Cartafolio veneciano (XVIII)


Sabía ya de antemano que el cuadro de Alessandro Milesi Al caffè, también conocido como Notissie Nove o La lectura del giornale no se encuentra en Venecia. No obstante y por razones obvias, el retrato de esa mujer que sujeta con una mano una taza de café y que tiene en su regazo un ejemplar del Gazzettino di Venezia y, a su espalda, una veduta de la ciudad estuvo muy presente en mi memoria. Rindiéndome al impulso carnavalesco del seudónimo y componiendo mi disfraz con un expresso y un Gazzettino, me hice fotografiar en los cafés venecianos.

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Como Josep Pla, “ir paseando por Venecia, con el sabor del café que habéis tomado en el paladar y la memoria llena del sueño presente”. De todos los cafés, el caffè alla veneziana que me sirvieron en una terraza de Campo Santo Stefano fue el que se conservó durante más tiempo vivo en el paladar. Y entre todos los paseos, el que di con ese gusto resonando en la boca es el sueño pretérito que mejor perdura en mi memoria.

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Incluso a los venecianos les pareció desmesurado el nombre de Alla Venezia Trionfante para un café, así que lo rebautizaron Florian, apócope del nombre de su propietario, Floreano Francesconi. El orgullo inflado por los triunfos de la República no les nublaba la razón hasta el extremo de no advertir que aquella pompa y grandilocuencia atentaba contra el espíritu espontáneo y democrático de la institución del café. Lo tenían claro: primero cafeinómanos, después venecianos.

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Cada una de las salas del Florian es una cajita. Su interior ha sido forrado con papeles primorosos y guarda mesas liliputienses. Tomar allí un café es como hacerlo en una de las habitaciones de una casa de muñecas.

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No es el café (más el suplemento correspondiente por la música de la orquesta) lo que pagan los clientes del Florian, sino la entrada a un museo que da derecho a sentarse a una de sus mesas en compañía de Goethe, Byron, Henry James y el tutti quisqui del otro Libro de Oro de la Serenísima República, en el que están inscritos los nombres de la nobleza literaria de los últimos siglos. Me preguntan por el precio del café en el Florian. A nadie se le ocurre interesarse por el de la entrada en las Gallerie dell’Accademia.

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Uno no va al Florian a tomar café, sino a encontrarse con los fantasmas de los escritores que lo frecuentaron. Como resultó que los fantasmas habían tenido la descortesía de largarse de vacaciones, me entretuve imaginando desencuentros venecianos, un poco a la manera de aquel entre Kafka y Proust, oficiado por el camarero de un café, que inventó Nuria Amat en Viajar es muy difícil.

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Empieza a llover en la Piazza y la orquesta del Florian interrumpe abruptamente la pieza que estaba tocando para interpretar ‘O sole mio. Es probable que la fórmula haya demostrado su efectividad en otras situaciones de emergencia. Pero lo que es hoy la música no consigue conjurar el diluvio universal.

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Miguelanxo Prado incluyó en Papeles dispersos un retrato que le hizo al violinista del Florian mientras continuaba tocando en la terraza que la lluvia reciente había dejado desierta. Yo creo que se ha puesto a diluviar simplemente para que compruebe que es cierta la absoluta imperturbabilidad de los músicos del café, dibujada por Prado, ante las circunstancias más adversas.

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La lluvia cae con tal intensidad que forma una espesa cortina blanca que hace imposible distinguir, desde el interior del café, las Procuratie Vecchie. El diluvio ha convertido el Florian en un submarino y por la escotilla se ven peces surrealistas que huyen del agua.

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Cinco minutos más de tormenta era todo lo que necesitaba la Piazza para convertirse en una piscina y Byron para animarse a salir del Florian nadando.

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En el submarino del Florian viajé a las profundidades abismáticas del subconsciente de Venecia.

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El submarino del Florian es, sin lugar a dudas, incomparablemente más fantástico que aquel que colocó un artista de la Bienale en el Gran Canal, frente al Palazzo Grassi, quizás admirado por su osada genialidad y sin advertir que, además de osadía, hace falta un talento descomunal para competir con la genialidad de Venecia.

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Desde lo alto del Campanile de San Marcos se corrobora la impresión sobre la que quizás cabía alguna duda a ras de suelo: la alineación matemática y perfecta con la que están dispuestas las mesas y las sillas de las terrazas de los cafés Florian, Quadri y Lavena. Ni por un milímetro, fuera de su sitio. Como si las hubiera colocado el mismísimo Palladio.

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En la Piazza de San Marco se libra a diario una guerra. Es la que enfrenta, de una parte, a la orquesta del Florian, y de otra, a las del Quadri y el Lavena. Estos dos últimos cafés, por estar tan próximos, se han visto obligados a llegar a una entente cordiale. Así, cuando una orquesta ameniza a sus clientes, la otra descansa. Respetan escrupulosamente este turno pacífico, del que han excluido o se ha excluido el Florian. De manera que mientras el Quadri se lanza al ataque con My way, el Florian se defiende con If I were a rich man; cuando el Florian reanuda las hostilidades con un tango, el Lavena ya ha afilado sus violines y envía un vals a la contraofensiva. En el medio de la Piazza, el fragor de la batalla es una sinfonía dodecafónica con lejanas reminiscencias de Henry Manzini, Carlos Gardel, Richard Strauss, Frank Sinatra, Lucho Gatica, Barbara Streisand y Tchaikovsky.

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Durante la ocupación austriaca, las bandas militares ofrecían con frecuencia conciertos en la Piazza de San Marco. Sus interpretaciones eran, al parecer, magníficas. Además, en un gesto que pretendía ganarse la simpatía de los venecianos, acostumbraban a elegir temas pertenecientes a óperas italianas. Era en vano, porque en cuanto la música comenzaba a sonar los italianissimi se exiliaban en los soportales de las Procuratie. Sólo retomaban el paseo por la Piazza cuando el concierto había concluido y quedaba despejado el peligro de ser tomados por colaboracionistas musicales o, lo que venía a ser lo mismo, detestados austricanti. Las fronteras territoriales que traza el sentimiento patriótico siempre son así: curiosas y arbitrarias, por no decir ridículas.

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Será por hacer honor a la sobada comparación de la Piazza con un fastuoso salón de baile que las orquestas de los cafés no descansan nunca. Y es por cooperar al acabado perfecto de la metáfora que me pongo a bailar. Mientras giro y giro y giro al compás de un vals vienés, me pregunto si todos, los músicos, el público y los bailarines, advertimos que nos hemos convertido en aplaudidos austriacanti.

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El Caffè al Ponte del Lovo fue el café de Carlo Goldoni, el que citó en Le Massere y el que seguramente inspiró otra de sus obras, La bottega del caffè. Hoy sólo parece un acogedor espacio doméstico y así debió de serlo siempre. Pero, además, el local fue el privilegiado patio de butacas desde el que Goldoni asistió a las representaciones de la sociedad de su época. Allí pudo contemplar y estudiar los tipos, diálogos y escenas de la vida cotidiana que luego trasladó a los textos con los que lideró su rebelión contra la commedia dell’arte. Cafés como éste siempre parecen preguntarse, con nostalgia de su pasado glorioso, en qué momento y por qué motivos dejaron de ser una reproducción a escala de la vida de su tiempo y, por lo tanto, talleres de escritura.

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El Harry’s Bar está perfectamente sellado al exterior y hasta enrejado. No sé si en Venecia a alguien le apetece enclaustrarse, aunque sea en compañía de Ernest Hemingway, Orson Welles y Truman Capote.

Cartafolio veneciano (XVII)


Para Claudio Rodríguez Fer, Venecia es Venus:

“Como Venus, Venecia naceu do mar. Quizais por iso ambas, Venus e Venecia, representan a Beleza: a beleza da muller convertida en deusa pola mitoloxía clásica, a beleza da urbe convertida en canon do fermoso pola literatura e polas artes. Acaso ningunha deusa foi máis exaltada que Venus e ninguna cidade foi máis admirada que Venecia. Porque o corpo de Venus é tanto unha Venecia como a cidade de Venecia un recinto venéreo: por algo se conserva no museo do pazo gótico florido Ca’ d’Oro unha solitaria ‘Venus ante o espello’ atribuída a Tiziano”.

Y si el artista olvida poner a disposición de Venus un espejo, ella lo termina encontrando, como la Venus itálica de Canova que se exhibe en una de las salas del Museo Civico Correr. Es una falsa Venus púdica: parece querer tapar su pubis con un paño y pierde todo su fingido recato al mostrar su espalda y su culo en la imagen que refleja un espejo. Se diría que incluso sabe bien que el azogue desgastado la embellece todavía más.

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De tanto mirar y remirar su propio reflejo, Venecia llegó a creer que los espejos únicamente podían devolver su imagen. Enamorada de ella, como Narciso, no podía permitir de ningún modo que le fuese hurtada. Por eso Venecia puso todo su empeño en guardar el secreto de la fabricación de espejos que en Europa y durante mucho tiempo sólo poseyeron los artesanos del vidrio de Murano.

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No son siete los pecados capitales representados en la decoración de una de las columnas del Palacio Ducal, sino ocho. Venecia añadió la vanidad, representada por una figura que se contempla en un espejo. Ella sabrá porqué, yo creo que también.

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Es indudable que el principal espejismo de Venecia es el agua. Pero no es menos cierto que él no basta para satisfacer el narcisismo de la ciudad, que siente la necesidad constante de buscar o inventar otros espejos. Por ejemplo, al caer la noche, la fachada de la Basílica de San Marcos se refleja en un escaparate del extremo opuesto de la Piazza, en la Fabbrica Nuova. El paseante, que creía haber dado la espalda al templo, se descubre avanzando hacia él. Por eso no tiene ninguna dificultad en disculpar la vanidad narcisista de Venecia, es más, la celebra con entusiasmo puesto que a ella debe tan fantásticos regalos.

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En los laterales del palco real del teatro de La Fenice los espejos han sido dispuestos de tal forma que crean el efecto túnel. Esa vertiginosa sensación de multiplicación hasta el infinito es la que Venecia causa una y otra vez.

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Venecia y la pintura, Venecia y la literatura, Venecia y la música, Venecia y el cine, Venecia y la fotografía. Venecia mirándose en todos los espejos hasta que la imagen especular deja de ser reverberación o reflejo para convertirse en la ciudad misma.

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La Scuola Grande di San Rocco pone a disposición de los visitantes espejos para que puedan apreciar con mayor comodidad las pinturas de Tintoretto que decoran el techo. Si el espectador mueve con cierta brusquedad el espejo mientras localiza la escena que desea contemplar, tendrá la alucinación psicodélica de los tintorettos en movimiento, envolviéndolo, persiguiéndolo, trabándolo, sometiéndolo, sojuzgándolo, subyugándolo. Se diría que el espejo pretende ayudar a las intenciones de Tintoretto en San Rocco, como si eso fuese necesario.

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Parece más que pertinente la sospecha de que las fórmulas del spritz al aperol y el bellini se obtuvieron con el único propósito de conseguir dos de los colores de Venecia. Especialmente evidente resulta en el caso del bellini, al que delata su nombre y nuestra boca, donde nunca se terminan de mezclar los sabores del prosecco y el zumo de melocotón, tal y como reclamaría un cóctel realmente serio.

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Los techos de madera que cubren las iglesias de San Giacomo dall’Orio, San Stefano y San Polo son espejos que reflejan la imagen invertida de la carena de un barco veneciano.

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A los cristales que, sujetos por molduras doradas según el gusto bizantino, cubren las pinturas que decoran las paredes del café Florian les ha sido encomendado el trabajo de protegerlas. Pero su verdadera vocación es la de espejos deslumbrados por las luces venecianas.

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El nombre de Venezia es el espejo literal en el que se mira la "z" del Gran Canal.

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El traghetto cruza de una a otra orilla sorteando lanchas y vaporetti, zigzagueando con profusión de zetas que son el reflejo acuático del cauce del Gran Canal.

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En los espejos venecianos vi reflejada mi propia imagen, sin comprender que me acusaban del mismo narcisismo que me tiene aquí escribiéndome en Venecia.

Cartafolio veneciano (XVI)

Cuando los turistas rescatan del olvido a los insectos es casi siempre para maldecirlos por su saña aguijoneadora. No sucede así en Venecia, que invita a afectar el vuelo de una libélula para validar la tarjeta de transporte antes de viajar en vaporetto.


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En la noche anterior a la festividad del Redentore, el gran espectáculo no lo constituyen los fuegos de artificio, absolutamente modestos en comparación con el derroche de pólvora que acostumbra aquí hasta el más pequeño pueblo, sino el regreso de las embarcaciones que por millares se han concentrado en el Bacino San Marco para contemplar la pirotecnia. Cuando todavía no se ha disipado la densa nube de humo de los fuegos, remontan el Gran Canal con sus farolillos encendidos, componiendo una maravillosa procesión de luciérnagas blancas, verdes y rojas. Resulta indignante que la policía desaloje, expeditivamente y de muy malas maneras, el puente de la Accademia, impidiéndonos disfrutar de esa estampa única y hermosísima. No tengo vocación de chivata, pero considero más que justificada la denuncia contra la insensibilidad policial que deslicé en una bocca di leone.

Cartafolio veneciano (XV)


No es que tenga especial devoción por Pietro Longhi, pero deseaba ver su cuadro L’elefante. Las reproducciones me recuerdan a dos elefantes posteriores: el del Goya, Disparate de bestia (Disparate nº 21), y el de Eugenio F. Granell, en una de las serigrafías incluidas en Rastros de vida e poesía. Preparando el viaje a Venecia, me decepciono al descubrir que el cuadro de Longhi no se conserva en la ciudad, sino en Vicenza. Durante mi viaje, me decepciono al comprobar que no puedo consolarme siquiera con otro ejemplar de fauna exótica debido a Longhi, La mostra del rinoceronte, que Ca’ Rezzonico tenía en préstamo.

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Al final, Venecia decide compensar mi pequeña decepción y me regala un elefante. Es el que se arrima a la base de una de las columnas que flanquean la puerta de entrada de la Scuola Grande di San Rocco. Pequeño, está muy lejos de poseer la envergadura que le permita sujetar la columna, como hace con un obelisco egipcio el elefante de Gian Lorenzo Bernini que se encuentra en Roma, junto al Panteón y la iglesia de Santa Maria sopra Minerva. Me pregunto si este elefante veneciano no sería el capricho de un escultor que añoraba a algún otro.

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Stendhal me da noticia, noticia que también participó en su día a Byron, de un escritor que le fascinaba. Se trata de Pietro Buratti, autor de Elefanteide. Storia verissima dell’elefante. Me falta tiempo para salir disparada a hacer algunas averiguaciones sobre la obra. El resultado de las pesquisas indica Buratti se inspiró en un hecho real, la peripecia de un elefante que había sido traído a la ciudad y era exhibido en la Riva degli Schiavoni a la incredulidad de los venecianos. Al llegar la noche, el animal decidió recuperar la libertad y darse un paseo que le llevó al interior de la iglesia Sant’Antonino en el sestiere de Castello. Allí fue apresado por los alabarderos de la República que lo perseguían. Las autoridades ordenaron matar al elefante, por rebelde y sacrílego. Buratti situó este episodio en el Carvanal de Venecia de 1819 y lo narró en un centenar de octavas de versos endecasílabos en lengua veneciana. En su poema, el elefante es presentado como una criatura de formidable potencia sexual e inteligencia, desde luego muy superior a los funcionarios estatales que decretaron su muerte. Es difícil saber si Buratti, cuando escribió con su habitual genio satírico la Elefantiada, era consciente de que la obra iba a ser censurada y él mismo arrestado. Pietro Buratti se convertía así en uno de esos insumisos que los poderes y el estado nunca toleran, una estirpe simbolizada en su obra por el elefante.

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Mejor que un elefante entrando en una cacharrería, un elefante entrando en Sant’Antonino.

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San Marcos y el león alado fueron los símbolos en los que afirmó su independencia la Serenísima República con respecto al papado de Roma. El elefante de Pietro Buratti puede ser considerado un símbolo de la insumisión contra el estado veneciano. El león declara su rebeldía civil frente a la teocracia. El elefante proclama su rebeldía individualista frente a la plutocracia y mesocracia de todos los estados. ¡Qué magnífica pareja!

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Encuentro en una librería de lance de Rio terrà dei Assassini un libro de fotografías del Novecento pertenecientes al archivo del Gazzetino de Venezia. En él se incluye una imagen de 1907 que, según informa el pie, muestra a la elefanta Gelsomina encaramada a un barril frente al estudio fotográfico Ferretto en la Piazza Bressa de Treviso. Está rodeada por un grupo de hombres, todos con bombín y muchos bigotes, que prestan más atención al fotógrafo que al animal. No puedo evitar el deseo de que Gelsomina, imitando al elefante de Buratti, salga huyendo de la escena para recuperar su dignidad de animal salvaje y recordar a los hombres su doméstica mansedumbre.

Cartafolio veneciano (XIV)


En la Piazza de San Marco unos carteles avisan de la prohibición de dar de comer a las palomas. El ave que en ellos aparece tiene plumas que parecen púas, la cresta enorme y tiesa de un gallo de pelea, el caparazón de una tortuga, un cabeza que es todo pico y por patas, los afilados dientes de un serrucho. Si este ejemplar del bestiario veneciano fue diseñado, como parece evidente, para resultar amenazador, constituye un rotundo fracaso. Porque el caso es que no intimida a nadie y, desde luego, no disuade a los visitantes de alimentar a las palomas. De lo que cabe deducir que la caricatura sólo tiene éxito si es capaz de evocar un referente ideal que el espectador guarda en su memoria; cuando eso sucede, estará dispuesto no sólo a admitir la distorsión caricaturesca, sino a contemplarla como el más eficaz retrato. La caricatura tiene mucho más difícil el éxito cuando su modelo real anda demasiado cerca, permitiendo la confrontación de la representación con lo representado. Nadie reconoce en el engendro de los carteles a estas palomas que revolotean alborotadas, pero pacíficas, alrededor de un niño que les da de comer en San Marcos.

Cartafolio veneciano (XIII)


La evocación de los caballos venecianos y, en particular, de la estatua ecuestre del condottiero Bartolomeo Colleoni, obra de Andrea Verrocchio, trajo a la memoria de Juan Rof Carballo el recuerdo de la lectura infantil de un artículo de Corpus Barga sobre la fauna equina madrileña. Quién sabe si el texto sería uno de los recogidos en Paseos por Madrid, aquel en el que protestaba por toda aquella “caballería aérea para cocearnos la mirada” con la que los arquitectos estaban rematando los edificios de la Gran Vía y Alcalá. O tal vez fuese aquel otro en el que juzgaba la estatua ecuestre de Felipe IV, obra de Pietro Tacca, en la Plaza de Oriente, como la mejor de Madrid y de cualquier otra ciudad del mundo, más genial incluso que la del Colleone. Rof Carballo me lleva de Venecia a Madrid y Corpus Barga, de Madrid a Venecia. Me fascina descubrir dos artículos que riman, tanto como cabalgar por los corredores que abren entre las dos ciudades.

[Imagen: Rimozione del monumento equestre di Bartolomeo Colleoni; Venezia; 1915-1918. Foto Archivio Storico Trevigiano–Treviso].

Cartafolio veneciano (XII)

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“Pienso –escribió Juan Rof Carballo sobre los gatos venecianos– que son dogos desdichados o crueles, pecadores y rapaces, a los que se les ha concedido a la vez la merced y el castigo de continuar habitando la ciudad portentosa”. Para el lucense, los gatos componían una misteriosa Santa Compaña en procesión desde la Piazzetta a Santa Maria dei Frari y esa imagen tal vez es la más hermosa de todas cuantas he leído a propósito de los felinos. Pero todas ellas no son más que evocaciones literarias de un pasado que ya es historia. Sea porque los dogos han ganado el cielo después de su purgatorio gatuno o, más prosaicamente, porque los animales fueron exterminados sin piedad por las autoridades locales, lo cierto es que no queda ni rastro de la población felina que antaño fue tan numerosa. Yo, desde luego, no puedo decir haber visto ni un solo gato deambulando por las calles y esa debe de ser una de las mudanzas más radicales del paisaje urbano veneciano de los últimos siglos.
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El único gato veneciano que recuerdo haber visto es el que sujeta un niño en el lienzo L’ultima Cena, de Tintoretto, que cuelga en la sacristía de la iglesia de Santo Stefano. Sin embargo, sería larga la enumeración de los perros que aparecen en la pintura veneciana. Desde luego, encabezando la lista estarían los de Vittore Carpaccio, que unas veces son una presencia importante en el cuadro (Visione di Sant’Agostino) y otras, un detalle casi inadvertido a bordo de una góndola (Miracolo della Reliquia della Croce). Carpaccio siempre les buscaba un sitio, aunque fuese ciertamente incómodo, como el que le concedió al perro, literalmente acogotado por una espada, en el retrato de un caballero que se muestra en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. En la pareja, reñida hasta la disyuntiva, de perros y gatos, Carpaccio y los pintores venecianos siempre declararon su indiscutible preferencia por los canes.

Cartafolio veneciano (XI)


En Venecia se ha contado el número de puentes y de canales, pero nadie podrá nunca jamás contar el número de leones, el animal que identifica a la Serenísima República desde que adoptó a San Marcos como patrón. Sólo en la Porta della Carta del Palacio Ducal hay setenta y cinco leones, según la contabilidad con la que se entretuvo Edward Verrall Lucas. Por su parte, Jan Morris elaboró una tipología, que no será completa, porque ninguna lo podría ser, pero que sí permite hacerse una idea de la infinita pluralidad. Me parece fabulosa y no me resisto a reproducirla:

“La ciudad rebosa de leones, leones alados y leones normales, leones grandiosos y leones raquíticos, leones en los portales, leones que sujetan ventanas, leones en ménsulas, leones orondos en los jardines, leones rampantes, leones soporíferos, leones amables, leones feroces, leones destartalados, leones vivaces, leones muertos, leones que se pudren, leone en chimeneas, en macetas, en cancelas de jardín, en divisas, en medallones, acechando entre el follaje, leones descarados encima de columnas, leones en banderas, leones en tumbas, leones en cuadros, leones a los pies de las estatuas, leones realistas, leones simbólicos, leones heráldicos, leones arcaicos, leones mutilados, leones de quimera, medioleones, superleones, leones con cola larguísima, leones con plumas, leones con joyas por ojos, leones de mármol, leones de pórfido y un león real, extraído de la vida, tal como dice el artista con orgullo, por el infatigable Longhi y colgado, entre el resto de sus cuadros de genre en la galería Querini-Stampalia. Hay leones griegos, leones góticos, leones bizantinos e incluso leones hititas. […] Todas las placas de hierro de compañías de seguros tienen un león alado, e incluso aparece un león apesadumbrado al pie de la Cruz en una pintura de la Scuola de San Marco”.

Tal es la variedad, que hay leones para todos los gustos. Y Jan Morris no oculta el suyo propio y elige, entre tal profusión leonina, aquellos que le resultan más imperiales, más feos, más tontos, más misteriosos, más modestos, más directos, más patéticos, más desnutridos, más vistosos, más indecisos, más seniles, más sufridos, más francos, más enigmáticos, más seguros de sí, más atléticos, más amenazadores, más reprochadores; y se detiene antes de confesar cuál es el que le parece el más alegre entre todos. Jan Morris tiene razón al hablar de la “obsesión chiflada” que siempre ha provocado el león en los venecianos. Y que continúa afectándoles, porque lejos de estar cansados del felino, lo siguen colocando en forma de aldabones y aldabillas en sus puertas, para complicar todavía más, como si eso fuera necesario, la vida al inverosímil osado que un día decidiese acometer la misión imposible de contabilizar el derroche de leones. Por otra parte, hay que advertir al futuro visitante de Venecia –y éste ha de tomar buena nota, porque el aviso no consta en ninguna guía de la ciudad– que esa “obsesión chiflada” es absolutamente contagiosa.

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Los leones más cursis y redichos de Venecia son los que decoran la tapia que rodea el Palazzo Cavalli-Franchetti, en uno de los extremos del puente de la Accademia. Es insoportable la arrogancia presuntuosa de esos lechuguinos que han hecho la permanente a sus melenas hasta que parezcan chorreras postizas.

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Los tres leones que se encuentran a la izquierda de la puerta del Arsenal parecen la representación de las tres edades del león. Sólo el mayor gira la cabeza para mirarse a sí mismo en dos momentos anteriores. Los leones deben de ser, como nosotros, sólo memoria.

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Excusa improvisada para prolongar el paseo nocturno por la ciudad de los leones: No nos iremos a dormir hasta encontrar un león que nos eche la lengua. De madrugada, dimos con el león más impertinente e inoportuno de toda Venecia, el que se burló de nosotros y nos mandó a la cama. Venecia leonina y lúdica.

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Dos de los leones que más me fascinaron son obra de Carpaccio. El primero, Il leone andante di San Marco, se encuentra en el Palacio Ducal. El segundo, el que aparece en San Gerolamo e il leone nel convento, está en la Scuola di San Giorgio degli Schiavoni. El primero es un león alado, imponente, que posa una de sus patas delanteras en el libro con la consabida leyenda, Pax tibi, Marce, Evangelista meus. Es un león que, como todos y cada uno de los detalles del Palacio que lo acoge, pero quizás mejor que cualquiera de ellos, proclama la grandeza de la Serenísima República. Un león para la propaganda. El segundo león, el que acompaña a San Jerónimo en su entrada en el convento, tuerce la cabeza en un gesto manso como si fuera un inofensivo y tierno gatito. Convierte en cómico el susto de los monjes que, con revuelo de hábitos, salen corriendo despavoridos al verlo. Un león para una viñeta de cómic. Resulta realmente increíble que los dos leones se deban al mismo pintor.

Cartafolio veneciano (X)


Emergiendo del agua de la laguna, del Gran Canal y de los pequeños canales, los pilotes; sobre el recuerdo del agua de la lluvia que almacenaron, las vere da pozzo; sobre el agua de los canales, los puentes; buscando el cielo, las chimeneas; suspendidos en el aire, las altane; entre el cielo y la tierra, las torres inclinadas; entre dos pasajes, el misterio de los sottopòrteghi. Todos estos elementos, pilotes, brocales de pozo, puentes, chimeneas, altane, torres y sottopòrteghi, aparecen repetidos constantemente en Venecia. Sin embargo, la reiteración nunca cansa, porque en cada aparición el modelo adquiere una prodigiosa diversidad, una imaginativa originalidad. Esta modesta y delicada arquitectura veneciana define la personalidad de la ciudad, tanto como lo pueda hacer la distinción aristocrática o eclesiástica de palacios, iglesias y scuolas.

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En el Miracolo della Reliquia della Croce al ponte di Rialto de Carpaccio, que se expone en las Gallerie dell’Accademia, descubrí lo antigua que es la escasamente publicitada vocación aérea de Venecia que expresan sus chimeneas y altane.

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Los puentes venecianos han borrado la memoria de que la Utopía no es una isla, sino un archipiélago.

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Como si a Venecia no le bastasen sus más de cuatrocientos cincuenta puentes, celebra dos de sus fiestas, las del Redentore y las de la Salute, tendiendo pontones provisionales con barcazas; uno, sobre el canal de la Giudecca y el otro, sobre el Canalazzo. Venecia convierte en fiesta la necesidad atávica de puentes.


[Tercera imagen: Ponte della Canonica-Venice, de John Singer Sargent].

Cartafolio veneciano (IX)

José Luis García Martín confesó: “Si en este momento me preguntaran: ¿cuál es tu máxima aspiración en la vida?, ¿qué esperas llegar a ser?, respondería sin dudarlo un momento: peatón en Venecia”. Que nadie se equivoque; parece modesta esa aspiración peatonal, pero constituye la ambición más descomunal que puede albergarse. Es exactamente la mía.

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En un par de ocasiones, patosa como soy y distraída como estaba admirando la ciudad, a punto me encontré de terminar en el agua de los canales venecianos. Fui salvada del chapuzón y debería estar agradecida, pero es que, al tiempo, me robaron la posibilidad de inscribir mi nombre en la gloriosa lista diaria de los que van a parar a los canales; una lista que el Gazzettino di Venezia publicaba en otros tiempos y que, desde luego, debería recuperar urgentemente.

Cartafolio veneciano (VIII)

Tenía intención de buscar el libro, pero no lo estaba haciendo. Fue de un modo completamente casual -como cualquiera lo creerá si digo que se trataba de mi primer paseo en una ciudad que es un laberinto- que me topé con Filippi, la librería editora de Curiosità veneziane, de Giuseppe Tassini. Deseaba el libro como guía por la historia menuda que cuentan los nombres del callejero veneciano; y allí estaba. Venecia, guiñándome un ojo.

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Advertencia leal a los poetas. Absténganse de la lectura del libro de Giuseppe Tassini, que dinamita sin pensárselo dos veces cualquier metáfora que ustedes hayan encontrado en la ciudad. Esa es la intención iconoclasta de la información que recuerda que la Calle del Paradiso debe su nombre al apellido de una familia patricia. Con material tan prosaico, ciertamente, no hay manera.

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Advertencia leal a los novelistas. Corran a leer el libro de Giuseppe Tassini, cantera de mil historias. Por ejemplo, la del Sottopòrtego y la Corte del Paradiso, cerca de la Ruga Giuffa de Santa Maria Formosa, que llevaron en otro tiempo el nombre dell’Inferno. Con material tan poético, la novela se escribe sola.

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Basta con citar los nombres de las calles y campi venecianos que se recorren en un itinerario cualquiera. La mera enumeración ya resulta literaria, de tan preñados como están esos lugares y sus nombres de historias y leyendas. No lo digo con malicia, ni en descrédito de la literatura de tema veneciano. Me limito a constatar las facilidades que regala la ciudad a los escritores. Por el mismo motivo, pasear por Venecia es leer el libro más fantástico e insuperable que sobre Venecia se haya escrito.

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Leer, al regresar al hotel, el libro de Giuseppe Tassini, que desvela los secretos que guardan los nissioéti, las "sabanitas" con los nombres del callejero, no es leer; es reiniciar el paseo por Venecia.

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No busqué la explicación que ofrece Tassini sobre el origen del nombre del Ponte della Cortesia, porque, por una vez, me resultaría completamente indiferente. Para mí se llama así porque un veneciano intentó abrirse paso entre los turistas que lo colapsábamos con un apresurado pero amable requerimiento: “¡Permesso, permesso!”.

Cartafolio veneciano (VII)

Siempre me ha fascinado la nomenclatura veneciana. Los nombres del callejero (calle, campo, campiello, piazza, piazzete, piazzale, strada, vie, corte, sotopòrtego, liste, crosère, ramo, rughe, salizada, rio terrà, fundamenta, canale, canalazzo, rio, bacino, dàrsena, pissìna, squèro), de las embarcaciones (gondola, traghetto, sandolo, vaporetto, motoscafo, topo, trabaccolo, cavallina, viperra, bissona), de los pilotes (palina, dama, bricola), de las pasarelas móviles que se utilizaron siglos atrás para cruzar los canales (tòpe, sàndoli, mascaréte, s’ciopóni, peàte, puparìmi, caorline, sanpieròte o toletta) y de los islotes de la laguna (canneti, barene, velme, ghebi). La riqueza y singularidad de un vocabulario casi siempre sin traducción fue la intuición de una ciudad única. El vocabulario inventado habla de la formidable potencia creadora de Venecia.

Cartafolio veneciano (VI)


El modo de llegar a Venecia es una de las convicciones en las que se parapetan, absolutamente irreductibles, quienes han viajado a ella en alguna ocasión. No es la única; acostumbran poseer y pregonar muchas más. Casi todas se refieren a la hora en que hay que hacer tal o cual cosa. Señalan un momento, exacto e ineludible, en el que tomar un café en el Florian, un spritz en cierto campo o un cicheto e un’ombra en una de las tabernas próximas a Rialto. No es otro el instante en el que disfrutar de las vistas desde las Zattere que el que ellos indican. Defienden que hay que visitar la Basílica de San Marcos en el momento del día, ni antes ni después, en que la luz del sol entra en el templo incendiando los mosaicos, porque de otra forma no podremos decir que conocemos el templo. Pero es el crepúsculo el momento de mayor prestigio de Venecia y de todas las islas de la laguna, cuando el visitante ha de apresurarse si quiere atender todos sus deberes, como regresar a Venecia desde el Lido o pasear por Torcello. ¿Han tomado buena nota de las recomendaciones? ¿Sí? Pues olvídenlas. A no ser que no les importe enloquecer planificando el día en Venecia según esos usos y husos horarios. Por otra parte, la hora en el que uno toma su café en el Florian o en el Quadri y aquella en la uno se aproxima en un vaporetto a la Riva degli Schiavoni, el Palacio Ducal y la Piazzeta siempre será la hora.

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Esos que dicen que cada lugar de Venecia tiene su hora y cada hora veneciana, su mejor escenario, son peligrosos lobos desacreditadores de la ciudad que se hacen escuchar al presentarse disfrazados con las pieles de cordero de su supuesto amor por Venecia. En realidad, no saben apreciar la belleza de cualquier rincón y de cualquier momento en Venecia. Hacen casi tanto daño a la ciudad como aquellos que difundieron la especie de que Venecia es sólo un destino adecuado para un estado de ánimo, ya sea el de lánguidos, deprimidos y decimonónicos románticos o el de empalagosas parejas de enamorados que desean mecerse en una góndola.

Cartafolio veneciano (V)


Aquella postal remitida desde Venecia decía que la ciudad también nos esperaba a nosotros. Y eso fue, exactamente, lo que Venecia nos hizo creer, que había atravesado los siglos mientras nos aguardaba. Venecia mintió de un modo tan convincente como debe hacerlo para todo el mundo.

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Con precisión más acorde con el libro de estilo del periodismo que del relato legendario, está señalada en el almanaque la fecha de la fundación de Venecia: el viernes 25 de marzo del año 421, exactamente a las doce del mediodía. Venecia inventa y dibuja con minuciosa puntualidad los perfiles vagos y difuminados de sus leyendas y también de nuestros sueños.

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Venecia era una obsesión que me acompañaba desde hacía mucho tiempo. Venecia, por fin, es un sueño hecho realidad. Esto, dicho así, resulta de una vulgaridad absoluta. Es lo que parece: el lema publicitario de un hotel en el cartel de un vaporetto. “Il tuo sogno diventa realtà”.
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Ramón Gómez de la Serna escribió: “El que está en Venecia es el engañado que cree estar en Venecia. El que sueña con Venecia es el que está en Venecia”. Yo estuve en Venecia cuando creía estar en Venecia. No hubo engaño: por las noches, mientras dormía, sólo soñaba con la ciudad. Por la noche y por el día, Venecia es una experiencia onírica.

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Escribo para convencer al sueño de mi presencia en él.

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Venecia ocupa el espacio fronterizo que se encuentra entre el mar y la tierra, entre Oriente y Occidente, entre la historia y el mito, entre la memoria y el deseo, entre el urbanismo y la poesía, entre la vigilia y el sueño. Y Venecia hace lo único que cabe hacer con las fronteras: violarlas.

Cartafolio veneciano (IV)

Cualquiera que escriba sobre Venecia parece sentir la obligación de describir las primeras impresiones que la ciudad le ha causado. Yo renuncio a presentarme a ese examen. Entre otras razones, porque mis primeras impresiones fueron ya escritas, con una fidelidad premonitoria que consigue desasosegarme, por Henri de Régnier:

"[...] es con el espíritu lleno de tu presencia que regresé hacia ti. Dado el paso, y sobrepasados los diques que te defienden de la pleamar, desde el navío que nos llevaba, te divisé, una mañana. ¿Eras tú? Me parecía, a medida que nos aproximábamos, que era mi recuerdo que te construía para mí. Todo lo que deseaba de ti se realizaba en un instante por un prodigio que me parecía natural. Luego, estuviste allí, auténtica, pero tan maravillosa y tan frágil, bajo un cielo transparente como el cristal, que tuve miedo de que sólo fueras la imagen de mi ilusión, evocada por la fuerza de mi deseo y cuyo espectáculo, destruido al menor golpe, sólo dejaría de ella, encima del espejo surcado de la laguna, el infructuoso vapor de una nube irisada”.

Cartafolio veneciano (III)

Thomas Mann hizo pensar a Gustav Aschenbach que “llegar a Venecia por tierra, desde la estación, era como entrar en un palacio por la puerta de servicio, y que sólo como él lo estaba haciendo, en barco y desde alta mar, debía llegarse a la más inverosímil de las ciudades”. Pues bien, Aschenbach comparte el pecado de todo aquel que viaja a Venecia: creer que el mejor modo de llegar a la ciudad es el propio. Por esa razón, quienes tuvieron la primera visión de Venecia nada más salir de la estación de Santa Lucia no conciben otro medio de llegar que no sea el ferrocarril. En definitiva, lo que para unos no es más que una puerta de servicio, para otros constituye el fastuoso pórtico que franquea realmente la entrada en Venecia, el único y el que no se cansan de publicitar. No tengo el propósito de polemizar con nadie, pero sí mi propio criterio al respecto. Si lo dejase por escrito, vendría a ser el elogio de la llegada a Venecia en avión, que debe ser el medio de transporte más comúnmente utilizado y que fue, ni que decir tiene, el mío. En el texto celebraría con entusiasmo la posibilidad que ofrece el viaje aéreo, si uno es afortunado y el día despejado, de contemplar la primera veduta de Venecia, anticipo de otras que el viajero encontrará en los museos y reproducidas en algunas postales, y también de constatar que no es un cuento eso de que Venecia es un pez. Convertiría al viajero en un pájaro más de la laguna, sobrevolándola mientras localiza una presa piscícola propiciatoria. Explotaría y retorcería esa imagen todo lo que pudiese, para lo que me valdría del largo catálogo de aves que el arte veneciano esculpió en piedra o compuso en mosaicos. Creo que el elogio podría quedar muy resultón, con sus pinceladas poéticas y todo. También sería, por supuesto, completamente ineficaz a la hora de persuadir a quienes hayan llegado en alguna ocasión a Venecia por otros medios que la próxima vez deberán hacerlo en un avión que aterrice en el aeropuerto con el nombre más fantástico al que un aeropuerto puede aspirar: Marco Polo.

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Porque un taxi me llevó por carreteras acuáticas desde el aeropuerto Marco Polo a Venecia, soy capaz de entender el deseo que sintió Aschenbach de que su travesía en góndola hasta el Lido no terminase nunca: “¡Ojalá fuera eterna!”. Un deseo que no tuvo a bien concederle Thomas Mann, quien en escasos párrafos y expeditivamente lo colocó en su destino, pero sí Luchino Visconti, que demoró ese pasaje todo lo que se puede cinematográficamente, sugiriendo la eternidad del instante anhelada por Aschenbach.

Cartafolio veneciano (II)


Pocos días antes de mi viaje, fui al Museo del Prado a ver el cuadro titulado Dama que descubre el seno, durante mucho tiempo atribuido a Jacobo Robusti, Tintoretto, y cuya autoría se adjudica ahora a su hijo Domenico. Las que no se han disipado son las dudas sobre la identidad de la mujer retratada, aunque parece probable que se trate de la onesta meretrix Veronica Franco, que se muestra al espectador en una representación clásica de la lujuria que iba a encontrar repetida en tantas ocasiones en Venecia. Visité a Veronica Franco en la confianza de recibir de ella una última recomendación antes de mi partida. Pero no quiso confiarme ningún secreto. Apartaba su mirada de la mía en un gesto esquivo que deseé, con todas mis fuerzas, que no fuese un presagio del trato que me iba a dispensar Venecia.

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No sé si la compañía aérea quiso recordarme que la ciudad no ha perdido su prestigio como destino de recién casados en luna de miel o anticiparme que me enamoraría carnalmente de la ciudad de mis amores platónicos. Lo digo porque el avión que me llevó a Venecia se llamaba Vueling in love.

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Aunque los puritanos y los censores sostengan lo contrario, no es en un pecho desnudo, sino en la mirada en donde nace y reside la provocación más salvaje. Venecia, cortesana impúdica, me miró insinuante con su experiencia de siglos. El mal presagio del Museo del Prado no se cumplió; la compañía aérea acertó en su vaticinio.

Cartafolio veneciano (I)


“[…] en Venecia parece que estou aínda máis en ti, porque este é o lugar da unión máis profunda, da libre nupcia permanente, a da cidade e o mar.
A cópula dos corpos e dos soños. Dos cerebros e dos corazóns”.

Carmen Blanco, Atracción total


“Poco a poco, y cada vez más convencido de mi incapacidad de convencer al sueño de mi presencia en él, me he convertido en un transeúnte de
ambos reinos”.

Joseph Brodsky, Marca de agua



Tengo ante mí un pequeño cartapacio que contiene veinte vere fotografie de Venecia. Fue el precioso regalo que me enviaron por correo hace algún tiempo. La única pista temporal que permite fechar la ciudad que muestran estas estampas, tan igual a la que fue y tan igual a la que es, la proporciona la moda que visten los transeúntes. Por su ropa, calculo que las imágenes fueron tomadas en la década de los cincuenta o, como muy tarde, a principios de los años sesenta del siglo pasado. Pero ellas, por el olor dulzón que desprenden como de papel muy viejo y por sus pequeñas dimensiones, fingen ser muy anteriores. Me encanta esa trampa. Siempre que me entretenía con estas fotos, las cogía con mucho cuidado por los bordes, porque en cuanto ponía un dedo sobre ellas quedaba inmediatamente impregnado por un polvo muy fino y la imagen se emborronaba. De un modo muy similar, no quería manosear Venecia con un viaje, en realidad tan deseado, no fuera a ser que la ciudad imaginada se me deshiciese en polvo de bromuro de plata. He de decir que ahora, después de mi viaje, sigo tomando estas fotografías con la misma cuidadosa reverencia. Todo lo demás, lo que le sucedió a mi Venecia y lo que sucedió en Venecia, lo cuento aquí. Son las vere fotografie de mis impresiones.

Nunca unha estrela foi negra

Carmiña Rivas acaba de ler na revista Trasluz Lukus o texto que alí publiquei sobre a súa madriña e avoa, Estrella de Bandelo, e advírteme que non é certo, segundo escribín deixándome levar por un prexuízo, que Estrella adoitara a vestir de negro; en realidade, nunca o fixo. En contra da memoria do fotógrafo que a retratou e tamén do que parece suxerir o branco e negro da fotografía, a Estrella gustáballe a roupa de cores vivas e alegres.

Non gardou loito nin cando chegou de Cuba a noticia da morte do seu irmán José María, rebelándose ante a presión familiar e social que impuña o negro no dó. Tamén discutiu a convención que, na súa época, condenaba ás mulleres de certa idade á tristura do loito de por vida e as forzaba a renunciar a unha alegría vital e multicolor. Estrella nunca se pregou ós escuros ditados sociais e se podía escoller unha cor para vestirse era a verde, a súa preferida. Lamento moitísimo que no meu retrato saíra enloitada.

Vestida de negro, Estrella deixa de ser a muller segura de si mesma e libre que foi; vestida de verde, amosa un novo xesto daquela rebeldía tranquila que descoñece a resignación e que explica a súa biografía. Debino sospeitar: as estrelas brillan no ceo; nunca unha estrela foi negra.

Estrella de Bandelo




A muller da fotografía chamábase Estrella Rivas Corredoira, pero é máis seguro que se alguén aínda se lembra dela sexa polo nome de Estrella de Bandelo, porque nese lugar de Ombreiro naceu e viviu. Estrella vendía roscas polas festas. Foi nas do San Lázaro, no barrio lucense de A Ponte e nos anos 60, onde J. Federico García lle fixo este fermoso retrato. O fotógrafo lembra que chamou a súa atención aquela muller apoiada no muro da praia, coa cara engurrada e vestida de negro. Estimou que a luz era perfecta e premeu o disparador da súa cámara. No revelado só escureceu o fondo, para resaltar o seu perfil e mailo branco luminoso da mesa coas roscas.

A imaxe foi incluída nun cartafol de fotos do barrio de A Ponte que publicou a Deputación de Lugo en colaboración co Grupo Fonmiñá en 1983 e tamén ilustrou o cartel dunha das edicións das festas do lugar. O contraluz, o encadre e a composición, pero seguramente tamén o valor documental da estampa dun tempo xa ido, contribuíron á súa repetida reproducción. Por ser a única fotografía de Estrella que se conserva, para os seus descendentes é, antes que nada, unha peza importante da memoria familiar. Ofrézoa como tirador do caixón das lembranzas a unha das súas netas e tamén afillada, Carmiña, que o agarra con decisión e turra del.

Estrella era unha dos catro fillos de Pedro e Manuela. Nacera en 1893 na casa de Ombreiro que ela herdou e que inda hoxe é coñecida como a casa de Estrella de Bandelo. Sendo nena, caeu dunha cancela de madeira e, probablemente de resultas dunha fractura non tratada e mal curada, quedou coxa. Co tempo algúns ían chamala “a coxa de Bandelo”, o xeito despectivo e insultante co que dicían sen dicir que era nai solteira de dous fillos, Pepe e Dorinda, nados na década dos vinte do século pasado. Non deu mostras de que lle importara moito o que chegaba ós seus oídos ou o que non chegaba pero sabía que murmuraban dela. Dende logo, non a converteu nunha muller apoucada ou avergoñada que se agochara. Segundo o testemuño familiar, gustaba do trato coa xente, non tivo ningún complexo, era animosa e botada para diante, e viviu alegre, libre e independente, sempre do seu traballo. Coa vaca Cuca, xunguida á Cachorra que tiña a súa irmá, araba a terra na que sementaba patacas, pan ou repolos. Era a mesma vaca que muxía na entrada da corte para darlle o leite nunha canada á súa afillada, un leite morno pertencente a unha memoria infantil de moitas xeadas. Cando chegaba o verán, Estrella ía polas festas de Lugo –non polas feiras, que nunca lle gustaron– vendendo roscas. Mercábaas nun forno que había en O Cantiño, moi preto da porta de San Pedro da muralla. Ela mesma preparaba as varas nas que ían ensartadas, esas que se ven debaixo da mesa na fotografía. Malia os seus modestos recursos, regalábase algúns pequenos luxos de cando en vez, como entrar a comer nun restaurante ou ir tomar os baños quentes a Riazor. Estrella conservouse alegre, valente, libre, independente e activa ata moi pouco tempo antes de morrer, en agosto de 1975, con 82 anos.

Eu son filla de Carmiña, neta de Pepe da Estrella e bisneta de Estrella de Bandelo. Os escasos datos da biografía da muller que vendía roscas polas festas, da nai solteira de dous fillos, da velliña que cando vestía de negro e levaba o pano na cabeza, segundo adoitaban daquela as mulleres ó chegar a certa idade, inda presumía da longa trenza coa que recollera os seus cabelos sendo moza, funos descubrindo pouco e pouco, case sempre en cada unha das ocasións en que atopei a fotografía que lle fixo J. Federico García, moito tempo despois das súas sucesivas publicacións, aquí ou acolá, casualmente, sen buscala.

Fun ordenando e cosendo os retallos desenfiados dunha historia miúda. Así, a imaxe foi condensando tempos, anteriores e posteriores ó instante que capturou. Foise cargando de significados e tamén de novas preguntas, contando e vertebrando un relato incompleto. Porque, ó cabo, non sei quen era Estrella. Míroa na fotografía, pero ela non mira á cámara do fotógrafo e tampouco a min, reservando os seus segredos despois de tanto buscarme.

En calquera caso, a fotografía sempre representará para min o noso encontro, o construído e tamén o real. Porque o seu retrato foi feito no mesmo lugar no que se sitúa unha das máis temperás lembranzas que teño e que é tamén a única persoal, non herdada, que gardo de Estrella: regalándome unha vara de roscas nunhas festas de San Lázaro da primeira metade da década dos 70. Por un deses prodixiosos caprichos do azar a única foto da miña bisavoa coincide co meu único recordo dela. A fotografía dalle unha fermosa precisión á vaguidade da miña acordanza.

[Publicado na revista Trasluz Lukus, núm. 4, outono de 2009]