A finales del siglo XV el impresor Aldo Manuzio el Viejo se instaló en Venecia para cumplir su sueño de editar textos clásicos de Aristóteles, Platón, Horacio, Ovidio o Virgilio, además de grandes poetas italianos, como Dante y Petrarca, en cuidadas y elegantes ediciones en octavo, hoy diríamos ediciones de bolsillo, mucho más manejables que los mamotretos salidos de las imprentas hasta entonces. Para aprovechar el espacio de la página, las letras adoptaban un hermoso carácter inclinado, diseñado por Francesco Griffo, que se llamó itálico o aldino. También con la intención de abaratar el coste final, decidió hacer tiradas de mil ejemplares de cada uno de los libros editados bajo el sello distintivo del ancla y el delfín. Comenzaba así la lenta democratización del libro. Me parece una injusticia desmesurada que uno de los lugares más gloriosos de Venecia, aquel al que Manuzio el Joven trasladó la Academia Aldina fundada por su padre, esté hoy ocupado por uno de los edificios considerados unánimemente más feos de la ciudad, el de la Cassa di Risparmio, en Campo Manin. Sólo una placa en el lateral del edificio que da a Rio Terrà S. Paternian recuerda la relevante historia del escenario. Allí mismo rendí pleitesía a los príncipes del arte de la impresión.
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Sería muy fácil discursear sobre el hecho de que en el lugar de la Academia Aldina, corazón del humanismo renacentista, se levante hoy la sede de un banco. No creo que merezca la pena entristecer el ánimo ni gastar fuerzas en decir lo evidente.
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