Cualquiera que escriba sobre Venecia parece sentir la obligación de describir las primeras impresiones que la ciudad le ha causado. Yo renuncio a presentarme a ese examen. Entre otras razones, porque mis primeras impresiones fueron ya escritas, con una fidelidad premonitoria que consigue desasosegarme, por Henri de Régnier:
"[...] es con el espíritu lleno de tu presencia que regresé hacia ti. Dado el paso, y sobrepasados los diques que te defienden de la pleamar, desde el navío que nos llevaba, te divisé, una mañana. ¿Eras tú? Me parecía, a medida que nos aproximábamos, que era mi recuerdo que te construía para mí. Todo lo que deseaba de ti se realizaba en un instante por un prodigio que me parecía natural. Luego, estuviste allí, auténtica, pero tan maravillosa y tan frágil, bajo un cielo transparente como el cristal, que tuve miedo de que sólo fueras la imagen de mi ilusión, evocada por la fuerza de mi deseo y cuyo espectáculo, destruido al menor golpe, sólo dejaría de ella, encima del espejo surcado de la laguna, el infructuoso vapor de una nube irisada”.
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