Cartafolio veneciano (III)

Thomas Mann hizo pensar a Gustav Aschenbach que “llegar a Venecia por tierra, desde la estación, era como entrar en un palacio por la puerta de servicio, y que sólo como él lo estaba haciendo, en barco y desde alta mar, debía llegarse a la más inverosímil de las ciudades”. Pues bien, Aschenbach comparte el pecado de todo aquel que viaja a Venecia: creer que el mejor modo de llegar a la ciudad es el propio. Por esa razón, quienes tuvieron la primera visión de Venecia nada más salir de la estación de Santa Lucia no conciben otro medio de llegar que no sea el ferrocarril. En definitiva, lo que para unos no es más que una puerta de servicio, para otros constituye el fastuoso pórtico que franquea realmente la entrada en Venecia, el único y el que no se cansan de publicitar. No tengo el propósito de polemizar con nadie, pero sí mi propio criterio al respecto. Si lo dejase por escrito, vendría a ser el elogio de la llegada a Venecia en avión, que debe ser el medio de transporte más comúnmente utilizado y que fue, ni que decir tiene, el mío. En el texto celebraría con entusiasmo la posibilidad que ofrece el viaje aéreo, si uno es afortunado y el día despejado, de contemplar la primera veduta de Venecia, anticipo de otras que el viajero encontrará en los museos y reproducidas en algunas postales, y también de constatar que no es un cuento eso de que Venecia es un pez. Convertiría al viajero en un pájaro más de la laguna, sobrevolándola mientras localiza una presa piscícola propiciatoria. Explotaría y retorcería esa imagen todo lo que pudiese, para lo que me valdría del largo catálogo de aves que el arte veneciano esculpió en piedra o compuso en mosaicos. Creo que el elogio podría quedar muy resultón, con sus pinceladas poéticas y todo. También sería, por supuesto, completamente ineficaz a la hora de persuadir a quienes hayan llegado en alguna ocasión a Venecia por otros medios que la próxima vez deberán hacerlo en un avión que aterrice en el aeropuerto con el nombre más fantástico al que un aeropuerto puede aspirar: Marco Polo.

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Porque un taxi me llevó por carreteras acuáticas desde el aeropuerto Marco Polo a Venecia, soy capaz de entender el deseo que sintió Aschenbach de que su travesía en góndola hasta el Lido no terminase nunca: “¡Ojalá fuera eterna!”. Un deseo que no tuvo a bien concederle Thomas Mann, quien en escasos párrafos y expeditivamente lo colocó en su destino, pero sí Luchino Visconti, que demoró ese pasaje todo lo que se puede cinematográficamente, sugiriendo la eternidad del instante anhelada por Aschenbach.

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