Siempre me ha fascinado la nomenclatura veneciana. Los nombres del callejero (calle, campo, campiello, piazza, piazzete, piazzale, strada, vie, corte, sotopòrtego, liste, crosère, ramo, rughe, salizada, rio terrà, fundamenta, canale, canalazzo, rio, bacino, dàrsena, pissìna, squèro), de las embarcaciones (gondola, traghetto, sandolo, vaporetto, motoscafo, topo, trabaccolo, cavallina, viperra, bissona), de los pilotes (palina, dama, bricola), de las pasarelas móviles que se utilizaron siglos atrás para cruzar los canales (tòpe, sàndoli, mascaréte, s’ciopóni, peàte, puparìmi, caorline, sanpieròte o toletta) y de los islotes de la laguna (canneti, barene, velme, ghebi). La riqueza y singularidad de un vocabulario casi siempre sin traducción fue la intuición de una ciudad única. El vocabulario inventado habla de la formidable potencia creadora de Venecia.
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