Labradas en la piedra de algunos de los edificios que se levantan en el campus de la Universidad Complutense de Madrid se pueden leer hoy inscripciones como “¡Abajo el fascismo!”, “¡Libertad!” y “FUE ¡Viva la Universidad!”. Esos gritos fueron estampados en el invierno de 1947 y es ahora, sesenta años después, cuando se ha sabido quiénes fueron los autores. Pablo Pintado y Riba, entonces alumno de la Facultad de Arquitectura, acaba de dar a conocer públicamente que fue él, en colaboración con Albina Pérez, estudiante de Letras, y Mercedes Vega, de Químicas, quien realizó las pintadas. Esta última tuvo la feliz idea de utilizar como tinta una solución de nitrato de plata en agua. El nitrato de plata resulta visible durante el día, a la luz del sol, pero pasa completamente inadvertido durante la noche, cuando llegaban los operarios de limpieza dispuestos a borrar aquellas pintadas subversivas. Así se explica que las inscripciones burlasen durante tanto tiempo la furia higiénica de los servicios policiales, quienes, por supuesto, no cejaron en su empeño de hacerlas desaparecer. Descubierto el ardid del nitrato de plata y también su pertinaz resistencia a disolverse, se decidió ¡echar mano del pico! La paradoja es que la propia dictadura franquista fue la que labró sobre la piedra aquellos mensajes que deseaba borrar; lo absurdo es que los celosos guardianes de la ortodoxia política en la década de los 40 fueron precisamente quienes permitieron que las pintadas continúen hoy a la vista del paseante atento.
Ese paseante que lee las inscripciones a favor de la libertad en los muros de los edificios complutenses quizás celebre la inoperancia de la policía por convertir el gesto de disidencia de tres universitarios en 1947 en un monumento a la memoria de la lucha antifranquista. Y también, quizás, piense por un momento que la anécdota puede ser tomada como un ejemplo de los intentos frustrados de las dictaduras, las habidas y las por haber, de acallar cualquier manifestación de discrepancia con la verdad oficial. El paseante quizás recuerde entonces el caso del escritor Mijaíl Bulgákov, quien el 7 de mayo de 1926 se vio obligado asistir, espantado, al registro que hicieron de su domicilio agentes de la OGPU, frías y aparentemente asépticas siglas con las que fue bautizada la institución heredera de la Checa. Se incautaron del original dactilografiado de Corazón de perro y de los tres cuadernos de su diario con las anotaciones correspondientes a los años comprendidos entre 1921 y 1925. Bulgákov solicitará en vano que le restituyan esos diarios. Sólo en 1929, de forma inesperada -imposible desentrañar las razones-, las autoridades se los devuelven. Bulgákov toma entonces una decisión: quemar aquellas libretas. Hace falta poca imaginación para suponer lo doloroso que tuvo que ser entregar a las llamas aquellos escritos; no obstante, resulta comprensible la determinación de quien había sentido su intimidad violada y, al tiempo, pretendía evitar que volviese a suceder. Pero las impresiones que Bulgákov plasmó en sus diarios no se perdieron en aquella hoguera: han llegado a nosotros ¡gracias a la institución encargada de su censura! Es cierto que el manuscrito se deshizo en cenizas, pero en los archivos secretos de la Lubianka se conservó una copia mecanografiada, probablemente porque era un documento comprometedor, una prueba de cargo que podía ser utilizada en cualquier momento contra su autor. Anotaciones como la que Bulgákov hizo en su diario el 21 de julio de 1924 eran, a ojos de la policía política soviética, inequívocamente subversivas, el tipo de declaraciones que se pagaban con la vida: “En Samara hay dos tranvías. Uno tiene un letrero que dice: ‘Plaza Revolución-Prisión’, y el otro, ‘Plaza Soviética-Prisión’. Algo por el estilo. En otras palabras, ¡todos los caminos llevan a Roma!”.
“¡Los manuscritos no arden!”, exclama Woland, en la novela El Maestro y Margarita, cuando el Maestro le confiesa haber quemado su novela. La afirmación del personaje de Bulgákov, sin que él lo pudiese llegar a sospechar siquiera, se tornó en profecía. Así lo ha recordado Vitali Shentalinski, quien entró en los archivos literarios de la KGB para hacer el relato documentado de los “avatares de la Palabra rusa durante la era soviética” en una trilogía cuyas dos primeras entregas –Esclavos de la libertad y Denuncia contra Sócrates- han sido publicadas recientemente por Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores. A Shentalinski debemos el rescate de los diarios de Bulgákov, así como los detalles del acoso, censura y aislamiento que hubo de sufrir el escritor y que inspiraron a Juan Mayorga la obra de teatro Cartas de amor a Stalin.
¡Los manuscritos no arden! En efecto, en ocasiones se producen milagros por obra y gracia del diablo. Entonces, los manuscritos se vuelven incombustibles y las pintadas, indelebles.
El paseante por la Ciudad Universitaria de la Complutense quizás haya evocado la persecución a que fue sometido Bulgákov en la Unión Soviética al reparar en las inscripciones antifranquistas. Quizás piense que los diarios del escritor y las pintadas de los universitarios fueron el desahogo de los disidentes de dos dictaduras que buscaban un resquicio en el que afirmar su libertad y hoy, monumentos a la memoria de quienes fueron víctimas de la tiranía.
Claro que también puede ser de otro modo. Puede que al paseante no lo digan mucho -o nada- las pintadas en los edificios complutenses, que éstas no sirvan de tiradores del cajón de la memoria, que ese cajón, en lugar de rebosar historias de censuras, persecuciones, cárceles y crímenes, esté vacío. De ser así, los gestos de insumisión de unos universitarios durante el franquismo o de un escritor bajo el estalinismo quedan colgados en el tiempo al no encontrar eco en la conciencia y en la memoria del paseante. Será entonces cuando alguien crea que, a pesar de algunos errores, a pesar de las pintadas no borradas y de los manuscritos no quemados, las dictaduras cumplieron su misión. Y ese alguien quizás se duela al pensar que ni tan siquiera les hubiese sido necesario afanarse tanto en su labor disolvente de la historia y de la memoria, porque siempre contarán con la complicidad de la ignorancia y de la indiferencia interesada.
[Publicado en el diario lucense El Progreso, 6-II-2007]
Ese paseante que lee las inscripciones a favor de la libertad en los muros de los edificios complutenses quizás celebre la inoperancia de la policía por convertir el gesto de disidencia de tres universitarios en 1947 en un monumento a la memoria de la lucha antifranquista. Y también, quizás, piense por un momento que la anécdota puede ser tomada como un ejemplo de los intentos frustrados de las dictaduras, las habidas y las por haber, de acallar cualquier manifestación de discrepancia con la verdad oficial. El paseante quizás recuerde entonces el caso del escritor Mijaíl Bulgákov, quien el 7 de mayo de 1926 se vio obligado asistir, espantado, al registro que hicieron de su domicilio agentes de la OGPU, frías y aparentemente asépticas siglas con las que fue bautizada la institución heredera de la Checa. Se incautaron del original dactilografiado de Corazón de perro y de los tres cuadernos de su diario con las anotaciones correspondientes a los años comprendidos entre 1921 y 1925. Bulgákov solicitará en vano que le restituyan esos diarios. Sólo en 1929, de forma inesperada -imposible desentrañar las razones-, las autoridades se los devuelven. Bulgákov toma entonces una decisión: quemar aquellas libretas. Hace falta poca imaginación para suponer lo doloroso que tuvo que ser entregar a las llamas aquellos escritos; no obstante, resulta comprensible la determinación de quien había sentido su intimidad violada y, al tiempo, pretendía evitar que volviese a suceder. Pero las impresiones que Bulgákov plasmó en sus diarios no se perdieron en aquella hoguera: han llegado a nosotros ¡gracias a la institución encargada de su censura! Es cierto que el manuscrito se deshizo en cenizas, pero en los archivos secretos de la Lubianka se conservó una copia mecanografiada, probablemente porque era un documento comprometedor, una prueba de cargo que podía ser utilizada en cualquier momento contra su autor. Anotaciones como la que Bulgákov hizo en su diario el 21 de julio de 1924 eran, a ojos de la policía política soviética, inequívocamente subversivas, el tipo de declaraciones que se pagaban con la vida: “En Samara hay dos tranvías. Uno tiene un letrero que dice: ‘Plaza Revolución-Prisión’, y el otro, ‘Plaza Soviética-Prisión’. Algo por el estilo. En otras palabras, ¡todos los caminos llevan a Roma!”.
“¡Los manuscritos no arden!”, exclama Woland, en la novela El Maestro y Margarita, cuando el Maestro le confiesa haber quemado su novela. La afirmación del personaje de Bulgákov, sin que él lo pudiese llegar a sospechar siquiera, se tornó en profecía. Así lo ha recordado Vitali Shentalinski, quien entró en los archivos literarios de la KGB para hacer el relato documentado de los “avatares de la Palabra rusa durante la era soviética” en una trilogía cuyas dos primeras entregas –Esclavos de la libertad y Denuncia contra Sócrates- han sido publicadas recientemente por Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores. A Shentalinski debemos el rescate de los diarios de Bulgákov, así como los detalles del acoso, censura y aislamiento que hubo de sufrir el escritor y que inspiraron a Juan Mayorga la obra de teatro Cartas de amor a Stalin.
¡Los manuscritos no arden! En efecto, en ocasiones se producen milagros por obra y gracia del diablo. Entonces, los manuscritos se vuelven incombustibles y las pintadas, indelebles.
El paseante por la Ciudad Universitaria de la Complutense quizás haya evocado la persecución a que fue sometido Bulgákov en la Unión Soviética al reparar en las inscripciones antifranquistas. Quizás piense que los diarios del escritor y las pintadas de los universitarios fueron el desahogo de los disidentes de dos dictaduras que buscaban un resquicio en el que afirmar su libertad y hoy, monumentos a la memoria de quienes fueron víctimas de la tiranía.
Claro que también puede ser de otro modo. Puede que al paseante no lo digan mucho -o nada- las pintadas en los edificios complutenses, que éstas no sirvan de tiradores del cajón de la memoria, que ese cajón, en lugar de rebosar historias de censuras, persecuciones, cárceles y crímenes, esté vacío. De ser así, los gestos de insumisión de unos universitarios durante el franquismo o de un escritor bajo el estalinismo quedan colgados en el tiempo al no encontrar eco en la conciencia y en la memoria del paseante. Será entonces cuando alguien crea que, a pesar de algunos errores, a pesar de las pintadas no borradas y de los manuscritos no quemados, las dictaduras cumplieron su misión. Y ese alguien quizás se duela al pensar que ni tan siquiera les hubiese sido necesario afanarse tanto en su labor disolvente de la historia y de la memoria, porque siempre contarán con la complicidad de la ignorancia y de la indiferencia interesada.
[Publicado en el diario lucense El Progreso, 6-II-2007]
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