Cartafolio veneciano (XII)

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“Pienso –escribió Juan Rof Carballo sobre los gatos venecianos– que son dogos desdichados o crueles, pecadores y rapaces, a los que se les ha concedido a la vez la merced y el castigo de continuar habitando la ciudad portentosa”. Para el lucense, los gatos componían una misteriosa Santa Compaña en procesión desde la Piazzetta a Santa Maria dei Frari y esa imagen tal vez es la más hermosa de todas cuantas he leído a propósito de los felinos. Pero todas ellas no son más que evocaciones literarias de un pasado que ya es historia. Sea porque los dogos han ganado el cielo después de su purgatorio gatuno o, más prosaicamente, porque los animales fueron exterminados sin piedad por las autoridades locales, lo cierto es que no queda ni rastro de la población felina que antaño fue tan numerosa. Yo, desde luego, no puedo decir haber visto ni un solo gato deambulando por las calles y esa debe de ser una de las mudanzas más radicales del paisaje urbano veneciano de los últimos siglos.
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El único gato veneciano que recuerdo haber visto es el que sujeta un niño en el lienzo L’ultima Cena, de Tintoretto, que cuelga en la sacristía de la iglesia de Santo Stefano. Sin embargo, sería larga la enumeración de los perros que aparecen en la pintura veneciana. Desde luego, encabezando la lista estarían los de Vittore Carpaccio, que unas veces son una presencia importante en el cuadro (Visione di Sant’Agostino) y otras, un detalle casi inadvertido a bordo de una góndola (Miracolo della Reliquia della Croce). Carpaccio siempre les buscaba un sitio, aunque fuese ciertamente incómodo, como el que le concedió al perro, literalmente acogotado por una espada, en el retrato de un caballero que se muestra en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. En la pareja, reñida hasta la disyuntiva, de perros y gatos, Carpaccio y los pintores venecianos siempre declararon su indiscutible preferencia por los canes.

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