Leo que el cocinero japonés Seiji Yamamoto ha pretendido epatar a sus colegas y al mundo con la presentación de uno de sus últimos platos. No debe de ser fácil: los propios cocineros son responsables de que se vaya agotado nuestra capacidad de sorpresa en torno a la alta gastronomía. A mí, desde luego, cada vez me impresionan menos esas cocinas que más parecen laboratorios; o las recetas que dictan con la precisión de una fórmula química y que establecen la medida exactísima en la que intervienen en la elaboración de un plato los distintos ingredientes y condimentos –algunos muy exóticos, por sí mismos o por la insospechada combinación propuesta-; tampoco me dejo deslumbrar con facilidad por las sofisticadas técnicas que emplean, ni por los prolijos y larguísimos nombres con los que bautizan sus guisos que, no obstante, de poco sirven a quienes estamos sentados a la mesa para adivinar qué nos disponemos a degustar. Los grandes cocineros se empeñan en presentarse como verdaderos alquimistas capaces de las más exquisitas transmutaciones de la materia, de los mayores milagros culinarios. A quienes nos gusta cocinar y comer no podemos evitar la sospecha de que sólo juegan a mostrar los misterios de su arte esotérico, y de que, en realidad, se reservan el secreto último de su magisterio, que siempre nos estará vedado, porque ese es el único modo de salvaguardar la autoridad y el prestigio, de carácter casi mágico, con los que hoy aparecen revestidos.
Seiji Yamamoto, uno de esos alquimistas de principios del siglo XXI, acaba de deslumbrar a iniciados y profanos en el arte de la cocina al presentar una de sus creaciones culinarias sobre una “hoja de periódico” confeccionada con tinta de calamar. La crónica periodística que leo sobre el asunto, con su derroche de adjetivos -¡sólo a unos pocos periodistas les es dado describir certeramente sin acudir al recurso fácil del calificativo!-, es un perfecto termómetro del entusiasmo con que ha sido recibida la propuesta del japonés; con grandilocuencia, encomia el sentido lúdico y del humor de un cocinero genial que lidera la vanguardia gastronómica internacional. La cita me ahorra tener que ponderar epítetos en la búsqueda de aquellos que más cabalmente califican el trabajo de quien ha conseguido –he de admitirlo- fascinarme, pero no por razones estrictamente gastronómicas. Al leer la noticia, mis papilas gustativas no se han excitado; no se ha despertado en mí la curiosidad por conocer el sabor de ese periódico diseñado con tinta de calamar, porque no creo que sea superable al de la letra impresa de los diarios que desayuno con café y una tostada todas las mañanas. Si caigo rendida a los pies de Seiji Yamamoto es por su perspicacia al relacionar la tinta del cefalópodo con el periodismo o, mejor dicho, por materializar la metáfora un día concebida por Julio Camba. “El calamar se parece al periodista –escribió en un artículo publicado en 1924 y recogido en Sobre casi nada- en dos cosas fundamentales: en que puede tomar a voluntad el color que más le convenga y en que se defiende con la tinta”. Una misma estrategia defensiva hermanaba al calamar con el periodista, en opinión del malicioso Camba, quien no dudaba en sacar punta a la idea: “Si la arena es blanca, el calamar es blanco; si la arena es roja, el calamar es rojo, y si la arena está entreverada, el calamar aparece igualmente entreverado. Nada más fácil que cambiar de política, según se lo exijan las circunstancias”. ¿Y qué ocurre cuando el calamar, a pesar de su capacidad para mimetizarse, es descubierto? “Echa mano de la estilográfica. Instantáneamente se disuelve en el agua un gran chorro de tinta. ¿Qué nos dice en aquel mensaje el calamar? No se ve nada. No se entiende nada. Para evadir nuestra persecución, el calamar nos ha lanzado al rostro un largo artículo de fondo y se ha escabullido”.
Me confieso fascinada por esa hoja de periódico con tinta de calamar, perfecta y sagaz intuición sobre determinada forma de ejercer el periodismo. Incluso en un detalle: la página creada por Yamamoto incluye un anuncio de su propio restaurante, del mismo modo que algunas columnas periodísticas no son más que un anuncio que publicita la firma de su autor. Mi admiración no excluye la íntima satisfacción de ver, por una vez, completamente desvelado el secreto del alquimista. El mejor comentario, la más certera explicación del plato de Seiji Yamamoto es el texto de Julio Camba. Sólo él podía haberlo escrito, porque si a alguien hay que reconocer absoluta autoridad en el arte de comer –ahí está La casa de Lúculo- y si alguien merece ser considerado maestro de periodistas –cuyas lecciones se encuentran en los cientos de artículos que hoy, lamentablemente, se pueden localizar con mayor facilidad en las hemerotecas que en las librerías- es Julio Camba, alquimista poseedor de la piedra filosofal que convertía en oro periodístico cualquier pequeño tema.
[Publicado en el diario El Progreso, 14-II-2007]
Seiji Yamamoto, uno de esos alquimistas de principios del siglo XXI, acaba de deslumbrar a iniciados y profanos en el arte de la cocina al presentar una de sus creaciones culinarias sobre una “hoja de periódico” confeccionada con tinta de calamar. La crónica periodística que leo sobre el asunto, con su derroche de adjetivos -¡sólo a unos pocos periodistas les es dado describir certeramente sin acudir al recurso fácil del calificativo!-, es un perfecto termómetro del entusiasmo con que ha sido recibida la propuesta del japonés; con grandilocuencia, encomia el sentido lúdico y del humor de un cocinero genial que lidera la vanguardia gastronómica internacional. La cita me ahorra tener que ponderar epítetos en la búsqueda de aquellos que más cabalmente califican el trabajo de quien ha conseguido –he de admitirlo- fascinarme, pero no por razones estrictamente gastronómicas. Al leer la noticia, mis papilas gustativas no se han excitado; no se ha despertado en mí la curiosidad por conocer el sabor de ese periódico diseñado con tinta de calamar, porque no creo que sea superable al de la letra impresa de los diarios que desayuno con café y una tostada todas las mañanas. Si caigo rendida a los pies de Seiji Yamamoto es por su perspicacia al relacionar la tinta del cefalópodo con el periodismo o, mejor dicho, por materializar la metáfora un día concebida por Julio Camba. “El calamar se parece al periodista –escribió en un artículo publicado en 1924 y recogido en Sobre casi nada- en dos cosas fundamentales: en que puede tomar a voluntad el color que más le convenga y en que se defiende con la tinta”. Una misma estrategia defensiva hermanaba al calamar con el periodista, en opinión del malicioso Camba, quien no dudaba en sacar punta a la idea: “Si la arena es blanca, el calamar es blanco; si la arena es roja, el calamar es rojo, y si la arena está entreverada, el calamar aparece igualmente entreverado. Nada más fácil que cambiar de política, según se lo exijan las circunstancias”. ¿Y qué ocurre cuando el calamar, a pesar de su capacidad para mimetizarse, es descubierto? “Echa mano de la estilográfica. Instantáneamente se disuelve en el agua un gran chorro de tinta. ¿Qué nos dice en aquel mensaje el calamar? No se ve nada. No se entiende nada. Para evadir nuestra persecución, el calamar nos ha lanzado al rostro un largo artículo de fondo y se ha escabullido”.
Me confieso fascinada por esa hoja de periódico con tinta de calamar, perfecta y sagaz intuición sobre determinada forma de ejercer el periodismo. Incluso en un detalle: la página creada por Yamamoto incluye un anuncio de su propio restaurante, del mismo modo que algunas columnas periodísticas no son más que un anuncio que publicita la firma de su autor. Mi admiración no excluye la íntima satisfacción de ver, por una vez, completamente desvelado el secreto del alquimista. El mejor comentario, la más certera explicación del plato de Seiji Yamamoto es el texto de Julio Camba. Sólo él podía haberlo escrito, porque si a alguien hay que reconocer absoluta autoridad en el arte de comer –ahí está La casa de Lúculo- y si alguien merece ser considerado maestro de periodistas –cuyas lecciones se encuentran en los cientos de artículos que hoy, lamentablemente, se pueden localizar con mayor facilidad en las hemerotecas que en las librerías- es Julio Camba, alquimista poseedor de la piedra filosofal que convertía en oro periodístico cualquier pequeño tema.
[Publicado en el diario El Progreso, 14-II-2007]
0 comentarios:
Publicar un comentario