen los fuegos de artificio, absolutamente modestos en comparación con el derroche de pólvora que acostumbra aquí hasta el más pequeño pueblo, sino el regreso de las embarcaciones que por millares se han concentrado en el Bacino San Marco para contemplar la pirotecnia. Cuando todavía no se ha disipado la densa nube de humo de los fuegos, remontan el Gran Canal con sus farolillos encendidos, componiendo una maravillosa procesión de luciérnagas blancas, verdes y rojas. Resulta indignante que la policía desaloje, expeditivamente y de muy malas maneras, el puente de la Accademia, impidiéndonos disfrutar de esa estampa única y hermosísima. No tengo vocación de chivata, pero considero más que justificada la denuncia contra la insensibilidad policial que deslicé en una bocca di leone.

Cartafolio veneciano (XV)


No es que tenga especial devoción por Pietro Longhi, pero deseaba ver su cuadro L’elefante. Las reproducciones me recuerdan a dos elefantes posteriores: el del Goya, Disparate de bestia (Disparate nº 21), y el de Eugenio F. Granell, en una de las serigrafías incluidas en Rastros de vida e poesía. Preparando el viaje a Venecia, me decepciono al descubrir que el cuadro de Longhi no se conserva en la ciudad, sino en Vicenza. Durante mi viaje, me decepciono al comprobar que no puedo consolarme siquiera con otro ejemplar de fauna exótica debido a Longhi, La mostra del rinoceronte, que Ca’ Rezzonico tenía en préstamo.

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Al final, Venecia decide compensar mi pequeña decepción y me regala un elefante. Es el que se arrima a la base de una de las columnas que flanquean la puerta de entrada de la Scuola Grande di San Rocco. Pequeño, está muy lejos de poseer la envergadura que le permita sujetar la columna, como hace con un obelisco egipcio el elefante de Gian Lorenzo Bernini que se encuentra en Roma, junto al Panteón y la iglesia de Santa Maria sopra Minerva. Me pregunto si este elefante veneciano no sería el capricho de un escultor que añoraba a algún otro.

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Stendhal me da noticia, noticia que también participó en su día a Byron, de un escritor que le fascinaba. Se trata de Pietro Buratti, autor de Elefanteide. Storia verissima dell’elefante. Me falta tiempo para salir disparada a hacer algunas averiguaciones sobre la obra. El resultado de las pesquisas indica Buratti se inspiró en un hecho real, la peripecia de un elefante que había sido traído a la ciudad y era exhibido en la Riva degli Schiavoni a la incredulidad de los venecianos. Al llegar la noche, el animal decidió recuperar la libertad y darse un paseo que le llevó al interior de la iglesia Sant’Antonino en el sestiere de Castello. Allí fue apresado por los alabarderos de la República que lo perseguían. Las autoridades ordenaron matar al elefante, por rebelde y sacrílego. Buratti situó este episodio en el Carvanal de Venecia de 1819 y lo narró en un centenar de octavas de versos endecasílabos en lengua veneciana. En su poema, el elefante es presentado como una criatura de formidable potencia sexual e inteligencia, desde luego muy superior a los funcionarios estatales que decretaron su muerte. Es difícil saber si Buratti, cuando escribió con su habitual genio satírico la Elefantiada, era consciente de que la obra iba a ser censurada y él mismo arrestado. Pietro Buratti se convertía así en uno de esos insumisos que los poderes y el estado nunca toleran, una estirpe simbolizada en su obra por el elefante.

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Mejor que un elefante entrando en una cacharrería, un elefante entrando en Sant’Antonino.

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San Marcos y el león alado fueron los símbolos en los que afirmó su independencia la Serenísima República con respecto al papado de Roma. El elefante de Pietro Buratti puede ser considerado un símbolo de la insumisión contra el estado veneciano. El león declara su rebeldía civil frente a la teocracia. El elefante proclama su rebeldía individualista frente a la plutocracia y mesocracia de todos los estados. ¡Qué magnífica pareja!

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Encuentro en una librería de lance de Rio terrà dei Assassini un libro de fotografías del Novecento pertenecientes al archivo del Gazzetino de Venezia. En él se incluye una imagen de 1907 que, según informa el pie, muestra a la elefanta Gelsomina encaramada a un barril frente al estudio fotográfico Ferretto en la Piazza Bressa de Treviso. Está rodeada por un grupo de hombres, todos con bombín y muchos bigotes, que prestan más atención al fotógrafo que al animal. No puedo evitar el deseo de que Gelsomina, imitando al elefante de Buratti, salga huyendo de la escena para recuperar su dignidad de animal salvaje y recordar a los hombres su doméstica mansedumbre.

Cartafolio veneciano (XIV)


En la Piazza de San Marco unos carteles avisan de la prohibición de dar de comer a las palomas. El ave que en ellos aparece tiene plumas que parecen púas, la cresta enorme y tiesa de un gallo de pelea, el caparazón de una tortuga, un cabeza que es todo pico y por patas, los afilados dientes de un serrucho. Si este ejemplar del bestiario veneciano fue diseñado, como parece evidente, para resultar amenazador, constituye un rotundo fracaso. Porque el caso es que no intimida a nadie y, desde luego, no disuade a los visitantes de alimentar a las palomas. De lo que cabe deducir que la caricatura sólo tiene éxito si es capaz de evocar un referente ideal que el espectador guarda en su memoria; cuando eso sucede, estará dispuesto no sólo a admitir la distorsión caricaturesca, sino a contemplarla como el más eficaz retrato. La caricatura tiene mucho más difícil el éxito cuando su modelo real anda demasiado cerca, permitiendo la confrontación de la representación con lo representado. Nadie reconoce en el engendro de los carteles a estas palomas que revolotean alborotadas, pero pacíficas, alrededor de un niño que les da de comer en San Marcos.

Cartafolio veneciano (XIII)


La evocación de los caballos venecianos y, en particular, de la estatua ecuestre del condottiero Bartolomeo Colleoni, obra de Andrea Verrocchio, trajo a la memoria de Juan Rof Carballo el recuerdo de la lectura infantil de un artículo de Corpus Barga sobre la fauna equina madrileña. Quién sabe si el texto sería uno de los recogidos en Paseos por Madrid, aquel en el que protestaba por toda aquella “caballería aérea para cocearnos la mirada” con la que los arquitectos estaban rematando los edificios de la Gran Vía y Alcalá. O tal vez fuese aquel otro en el que juzgaba la estatua ecuestre de Felipe IV, obra de Pietro Tacca, en la Plaza de Oriente, como la mejor de Madrid y de cualquier otra ciudad del mundo, más genial incluso que la del Colleone. Rof Carballo me lleva de Venecia a Madrid y Corpus Barga, de Madrid a Venecia. Me fascina descubrir dos artículos que riman, tanto como cabalgar por los corredores que abren entre las dos ciudades.

[Imagen: Rimozione del monumento equestre di Bartolomeo Colleoni; Venezia; 1915-1918. Foto Archivio Storico Trevigiano–Treviso].

Cartafolio veneciano (XII)

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“Pienso –escribió Juan Rof Carballo sobre los gatos venecianos– que son dogos desdichados o crueles, pecadores y rapaces, a los que se les ha concedido a la vez la merced y el castigo de continuar habitando la ciudad portentosa”. Para el lucense, los gatos componían una misteriosa Santa Compaña en procesión desde la Piazzetta a Santa Maria dei Frari y esa imagen tal vez es la más hermosa de todas cuantas he leído a propósito de los felinos. Pero todas ellas no son más que evocaciones literarias de un pasado que ya es historia. Sea porque los dogos han ganado el cielo después de su purgatorio gatuno o, más prosaicamente, porque los animales fueron exterminados sin piedad por las autoridades locales, lo cierto es que no queda ni rastro de la población felina que antaño fue tan numerosa. Yo, desde luego, no puedo decir haber visto ni un solo gato deambulando por las calles y esa debe de ser una de las mudanzas más radicales del paisaje urbano veneciano de los últimos siglos.
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El único gato veneciano que recuerdo haber visto es el que sujeta un niño en el lienzo L’ultima Cena, de Tintoretto, que cuelga en la sacristía de la iglesia de Santo Stefano. Sin embargo, sería larga la enumeración de los perros que aparecen en la pintura veneciana. Desde luego, encabezando la lista estarían los de Vittore Carpaccio, que unas veces son una presencia importante en el cuadro (Visione di Sant’Agostino) y otras, un detalle casi inadvertido a bordo de una góndola (Miracolo della Reliquia della Croce). Carpaccio siempre les buscaba un sitio, aunque fuese ciertamente incómodo, como el que le concedió al perro, literalmente acogotado por una espada, en el retrato de un caballero que se muestra en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. En la pareja, reñida hasta la disyuntiva, de perros y gatos, Carpaccio y los pintores venecianos siempre declararon su indiscutible preferencia por los canes.

Cartafolio veneciano (XI)


En Venecia se ha contado el número de puentes y de canales, pero nadie podrá nunca jamás contar el número de leones, el animal que identifica a la Serenísima República desde que adoptó a San Marcos como patrón. Sólo en la Porta della Carta del Palacio Ducal hay setenta y cinco leones, según la contabilidad con la que se entretuvo Edward Verrall Lucas. Por su parte, Jan Morris elaboró una tipología, que no será completa, porque ninguna lo podría ser, pero que sí permite hacerse una idea de la infinita pluralidad. Me parece fabulosa y no me resisto a reproducirla:

“La ciudad rebosa de leones, leones alados y leones normales, leones grandiosos y leones raquíticos, leones en los portales, leones que sujetan ventanas, leones en ménsulas, leones orondos en los jardines, leones rampantes, leones soporíferos, leones amables, leones feroces, leones destartalados, leones vivaces, leones muertos, leones que se pudren, leone en chimeneas, en macetas, en cancelas de jardín, en divisas, en medallones, acechando entre el follaje, leones descarados encima de columnas, leones en banderas, leones en tumbas, leones en cuadros, leones a los pies de las estatuas, leones realistas, leones simbólicos, leones heráldicos, leones arcaicos, leones mutilados, leones de quimera, medioleones, superleones, leones con cola larguísima, leones con plumas, leones con joyas por ojos, leones de mármol, leones de pórfido y un león real, extraído de la vida, tal como dice el artista con orgullo, por el infatigable Longhi y colgado, entre el resto de sus cuadros de genre en la galería Querini-Stampalia. Hay leones griegos, leones góticos, leones bizantinos e incluso leones hititas. […] Todas las placas de hierro de compañías de seguros tienen un león alado, e incluso aparece un león apesadumbrado al pie de la Cruz en una pintura de la Scuola de San Marco”.

Tal es la variedad, que hay leones para todos los gustos. Y Jan Morris no oculta el suyo propio y elige, entre tal profusión leonina, aquellos que le resultan más imperiales, más feos, más tontos, más misteriosos, más modestos, más directos, más patéticos, más desnutridos, más vistosos, más indecisos, más seniles, más sufridos, más francos, más enigmáticos, más seguros de sí, más atléticos, más amenazadores, más reprochadores; y se detiene antes de confesar cuál es el que le parece el más alegre entre todos. Jan Morris tiene razón al hablar de la “obsesión chiflada” que siempre ha provocado el león en los venecianos. Y que continúa afectándoles, porque lejos de estar cansados del felino, lo siguen colocando en forma de aldabones y aldabillas en sus puertas, para complicar todavía más, como si eso fuera necesario, la vida al inverosímil osado que un día decidiese acometer la misión imposible de contabilizar el derroche de leones. Por otra parte, hay que advertir al futuro visitante de Venecia –y éste ha de tomar buena nota, porque el aviso no consta en ninguna guía de la ciudad– que esa “obsesión chiflada” es absolutamente contagiosa.

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Los leones más cursis y redichos de Venecia son los que decoran la tapia que rodea el Palazzo Cavalli-Franchetti, en uno de los extremos del puente de la Accademia. Es insoportable la arrogancia presuntuosa de esos lechuguinos que han hecho la permanente a sus melenas hasta que parezcan chorreras postizas.

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Los tres leones que se encuentran a la izquierda de la puerta del Arsenal parecen la representación de las tres edades del león. Sólo el mayor gira la cabeza para mirarse a sí mismo en dos momentos anteriores. Los leones deben de ser, como nosotros, sólo memoria.

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Excusa improvisada para prolongar el paseo nocturno por la ciudad de los leones: No nos iremos a dormir hasta encontrar un león que nos eche la lengua. De madrugada, dimos con el león más impertinente e inoportuno de toda Venecia, el que se burló de nosotros y nos mandó a la cama. Venecia leonina y lúdica.

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Dos de los leones que más me fascinaron son obra de Carpaccio. El primero, Il leone andante di San Marco, se encuentra en el Palacio Ducal. El segundo, el que aparece en San Gerolamo e il leone nel convento, está en la Scuola di San Giorgio degli Schiavoni. El primero es un león alado, imponente, que posa una de sus patas delanteras en el libro con la consabida leyenda, Pax tibi, Marce, Evangelista meus. Es un león que, como todos y cada uno de los detalles del Palacio que lo acoge, pero quizás mejor que cualquiera de ellos, proclama la grandeza de la Serenísima República. Un león para la propaganda. El segundo león, el que acompaña a San Jerónimo en su entrada en el convento, tuerce la cabeza en un gesto manso como si fuera un inofensivo y tierno gatito. Convierte en cómico el susto de los monjes que, con revuelo de hábitos, salen corriendo despavoridos al verlo. Un león para una viñeta de cómic. Resulta realmente increíble que los dos leones se deban al mismo pintor.